La liquidación del Plan Nuclear Argentino

Este verano perdemos la Planta Industrial de Agua Pesada (PIAP), que se muestra arriba. Nos costó a todos los argentinos mucho más de 10 años de trabajo, unos U$ 1.000 millones y hoy es la mayor del mundo. Fue hecha para aprovisionar de ese extraño líquido azulado a una flota de centrales de uranio natural de al menos 4000 MW. El portal “La Política Online” del 4 de diciembre informó: detrás de la movida está Mike Pompeo, el canciller de Donald Trump, antes de él Rex Tillerson, y debajo de ambos funcionarios coloridos y transeúntes, un grupo experto permanente y anónimo de la diplomacia nuclear de los EEUU.

El futuro de la PIAP está (¿estaba?) ligado a que la Argentina construya más centrales nucleares tipo CANDU, de uranio natural y agua pesada. Tenemos una de 684 MW, en Embalse, Córdoba, recién “retubada” para 30 años más. Por “performance” en disponibilidad y seguridad desde 1984 es la mejor del parque nucleoeléctrico argentino, y a lo largo de 30 años de servicio, estuvo repetidamente entre las 10 más confiables del mundo. También, por ser la única que tenemos con “tubos de presión”, piezas de manufactura 100% local, es la más sencilla y barata de construir.

Cualquier máquina que fisiona un uranio pobre, con apenas 0,71% de uranio 235 como el que sale de la corteza terrestre, necesita de agua pesada. Ese líquido “polentea” el combustible aumentando la disponibilidad de neutrones para la fisión.

La lista de centrales que usan agua pesada comprende dos rarezas técnicas como nuestras Atuchas I y II, con recipiente de presión, pero sigue con todas las 48 CANDU de tubos de presión operativas hoy en su país de origen (Canadá), en Argentina, en la India, en Corea, en China, en Pakistán y en Rumania, y se continúa con las 8 “CANDU-like” copiadas sin licenciamiento canadiense por la India, y se prolonga aún más con las 4 en construcción en ese país, y todavía se extiende con las 12 planificadas también por la India en su revisión de 2018, y se podrían incluir las 2 CANDU ACR licenciadas en 2014 por China, cuando llegue el pedido formal.

Las Atuchas, propuesta de la firma alemana KWU para el Tercer Mundo, combinar uranio natural y agua pesada con recipiente de presión, funcionan joya pero fracasaron comercialmente. El núcleo de una central con uranio natural es muy voluminoso. Encerrarlo en una cacerola descomunal de acero forjado capaz de resistir mucho más de 115 atmósferas de presión encarece mucho la obra. El recipiente de Atucha II, central mediana por potencia eléctrica, pesa 670 toneladas, más que el de centrales de uranio enriquecido con el doble de potencia. Fue el mayor del mundo hasta hace pocos años.

En contraste, las centrales CANDU se siguen “retubando” para 30 años más de vida útil, o construyendo y planificando. La dirigencia nuclear improvisada por el macrismo las da por muertas. La dirigencia nuclear permanente, otro funcionariado mucho más viejo, técnico, científico, profesional y menos de paso, recuerda el “Los muertos que vos matáis/gozan de buena salud” de Alarcón.

Matadores es lo que sobra. En mayo de este año, el entonces Ministro de Energía, Juan J. Aranguren dio de baja el proyecto de adquirir otra CANDU, en este caso china. Sin embargo, mantuvo la compra de una central Hualong-1 de igual origen y a uranio enriquecido al 4,45%. Este combustible es más reactivo y por ende usa agua liviana. Permite hacer núcleos más compactos y da un mejor quemado (45.000 MW/día/tonelada). La Argentina, sin embargo, tiene cero experiencia con centrales de uranio enriquecido, así como el mundo no tiene experiencia con la Hualong-1.

Es una máquina que China está construyendo en número de 4 en territorio propio mientras levanta apresuradamente 5 más en Pakistán, y de cuyo diseño está absolutamente orgullosa, y probablemente con causa. Su nombre se traduce como “Dragón Chino”. Es un icono que trata de implantar en el mundo el mensaje que la industria china se ha vuelto “high tech”. Pero todavía no hay ninguna en marcha.

La novedad, revelada por el gobierno durante el G-20, es que esta compra también se rescinde. No sólo se abandona la decisión a favor del uranio natural. El país la adoptó en 1967 para ponerse a salvo de apagones por boicot de importaciones de uranio enriquecido. Hay daños peores: queda a la deriva y para cierre la PIAP, la base de provisión de agua pesada de una futura flota de centrales CANDU o “CANDU-like” 100% argentinas.

Lo que está en juego es la supervivencia de buena parte de la CNEA, corazón de todo el Programa Nuclear Argentino, y por añadidura de INVAP, de NA-SA, de sociedades público-privadas como CONUAR, FAESA, DIOXITEK y de 140 empresas privadas contratistas. Por extensión, la “racionalización” de la CNEA dejará sin laboratorios de I&D también a nuestra única propuesta totalmente nacional de centrales de potencia, nuestro proyecto “de bandera”, el reactor compacto modular CAREM. Cuando se fractura el casco, los mástiles no se salvan del naufragio.

Del abundante humo del G-20, ésta fue la noticia más real para Argentina. Lo irónico es que si nuestro país fue convocado al G-22, precursor del G-20, no fue por el tamaño de su PBI, tampoco por vender mucha soja o por el éxito (?) de las reformas económicas de los presidentes Carlos Menem y Fernando de la Rúa. Argentina fue invitada como país experto para encarar el desabastecimiento mundial de molibdeno 99, la sustancia usada en el 90% de los diagnósticos por imagen nuclear de enfermedades serias.

Era inevitable abrirnos la puerta porque aquí, a diferencia de lo que sucedió en EEUU, la UE y Japón, la tragedia médica (encubierta) del molibdeno no ocurrió jamás, debido a las sucesivas repotenciaciones que le hizo la CNEA al viejo reactor de producción RA-3 en Ezeiza. Pero nos llamaron sobre todo porque en 2000 INVAP ganó por calidad (no por precio) la licitación del reactor OPAL de Sydney, Australia. Desde 2006 esa planta sigue siendo la mejor fuente de molibdeno 99 del planeta.

La compulsa por el OPAL en 2000 fue la más importante y peleada del siglo pasado. Esa victoria estableció a la Argentina como el exportador dominante en reactores de investigación y producción de radioisótopos. La oferta estadounidense no pasó ni siquiera la pre-calificación, nada demasiado memorable: desde 1987, INVAP casi siempre sacó del ring a la General Atomics en el primer round. Ya ni se presentan. Si Trump y Pompeo o Macri y nuestro canciller Jorge Faurie saben esto es indiferente. Pero los grises funcionarios del edificio Harry Truman, en las calles 23 y C de Washington, donde funciona el Departamento de Estado, lo recuerdan bien.

Observación personal de uno de los co-firmantes de este artículo, Daniel Arias: la Asociación de Personal de la CNEA y la Actividad Nuclear, APCNEAN, que hoy dirige el Dr. Andrés Kreiner, que también firma, es generalmente moderada. Resulta lógico de un gremio con muchos postdoctorados, graduados y técnicos de clase media. Pero esa asociación acaba de resumir la abdicación al modesto trono nuclear que se ganó el país en un documento titulado “No se puede volar tan alto y a la vez caer tan bajo”. Retomamos:

Respecto de los chinos, hoy el programa del Departamento de Estado (“reloaded” por guerra comercial explícita) es sencillo: no los quieren en Sudamérica (“Our backyard!”, nuestro patio, dicen en el edificio Truman). Menos aún los quieren en la “very unpredictable” Argentina, y menos que menos en el área nuclear argentina.

Respecto de nuestro país, el objetivo de esa burocracia eficaz y estable del edificio Truman no ha variado desde 1974: milita por el desbande por frustración profesional, jubilación adelantada, cambio de trabajo o emigración, de los grupos de ingeniería nuclear argentinos. Aprieta en silencio pero en forma constante con “non papers” (órdenes no oficiales en papel sin membrete) o moviendo a decenas de operadores locales en los partidos y los medios argentinos.

Más de una vez –entre fines de los ’90 y 2006- esos tipos casi lograron ganarnos por abandono, y se asombraron de que nuestro Programa Nuclear, aporreado y “groggy”, se levantara para seguir. Pero hoy, ya oliendo una victoria fácil y difícilmente reversible, van por el cierre de la Planta Industrial de Agua Pesada (PIAP) de Arroyito, Neuquén.

De todo esto, tan de tecnología nuclear por un lado y de política internacional por otro, muchos de nuestros compatriotas, incluidos los periodistas, no tienen ni idea. Sin embargo, pagan las consecuencias de su distracción con cada tarifazo eléctrico y del gas. El programa energético argentino actual es bueno fabricando quiebras y pobres.

La novedad de la semana pasada se puede ver como un intento de matar todos los pájaros de un tiro: echar a China de Sudamérica, desbandar elencos argentinos de investigación e ingeniería nuclear, y liquidar de una vez por todas esa insólita instalación en la estepa neuquina, la PIAP, que los EEUU consideran una afrenta a su forma de regir (o querer regir) el mundo.

La excusa (y los EEUU ya no las dan) es que con uranio natural y agua pesada se puede “cocinar” plutonio 239, el elemento del “carozo” de toda bomba nuclear, en reactores “ad hoc”, que no fabrican electricidad, “production facilities”. El Departamento de Estado sabe que jamás fuimos por ese rumbo. Lo que no soportó jamás es que esa decisión fuera nuestra: los elementos y la capacidad los tenemos y defendemos porque forman parte de nuestra autonomía tecnológica y energética. Pero este G-20 mostró la diferencia entre la hostilidad de siempre y una orden de liquidación.

Hasta 2022, Argentina interrumpirá toda compra de centrales nucleares de todo tipo y origen, con o sin agua pesada. Más de 800 nuevos expertos de 30 y 40 años, que pudieron entrar al ámbito nuclear en el estado o en las empresas privadas con la casi heroica terminación de Atucha II o el retubamiento de Embalse, hoy se preguntan si no harían mejor en mudarse a otras ingenierías o irse del país. Es exactamente el efecto que se busca.

Ámbito Financiero, diario más bien conservador, atribuyó la movida a la cancillería estadounidense. Pero de puertas adentro y al menos en los desconcertados ámbitos nucleares argentinos, circula que esto es un “bluff” para agradar al presidente Trump, aunque sin romper lanzas con el presidente Xi Jinping. Éste nos compra el 7% de nuestras exportaciones, entre ellas el 20% de las de soja, y podría darle cierta resucitación cardiopulmonar a la obra pública argentina (represas en el río Santa Cruz, mejoras ferroviarias en el Belgrano Cargas). Eso, en un año electoral, pesa.

Esto lo sugiere con argumentos más redondos el artículo de Carlos Burgueño en el ejemplar del 4 de diciembre de Ámbito Financiero. AgendAr lo reprodujo el mismo día. Nuestro portal añade que la Subsecretaría de Energía Nuclear mantiene un silencio de radio perfecto al respecto.

Si este intento de desmantelar el Programa Nuclear Argentino tendrá un éxito siquiera parcial, lo ignoramos. Han sido muchos y distintos desde los ’70 y el daño acumulado es inmenso. Un modo de medirlo: hoy penamos por comprarle centrales de potencia a China, cuando con 68 años en el negocio atómico deberíamos estar vendiéndolas a, por ejemplo, Indonesia.

Sin embargo, en el mucho más modesto nicho de los reactores de investigación, este año INVAP ganó el reactor PALLAS de Holanda, y dejó afuera a Corea y Rusia. Esto lo hizo INVAP, que este año no logra pagar los sueldos de sus directivos, a la cual el estado nacional le debe dinero desde 2015 y le sacó pedidos –de drones aéreos, entre otros rubros- por el 94% de su facturación. La virtud capital del sector nuclear argentino es su resiliencia.

En cuanto a la Subsecretaría, se inventó para subordinar nucleares a petroleros, es decir “gerenciar” la CNEA desde la Secretaría de Energía. Es como darle una computadora a un chimpancé: la va a romper, sin por ello conseguir más bananas. Por el contrario, si se le diera aire al sector nuclear para generar más electricidad, quedaría más gas exportable en Vaca Muerta.

La cuenta es fácil. Por cada 1000 MW nucleares instalados se librarían 1600 millones de m3 por año, que a U$ 5 el millón de BTU (British Thermal Units) permitirían exportar U$ 260 millones/año. Y eso sin llevarse puestos a tarifazos las PyMES y el tejido social, y minimizando el riesgo de y sin arriesgarse a una rebelión energética “a la francesa” como la que esperaba al presidente Emmanuel Macron al regreso del G-20. No hay que ser un genio para entenderlo.

Vamos en dirección opuesta, ninguna novedad ahí, pero acabamos de acelerar y pusimos 5ta, y eso sí es novedad. En dos meses la PIAP pasó de ser manejada por 450 expertos a 329, mientras la Subsecretaría habla de seguir vaciándola hasta dejar 100 personas. Da lo mismo 0 personas: sin su planta estable, esta joya de U$ 1000 millones de dólares se volverá chatarra rápidamente.

Otra vista de la PIAP. Por su aspecto descomunal y solitario, al lado de un cuerpo de agua y aislada de todo tejido urbano, los neuquinos la llaman “El Transatlántico”.

Repetimos: pasado el G-20 en el área nuclear argentina se están matando demasiados pájaros de un tiro. No es una jugada que exceda la falta de visión o la capacidad de complot de las petroleras, pero sí su poder.

Aquí hay algo nuevo. La orden con el átomo argentino de pronto se volvió “no se toman prisioneros”. Esto viene de más arriba. Se coló una megadosis de geopolítica. Delante de nuestros ojos está desarrollándose una lucha por áreas de influencia no muy distinta de “The Great Game”, nombre de la rivalidad de los imperios británico y ruso por la hegemonía en Asia Central a fines del siglo XIX.

Los EEUU entraron en guerra comercial y están defendiendo su autoridad sobre Sudamérica, un “backyard” ya muy asediado por China con inversiones de infraestructura. La inquina del Departamento de Estado contra el Programa Nuclear Argentino viene desde 1974, pero la lógica de querer desmantelarlo todo de golpe ahora (“racionalizarlo”, dice la Subsecretaría) es militar y llegó con la guerra de Trump. Es bombardear la cabeza de playa por la que China está intentando desembarcar en Sudamérica.

Compatriota: la cabeza de playa somos nosotros. Después le contamos por qué.

Dr. Andrés Kreiner, Físico nuclear, secretario general de APCNEAN

Daniel Arias, periodista científico