¿Arde París? No. Es la Unión Europea

Al menos 180 heridos y más de 900 detenidos en París, epicentro de los disturbios, y unos 1385 en todo el país, son los números informados por las autoridades francesas durante el cuarto sábado de protestas convocadas por los «chalecos amarillos».

En toda Francia salieron a las calles unas 125.000 personas, 10.000 de ellas en París, especificó el ministro del Interior, Christophe Castaner, durante una conferencia de prensa conjunta con el primer ministro Édouard Philippe. Nadie lo diría: parecieron millones. Madame La République es tierra socialmente díscola, y difícilmente se despeina por 125.000 movilizados. «Las fuerzas del orden han hecho que se respete la ley», subrayó Philippe, quien puso el acento en que ahora es momento para el diálogo.

Como sea, está en Francia el inaugurar nuevos tipos de revuelta popular, y ésta es la primera claramente energética de la posguerra. Se le puede echar la culpa al tarifazo de los combustibles líquidos, y a que el francés de a pie está en contra del efecto invernadero, pero en el fondo a favor porque prefiere seguir pagando poco la nafta o el gasoil de su «bagnole».

Sin embargo, la cosa es mucho más honda. En los años ’80, «La Edad de Oro» según los nostálgicos del presidente Francois Mitterrand, el 80% de la electricidad francesa era producida en centrales nucleares de la empresa estatal Électricité de France (EDF). Aquella Francia fue por lejos el país más nuclearizado de la historia, en materia eléctrica, y aquel donde el usuario pagaba la factura eléctrica más barata del entonces llamado Mercado Común Europeo.

Desde 2004 a hoy, sin embargo, el aporte nuclear a la matriz eléctrica francesa bajó un 17%, en parte porque desde los ’90 el estado ha hecho lo imposible por privatizar el negocio nuclear, a lo que el público se niega. En parte porque como consecuencia de lo anterior, el estado dejó de invertir en mejoras tecnológicas constantes en que hasta fin de siglo era la flota nucleoeléctrica más despampanante de la Tierra.

La central nuclear francesa tipo es de los ’70 o los ’80, con poquísima construcción nueva, y el costo de la factura domiciliaria e industrial subió tironeada por cada alza del barril de petróleo o del m3 de gas, que Francia importa, sin acompañar los descensos de los hidrocarburos cuando sucedían. Aún así, de los 14 de los 28 estados de la UE que producen electricidad nuclear, Francia fabrica la mitad: sobre más de 800.000 gigavatios/hora GWh), 403.195 eran franceses. Esta cifra el presidente Emmanuel Macron la quiere disminuir drásticamente, con el cierre de 14 centrales.

De algún modo, todo esto se informa en términos sumamente banales: los franceses aman demasiado las barricadas, o están aburridos de tanto bienestar posmoderno, o están simultáneamente a favor y en contra de los impuestos a las emisiones de carbono. Nada de eso. Éste es un asunto tecnológico y social ligado a si el estado sirve a la población o está pintado y para saqueo.

Los empleados del Syndicat Intercommunal pour le Gaz et l’Électricité, en el pico de la revuelta, anunciaron que reconectarían a la red a 12 millones de habitantes pobres con el servicio interrumpido por falta de pago. Y que además le desconectarían el servicio a las empresas que, como los supermercados Carrefour, estaban en conflicto por despidos masivos de personal. ¿Se entiende mejor, así?

Dado que las centrales nucleares producen potencia de base, disponible 24×7 durante más del 85% del año, es difícil que el bache en Francia (o en el Tibet, da lo mismo) pueda cubrirse con energías renovables (mayormente intermitentes). El cierre de centrales sería un modo «ecológico» (?) de volver a un mercado eléctrico dominado por el sector «Oil & Gas», del que Francia trató de apartarse desde 1973, tras el boicot petrolero de los países árabes hacia Europa, que paralizó el país.

Lo que Macron trae y la población urbana resiste a todo trance es un escape futurista hacia el pasado. La Total podrá estar de acuerdo con este modelo de negocios, pero en tanto el gas venga de «sitios conflictivos» como Rusia, Medio Oriente o África del Norte, los precios eléctricos subirán. Y en Francia -en cualquier país tecnificado- los precios eléctricos repercuten casi linealmente sobre los de la producción y distribución de alimentos. El modelo energético de Macron produce pobres. Los que se niegan a serlo, producen barricadas. Voila!

El ministro Philippe anunció que mañana el presidente Emmanuel Macron hablará por primera vez a la población desde que comenzó la movilización de los chalecos amarillos el 17 de noviembre último y que ya dejó cuatro muertos y más de 2.000 detenidos.

En las calles de Paris volvieron a verse automóviles ardiendo y negocios asaltados mientras los manifestantes intentaban levantar barricadas con las placas de madera con las que habían sido protegidos muchos negocios.

La Policía reprimió las protestas con gas lacrimógeno y camiones hidrantes en los alrededores de los Campos Elíseos. Fueron movilizados 89.000 efectivos de seguridad en todo el país, 8.000 de ellos en París, reforzados por vehículos blindados de la Gendamería.

Durante la mañana, los chalecos amarillos organizaron bloqueos o filtraron el paso de vehículos en decenas de lugares por todo el territorio francés. Las protestas se extendieron a otras ciudades del país, como en Burdeos, Toulouse, Marsella, Lyon o Nantes y a otros países como Bélgica y Holanda. El Gobierno francés ya había anunciado la suspensión de la subida de impuestos a los combustibles y al diésel durante 2019.

Resulta evidente que el aumento de los combustibles -que, recordemos, tenía por objetivo desalentar el uso de combustibles fósiles, en el marco de la lucha contra el calentamiento global- fue sólo el disparador de estas protestas. Una o dos veces por siglo, Francia se levanta y sus convulsiones se transmiten al resto del mundo.

No parece que la de esta vez tenga el peso histórico de la Revolución de 1789. Un Napoleón no está en el horizonte previsible. La revuelta puede «desinflarse» como sucedió en Mayo 1968. Pero de todas formas expresa que una gran parte de la sociedad encuentra intolerable la realidad que vive. Especialmente las ligadas a sus gastos de energía.

¿Es la «Europa de los banqueros», como alguna vez la llamó De Gaulle? No parecía haber banqueros en las barricadas. Las reglas de juego de la globalización financiera, que imponen un pensamiento único, una racionalidad tan inhumana como la del stalinismo? ¿El paulatino descenso en la calidad de vida de las clases medias europeas a partir de fines de los ’80, de lo que esto ha sido una consecuencia? Seguramente. Pero el rechazo se dirige también a la burocracia impersonal de Bruselas, que impone reglas abstractas sin un vínculo emotivo con sus pueblos. La anomia de la sociedad moderna, a la que el discurso globalista no da respuesta.

La identidad nacional resulta así el refugio de los hombres y mujeres a cuyas vidas el «sistema» no les da un sentido. Pero menos metafísicamente, esa gente es clase media que sigue queriendo ser clase media.

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