Los ex presidentes y dirigentes de las entidades que conformaron la Comisión de
Enlace del 2008, Luciano Miguens y Hugo Luis Biolcati por SRA, Eduardo Buzzi por
Federación Agraria, Mario Llambías por CRA y Carlos Garetto por Coninagro, los mismos dirigentes que en 2008 enfrentaron la Resolución 125, esta semana hablaron sobre qué Ley de Semillas quieren. Y lo hicieron con claridad, aunque quizás algo tarde. Y es que la nueva ley que se les viene encima parece escrita en inglés.
Los mencionados hicieron sus reclamos desde el suplemento Campo de La Nación, el sábado 1° de agosto. Desde ese foro, que no es exactamente una barricada progresista, le marcaron la cancha a las semilleras y compañías de biociencias (casi todas multinacionales). Éstas son las que impulsan el trámite bicameral de la ley de marras, cuyos lobbistas esperan un desenlace para octubre o noviembre a más tardar. Su proyecto está “en cocina” desde 2016. Si no sale con este gobierno y este parlamento, luego todo se vuelve impredecible.
En teoría, en Argentina todavía rige la ley de 1973, tan en desuso como la “Ley Seca” de 1919 en EEUU. En la práctica, en el campo ya mandan las dueñas intelectuales del “germoplasma” (por las semillas híbridas comunes desde los ‘60 hasta principios de los ‘90), que también son las propietarias de los “eventos” (las semillas transgénicas cuyo “boom” sucedió desde mediados de los ‘90). Lo claro es que la ley nueva daría marco definitivo a algo que ya funciona: las multinacionales tienen acorralada a la gente de campo a través de la AFIP.
La documentación que hoy exigen los inspectores impositivos persigue a los usuarios de semillas “de bolsa blanca”, o “semilla libre”, en 3 de los cultivos industriales más importantes: la soja, el maíz y el trigo. La persecución varía según el lugar: hay zonas donde es feroz y llueven las multas. Hay otras, en cambio, donde la AFIP otorga alguna vista gorda para evitar represalias de pueblo chico y/o puebladas sobre sus funcionarios.
El problema es que la bolsa “de marca” se vende a precios dolarizados. Si un productor se ve obligado a gastar de más “en marca”, gastará de menos en fertilización (también dolarizada), lo que es un perjuicio privado y público. Si el dueño maltrata su tierra demasiados años, quiebra. Si lo hacen muchos dueños, como hoy, lo que cae es el PBI agropecuario de provincias y ecorregiones enteras. Y la tierra cambia de dueños.
Hace 10 años era práctica habitual que ante la siembra, un productor le pidiera “semilla libre” a su acopiador de siempre. Generalmente éste se la daba con garantía de palabra de que tendría suficiente poder germinativo. A la hora de la cosecha y si todo iba bien, el productor le devolvía el doble en especie. Era una transacción sin plata.
Hoy en el campo no se mueve un peso o un grano sin que medien papeles y bancos. En el nuevo panóptico impositivo, construido para cobrar retenciones, la vieja operatoria en especie es imposible. El asunto es cómo se apalancaron las multinacionales de biociencias sobre estas nuevas capacidades de control del estado para impedir que los productores produzcan su propia “semilla libre”, o que compren la de sus vecinos.
Sucede que hasta 2015, los productores culpaban de todos sus males a las retenciones del gobierno kirchnerista. Pero como desde 2016 y con otro gobierno éstas fueron bajando, y sin embargo miles de productores chicos y medianos siguen quebrando (especialmente en zonas de suelos o clima difíciles), quedan a la vista problemas ajenos al furor recaudatorio del estado.
Llamativamente, con menos retenciones, también quebró el gobierno nacional. Si las retenciones salieron por la puerta en 2016, vuelven por la ventana en 2018. Pero ha cambiado tanto el panorama agrícola desde 2008 que lo que sucede hoy, en 2015 habría sido “política ficción”.
“La Mesa” creada para movilizar al campo contra la AFIP, hoy le muestra los dientes a sectores que lo depredan desde adentro. Y el valor a defender, pese a la resistencia a llamar pan al pan, es la semilla libre, es decir la vieja “bolsa blanca”.
“Bolsa blanca” significa que la que hay adentro es no semilla “F1” o “de fabricante”, sino su progenie (F2) crecida en campos propios o de algún vecino, generalmente intermediada por los acopiadores de la zona.
Si esa semilla tiene un poder germinativo excepcional, podría ser incluso progenie de la progenie (es decir, F3). Pero es raro que se mantenga una capacidad tan transgeneracional de generar una planta saludable, o agronómicamente aceptable. En trigo, maíz y soja, esa potencia se suele perder luego de la 2da. generación, la F2. Durante la “Revolución Verde” de los ’60, hubo mucha selección artificial para lograr en la semilla el equivalente de la “obsolescencia planificada” de los artículos industriales, eso que descubrió Henry Ford charlando con los chatarreros: los autos jamás deben ser tan irrompibles que eviten la necesidad de comprar nuevos modelos. Del mismo modo, desde los ’60 ninguna semillera quiere que su producto retenga una capacidad germinativa tal que la vuelva innecesaria como proveedora.
Fuera de lo que quieran o no las semilleras, la naturaleza tiene la última palabra: las mutaciones espontáneas del genoma hacen que toda F1 pierda sus virtudes agronómicas originales en pocas generaciones.
Más allá de su color real, la “bolsa blanca” argentina carece de la marca de ninguna de las 2.616 empresas registradas como semilleras. Casi todas estas firmas son “multiplicadoras” (unas 900) o comercializadoras (más de 700). Las que meten mano en serio en la biología y tienen innovaciones reales son las “obtentoras”, que a fines del año pasado eran 337.
Pero las obtentoras en Argentina no podrían hacer gran cosa sin los laboratorios (mayormente estatales), de los que sale el know-how. A misma fecha, eran sólo 126. Si se consideran las redes de distribución, esta cadena de valor aquí empieza con científicos mal pagos y amenazados de cesantía en el INTA o en las Universidades Nacionales, y emplea directa e indirectamente a unas 90.000 personas que viven comparativamente mucho mejor que los investigadores. En lo que se refiere a la transferencia del conocimiento generado aquí en la Argentina, el complejo semillero argentino, que produce unos U$ 1500 millones/año, es como un tambo paradójico, cuyos dueños golpean y hambrean a sus propias vacas. De todos modos, el plato fuerte del “know how” biotecnológico que se vende en nuestro país no es local.
No es de esperar entonces que ese complejo trate bien a los productores. Desde que la AFIP declaró la guerra a la bolsa blanca, la gente de campo tiene que bailar la música que les ponen Monsanto (hoy disuelta dentro de Bayer), Nidera, Syngenta-Chem-China, Dreyfus, Dow-Dupont, BASF y DonMario (una nacional).
El manejo del estado que alcanzaron estas firmas impresiona. Si no es un inspector local de la AFIP pidiéndote declaraciones juradas de tus compras, será otro –con un bioquímico, un abogado y un oficial de justicia al pie- esperándote en el puerto de embarque. Si un test genético rápido indica que sos “legal”, tu carga sube al barco. Pero si tu embarque tiene una proporción de semilla salida de tus propias plantas o las de vecinos, como ha sido norma desde que se inventó la agricultura (hace entre 23.000 y 12.000 años), enfrentás la pérdida del flete, multas, decomisión de la carga, etc. La Ley de Semillas viene a legalizar un estado policial que se creó para cobrar retenciones, pero ahora opera ya no a beneficio del fisco sino de firmas de biociencias mayormente extranjeras.
Si la “bolsa blanca” fue la forma de resistencia soterrada de los productores en maíz, trigo y soja, ya desapareció totalmente en girasol y sorgo. Con estos cultivos no hay más semilla libre. Desapareció. Sea por la manipulación de la AFIP o la del genoma, estas semillas hoy sólo se venden “de marca”, es decir F1. Quien se atreva a sembrar girasol o sorgo antes tiene que hacer cálculos muy prolijos: cada siembra es una nueva compra. Ya no trabaja para sí mismo. Tiene socios involuntarios que usan el estado, pero no son el estado.
Este Nuevo Mundo Feliz tiende al monocultivo y a la “minería de nitrógeno y fósforo” del suelo. En él la agricultura familiar y campesina es legal y económicamente imposible porque la semilla libre desaparece, aunque la ley venga con algún saludo a la bandera incumplible “para el pobrerío”. En la Argentina, según cifras del “viejo” Ministerio de Agricultura de 2015, el pobrerío rural detenta el 20% del territorio cultivable, que en la práctica produce el 70% de la comida de los argentinos, provee el 53% del empleo rural y motoriza una parte no medida de los PBI regionales.
En EEUU, país que frecuentemente se cita aquí como referencia de seriedad, las semilleras lograron tal autoridad que han logrado sacar del mercado a firmas con las que objetivamente no tenían conflicto, pero cuya extinción abre posibilidades. Un ejemplo: las “limpiadoras” de semilla de avena, ese forraje básico. Como en las pasturas la avena crece mezclada con otras gramíneas de mayor duración pero menor poder nutritivo, la recolección de la semilla de avena suele ser “sucia” (contiene semillas de muchas especies).
Las “limpiadoras” yanquis eran PyMES transhumantes que iban recorriendo los campos de los “farmers”, ofreciendo los servicios de una vieja zaranda mecánica que concentraba la avena del farmer hasta una pureza lo suficientemente alta como para resembrar verdeos. Aquí todavía existen, en general como monotributistas minúsculos. Las leyes americanas permitieron que Monsanto y otras semilleras acorralaran a las limpiadoras estadounidenses a juicios hasta erradicarlas. ¿Para qué? Con ello lo “desmalezaron” el mercado como para poder venderte una avena “de marca”… en cuanto tengan alguna.
¿Y qué pasa con las obtentoras nacionales? Que los organismos regulatorios (CONABIA, SENASA) de nuestra agricultura odian autorizar “eventos” transgénicos locales desde 1991, cuando quedaron obligados a hacerlo. Para el funcionario argentino tipo de Agricultura (luego Agroindustria), “ponerle el gancho” a un evento nacional es un riesgo. No lo es, en cambio, autorizar automáticamente lo que viene con luz verde del Department of Agriculture de los EEUU. Licenciar la soja HB4 resistente a sequía, desarrollo de la ya célebre Dra. Raquel Chan, del CONICET, tomó 10 años, el trigo HB4 sigue sin autorizarse porque Comercialización tiene terror de que los ecologistas brasileños rechacen las harinas argentinas si traen algo tan tóxico como algunos genes de girasol, como es el caso de estas recombinantes de Bioceres. O eso arguye.
Pero cuando viene una sequía como la del verano pasado y se pierden U$ 7000 millones y quiebran miles de productores, la culpa es del clima, no de Agroindustria.
El artículo en que los viejos dirigentes de “La Mesa” de 2008 cruzan a las semilleras no tiene firma. Ergo, nadie quiere quemarse como individuo, pero todo el diario está alineado con ese pensamiento. ¿Qué piden “Los de la Mesa” esta vez? Que la ley cuide los derechos intelectuales de los obtentores, pero no desproteja a los usuarios, en su mayoría pequeños y medianos productores. Pasando del puro humo a la sustancia, dicen expresamente que el único momento en que los obtentores deben ver recompensada su inversión en investigación y desarrollo es en el momento de la venta de la semilla, punto. Pero que luego de ésta transacción, el obtentor no debe tener otros derechos sobre “los granos” (ahí están hablando de la progenie F2, es decir la primera) y tampoco sobre sus subproductos.
¿Hace falta aclarar lo de los subproductos? Monsanto, además de detener embarques en Argentina, solía tener inspectores en algunos puertos de destino para controlar si el biodiesel o los aceites o las harinas de soja venidos desde estas tierras “infringían sus patentes”, es decir si tenían trazas de semilla libre. Ahí paraban desembarques. Fueron (¿son?) un estado policial sin fronteras.
Si Bayer está hoy muy ocupada en borrar la imagen terrorífica de la firma que compró a U$ 63.000 millones, tendría que declarar que no va a seguir con esas prácticas. Pero aún si lo hiciera (y NO lo hizo), los productores argentinos podrían creer que el “sex appeal” corporativo de la firma comprada tal vez no residía tanto en su lista de “eventos” transgénicos a licenciar, como en su ejército internacional privado de abogados, jueces, diputados, senadores y lobistas.
Los ex integrantes de La Mesa piden también mantener un uso propio gratuito de la semilla limitado a la misma cantidad comprada. En cristiano, eso significa poder usar libremente las mismas toneladas de progenie que las de semilla “de marca” que adquirieron en varias campañas. ¿Cuántas? A negociar, se supone. Pero van un poco más lejos: piden que la multiplicación de semillas para sembrar en mayor superficie pague un canon previamente pautado, vinculado “razonablemente” a la magnitud de la compra original. ¿Cuán razonablemente? Están mandando una advertencia.
Terminan con que la ley debe ser de orden público, y con que el Estado (y se refieren al argentino) tiene que ser el único certificador de granos y subproductos tanto en el orden interno como externo. Si esto fuera así, parar un desembarque en destino sería desconocer la autoridad del estado argentino, un posible problema diplomático.
Para salir de modo tan innegable de su immovilidad histórica, los productores argentinos deben estar muy asustados de lo que se les viene encima. Este desacato al orden corporativo internacional en 2008 era impensable, y también en 2015. Por supuesto, un artículo en La Nación Campo no es lo mismo que salir a cortar las rutas. Pero esto de llamar pan al pan y “monopólicas” a las semilleras no sucedió jamás.
Daniel E. Arias