Ésta es la noticia más importante del año en salud, ciencia y sociedad, aunque si se cumple lo anunciado, está condenada al olvido. Se firmó en la sede de ANLIS (Administración Nacional de Laboratorios e Institutos de Salud) un convenio para la producción nacional de la vacuna contra la fiebre amarilla.
Lo suscribieron el ministro de Ciencia Lino Barañao; junto con su par de Salud, Adolfo Rubinstein; la interventora del ANLIS “Dr. Carlos Malbrán”, Claudia Perandones; el titular de la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (ANMAT), Carlos Chiale y el presidente de la Agencia Nacional de Laboratorios Públicos (ANLAP), Adolfo Sánchez de León.
- Se estima que la demanda inicial para la producción de la vacuna será de aproximadamente 5 millones de dosis.
- La primera producción estará en el último trimestre de 2019.
- El proyecto implica una inversión de 250 millones de pesos.
TRANSFERENCIA
La fabricación local se realizará con la colaboración de la Fundación Oswaldo Cruz (Fiocruz) de Brasil que cuenta con el Instituto de Tecnología en Inmunobiológicos (Bio-Manguinhos), uno de los principales productores de la vacuna que transferirá tecnología y conocimiento.
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Barañao manifestó que “hoy tenemos algo que debería ser la norma pero que lamentablemente no es frecuente en la historia argentina que es firmar convenios entre ministerios e instituciones como el Malbrán que tiene hoy la capacidad para dar respuesta a un problema como la fiebre amarilla”. Y agregó: “Este es un ejemplo muy claro de la importancia de tener en el país un sistema científico-tecnológico que cuente con los recursos humanos para dar una respuesta eficiente”.
Por su parte, Rubinstein expresó que “este convenio es una enorme muestra de generosidad de la Fundación Fiocruz que gratuitamente cede el conocimiento para que sea utilizado en Argentina con el objetivo claro de cubrir la creciente demanda de vacunas para la fiebre amarilla que existe en la región producto del cambio de las condiciones de vida y del cambio climático”.
El ministro de Salud también destacó la importancia de la colaboración Sur-Sur ya que “estamos muy acostumbrados a la colaboración Norte-Sur donde en general los países en desarrollo reciben la transferencia tecnológica de los países en desarrollo pero muchas veces las características del norte y del sur hacen que esa traducción sea más difícil por lo que en este caso al tratarse de dos países hermanos y vecinos, las similitudes permitirán acelerar enormemente los pasos”.
No hay modo de destacar la importancia de lo sucedido para la Argentina. El mosquito transmisor (Aedes aegeyptii) regresó a las principales megalópolis de nuestro país empujado por el cambio climático y la urbanización informal, que lo provee de millones de charcos de agua en los que poner huevos y criar larvas. En el siglo XIX las epidemias de fiebre amarilla eran continuas: hubo en 1852, 1858, 1870 y la peor y última, la de 1871. Ésta en particular, traída al parecer desde Paraguay por los veteranos de la Guerra de la Triple Alianza, dejó un tendal en Corrientes (2.000 muertos sobre 11.000 habitantes) antes de llegar a Buenos Aires, donde en dos brotes sucesivos, uno estival y otro otoñal, mató al 8% de la población porteña, sumando 14.000 muertos.
Durante la epidemia, Buenos Aires fue abandonada por el gobierno nacional de Domingo F. Sarmiento y el municipal de Narciso Martínez de Hoz, refugiados en la vecina ciudad de Belgrano. Buenos Aires entonces se autogobernó por asamblea, que en Plaza de Mayo votó por aclamación multitudinaria a una Comisión Popular dirigida por el abogado Roque Pérez, secundado por médicos como Francisco J. Muñiz, Carlos Keen y Adolfo Argerich para dirigir la crisis y administrar la vida cotidiana. No había terapéutica útil contra esta virosis, de la que se ignoraba hasta el mecanismo de transmisión. Tampoco se la llamaba «fiebre amarilla», sino más bien «vómito negro», por su síntoma más espectacular. Los cuatro mentados murieron «en batalla», contagiados.
De cada 3 porteños, 2 se mudaron al campo o a ciudades cercanas transitoriamente. Los que volvieron en otoño enfrentaron el rebrote de la fiebre amarilla debido a una prolongada ola de calor. La fortuna fue poco piadosa con los integrantes de la Comisión que administró la ciudad en ausencia de sus autoridades «legítimas»: murieron 12 médicos, 2 practicantes, 4 miembros de la Comisión y 22 integrantes del Consejo de Higiene pública.
La epidemia desató el peor episodio de racismo de la historia argentina. La prevalencia de la enfermedad entre la población negra (decenas de miles de personas) residente en los pantanos de «Barracas al Sur» hizo que la zona fuera barricada por el Ejército y la Policía, sin derecho a salida ni recibir alimentos. Por «razones sanitarias», se le prendió fuego a sus casas. Fue un genocidio ni siquiera muy encubierto, ya que los diarios lo publicaron e ilustraron abundantemente. En 1872 casi no quedaban negros vivos entre los porteños.
Esta epidemia cambió hasta la geografía, el valor inmobiliario, los usos del suelo y de las napas freáticas de la ciudad. La «Chacrita de los Colegiales» perteneciente al Colegio Central (hoy el Nacional de Buenos Aires), cuya producción frutihortícola pagaba los gastos educativos y cuyos dormitorios fungían de estancia de veraneo para los estudiantes del interior, debió ser expropiada para hacer un cementerio inmenso de emergencia, llamado hoy, con la interposición de una «a», La Chacarita. El Ferrocarril Oeste extendió su recorrido por la calle Corrientes para llevar a aquel sitio de extramuros a los finados, que habían pasado de la media de 20 por día a 200 durante el segundo brote, el de marzo. Hoy ese recorrido lo hace el subte B.
Aunque todavía se ignoraba el rol del Aedes aegyptii como transmisor del virus (el concepto de «virus» era desconocido por la ciencia), las estadísticas mostraban prevalencia abrumadora de la fiebre amarilla en los pajonales costeros y sitios pantanosos de los lerdos arroyos porteños, como el Riachuelo: en 1872 Barracas y La Boca empezaron a ser masivamente rellenados. Para escaparse de esos focos de fiebre, la aristocracia local dejó masivamente sus casonas que ocupaban manzanas enteras en los barrios contiguos de San Telmo y en Balvanera y se mudó al norte de la calle Santa Fe y al Oeste de los cuarteles de El Retiro, dando origen al actual «Barrio Norte» y a Recoleta, sitios antes de taitas, compadritos y marginales. El valor del metro cuadrado en esa zona hoy «chic» se debe a la fiebre amarilla de 1871.
Finalmente, hubo un beneficio inesperado para todo el pueblo debido a un error. La fiebre había hecho correr ríos de tinta pseudocientífica: había médicos que aseguraban que se debía «a la falta de ozono» (sic), y otros que la atribuían «a la falta de tensión eléctrica» del aire porteño. Menos versero, el doctor Guillermo Rawson observó que entre los ricos escapados a sus estancias, se enfermaban los que volvían unas horas o días a sus casas y oficinas para rematar algún negocio, pero que cuando estaban de regreso en sus estancias cursaban la enfermedad (en general, letal) sin contagiar a nadie. Claro, lo que no había en las estancias era mosquitos Aedes aegyptii para transportar el virus del humano enfermo al sano.
A su regreso a Buenos Aires, el presidente Sarmiento, que asociaba vagamente la fiebre amarilla con otras epidemias frecuentes de transmisión hídrica (el cólera), emprendió las obras de alcantarillado y de la primer red de potabilización y distribución de agua potable de Buenos Aires, según los planes del ingeniero John Coghlan, y los planos del ingeniero John La Trobe Bateman. En 1881, cuando este sistema ya abastecía a un sector sustancial de la ciudad, el médico cubano Juan Carlos Finlay demostró que la fiebre amarilla era transmitida por alguna «cosa» transportada por el Aedes aegyptii.
Nuevamente, la cesión a la Argentina por parte de Brasil de la vacuna contra la fiebre amarilla, y la inminente fabricación por parte del estado de 5 millones de dosis, es LA noticia sanitaria del año. Lo extraño es que si tiene éxito, jamás se hablará de ella.