Los medicamentos para el cáncer y la guerra de los laboratorios

Productos Roche S.A.Q.e I. es la filial en Argentina de F. Hoffmann-La Roche Ltd., la firma con sede en Suiza, que con el nombre de Roche, a secas, ha llegado a ser el mayor productor de medicamentos del mundo. Y hace algunos años presentó una demanda contra la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (A.N.M.A.T.), la repartición del Estado argentino que tiene, entre otras, la misión de autorizar los medicamentos que se venden en nuestro país.

El asunto nos llamó la atención, y una conversación con amigos en el mundo de los laboratorios argentinos nos hizo saber que era sólo un incidente en una guerra mucho mayor. El mejor resumen del tema lo encontramos en una nota reciente de Jairo Straccia, de la que extraemos estos datos:

Está llegando a su fin una de las peleas de negocios más grandes de los últimos años en la Argentina. El laboratorio multinacional, Roche, y uno de los más grandes de nuestro país, Elea, disputan por una parte del mercado de medicamentos contra el cáncer. El drama incluye investigaciones de vanguardia, denuncias por posición dominante, acusaciones de prácticas predatorias, demandas contra ejecutivos y hasta la muerte de una paciente.

La puja de fondo es por dominar un negocio que mueve solo en la Argentina US$ 50 millones al año, con efecto cascada en la industria farmacéutica mundial, en montos que dejan muy chico ese número. Se trata además de la punta del iceberg de un debate global sobre cómo se financia la investigación médica, cuál es el costo de acceder a los tratamientos complejos y que riesgos tiene abaratarlos.

El dolor del diagnóstico de un cáncer, la templanza de los que luchan para superarlo hacen muy difícil pensar en los negocios que están detrás de los avances de la ciencia, las peleas por porciones de mercado, la fijación de precios y las estrategias para evitar o demorar la competencia.

Pero cuando a alguien le diagnostican, por ejemplo, alguna variante del linfoma no Hodgkin, un cáncer que comienza en los glóbulos blancos, debe aplicarse un tratamiento que incluye rituximab, un tipo de proteína, que forma parte de los medicamentos biológicos: moléculas que pueden “infiltrarse” en el sistema inmunológico y ayudarlo a detectar y combatir células cancerosas.

Desarrollar y poner en el mercado una molécula como el rituximab puede llevarles a laboratorios como Roche años de investigación y miles de millones de dólares de inversión. El premio es el monopolio de ese producto mientras dure la patente que reconoce el hallazgo y la posibilidad de fijar el precio que le cierre la ecuación por más caro que sea.

Así, desde que en 1997 Roche patentó esa proteína rituximab, fue su único proveedor en la Argentina y en la región, donde reinó con su producto de nombre comercial Mabthera, que cuesta unos US$ 4 mil la dosis de 500 miligramos y que compraban el Estado o la Superintendencia de Salud a través de licitaciones en las no tenía ningún competidor. Al menos así fue hasta que en 2013 venció la patente. Y como puede ocurrir en cualquier parte y ya había ocurrido en Europa, otro laboratorio, en este caso el argentino Elea, de las familias Sigman y Sielecki, desarrolló en su planta de Vicente López una molécula similar. Lo que sería “una copia” si fuera una sustancia química «de síntesis», tratándose de un medicamento biológico molecularmente idéntico es un biosimilar.

Tras conseguir la aprobación de la Administración Nacional de Medicamentos (Anmat) en 2014, finalmente salió al mercado con el producto Novex, a un precio más bajo. Y empezó a ganar mercado, además de sentar el precedente que se pueden hacer biosimilares en la Argentina y abaratar el costo de los tratamientos complejos. Era el comienzo de una pelea que dura hasta hoy». La Argentina viene produciendo biosimilares desde fines de los ’80, con Biosidus (entonces parte de la farmacológica local Sidus). No sin resistencias: las multinacionales con algún gran éxito de mercado tienden a creer en la inmortalidad de sus patentes. Países como Argentina o la India, que no bien vence alguna patente ya han desarrollado alguna vía tecnológica propia para obtener esa misma molécula bioactiva de otro modo, las sacan de quicio. No por nada el 60% del mercado farmacológico argentino está en manos de firmas locales, muchas de las cuales además exportan.

En esa pelea, que Straccia relata en detalle, ambas partes han planteado todo tipo de argumentos, legales y médicos. Para eso se pagan honorarios a los abogados y a los «expertos». El punto que nos parece importante rescatar es que ni Roche ni, por supuesto, Elea, cuestionan el concepto de biosimilaridad, una molécula indistinguible de la original; que tenga la misma seguridad y eficacia. La disputa pasa por determinar si el producto cumple con los requisitos necesarios. Los biosimilares son el equivalente de los genéricos. Aunque, en general, más caros.

De ahí, el papel clave de la ANMAT. Y la necesidad que el Estado argentino defienda a los laboratorios nacionales y, sobre todo, a sus ciudadanos, para que tengan las mejores y más confiables medicinas, a precios accesibles. Tarea que hoy no está cumpliendo con los jubilados, pero ese es otro tema.

Otro aspecto de esta historia que nos parece importante que los argentinos tengamos presente, es que las proteínas como el rituximab, las que pueden identificar y neutralizar células cancerosas en el organismo, se conocen como anticuerpos monoclonales (el medicamento de Roche lleva las letras “mab” en su nombre por “monoclonal antibodies”, en inglés).

Los «mabs» son enormemente selectivos, se parecen un poco a aquel ideal de «la bala de plata». En el caso del rituximab, ataca únicamente a la población de linfocitos que se está reproduciendo descontroladamente.

Tal vez la expresión «anticuerpo monoclonal» les suene familiar: fueron desarrollados como tecnología celular por un premio Nobel de Medicina 1984 llamado César Milstein, argentino, educado en nuestra universidad pública y luego emigrado a Inglaterra. En 1984, el mercado mundial potencial de los «mabs» de Milstein había sido valuado en U$ 500 millones… para empezar. Pero don César, defensor de la medicina pública, eligió no patentar su descubrimiento.

César Milstein
VIAPerfil