Una encuesta nacional, respondida años atrás por 816 investigadores de la Argentina y publicada en la revista Public Understanding of Science, reveló que los docentes y la lectura de libros son los principales impulsores de la vocación científica. Varias investigadoras en la Fundación Instituto Leloir, FIL, cuentan su historia en el marco del Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia: una fecha que la Asamblea General de las Naciones Unidas estableció para promover su acceso y participación plena y equitativa en este campo.
«La bioquímica y farmacéutica Andrea Llera, investigadora del CONICET y directora de la unidad “Genocan” (genómica en cáncer) del Laboratorio de Terapia Molecular y Celular de la FIL, evoca que su vocación científica más definida apareció alrededor de los 12 años, cuando se empezó a hacer preguntas que define como “filosóficas”. “Me interesaba todo lo que tenía que ver con cómo pensamos y cómo sentimos. Me acuerdo de que, en esa época, me compré un libro de la revista Scientific American con un compilado de artículos sobre neurociencias que me resultó muy difícil. Pero lo leía y lo volvía a leer para ver si entendía mejor”.
En su reconstrucción, la doctora de la UBA añade otra figura que le sirvió de inspiración: la mamá de su mejor amiga del colegio, una investigadora en farmacología del CONICET. “Me fascinaba su aura de mujer inteligente y sensata”.
Las migrañas intensas y cotidianas de su papá dispararon las inquietudes científicas de la bioquímica Mariela Trinchero, una becaria posdoctoral de la FIL que investiga la generación de nuevas neuronas en el envejecimiento. “Siempre me llamó la atención que le hicieran tantos estudios y que nunca pudieran descifrar por qué le ocurrían ni cómo tratarlas. Me di cuenta de que el cerebro era una estructura compleja y fascinante. Y que, hasta que no lográramos entender cómo funciona, no íbamos a poder curar las enfermedades que lo afectan”.
Algunos regalos de los padres pueden ser decisivos. María Eugenia Acuña Intrieri, una biotecnóloga de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) cuyo doctorado se centra en optimizar procesos para la producción de medicamentos biológicos, resalta el microscopio que le trajo un día su mamá, médica. “Me fascinó”, subraya. Y añade que también la entusiasmaron las prácticas de laboratorio en el secundario.
La bióloga y doctora en bioquímica María Laura Cerutti, investigadora del CONICET en la FIL que aborda la producción de proteínas de interés para terapias de salud humana o veterinaria, dice que en su casa las conversaciones relativas a las ciencias duras eran habituales: su papá era ingeniero y su mamá, docente de física y matemática. Pero recuerda en particular el día en que su padre volvió del trabajo con un gran juego de química y un microscopio. “Visto a la distancia, creo que eso terminó de trazar tanto mi destino como el de mi hermana (también científica)”.
Los docentes fueron especialmente claves en los casos de las doctoras Laura Morelli, María Fernanda Ceriani, Giovanna Gallo y de la genetista Cecilia Costigliolo Rojas. “Me gustaba leer y estudiar. Pero también tuve en la escuela secundaria una excelente profesora de química que me incentivó a seguir bioquímica. Me aburrían los trabajos rutinarios y me estimulaba formar parte de proyectos desafiantes e interdisciplinarios”, comenta Morelli, integrante del Laboratorio de Amiloidosis y Neurodegeneración en la FIL, investigadora del CONICET y directora del Programa de Medicina Traslacional para Innovaciones en Investigación, Diagnóstico y Tratamiento de la Enfermedad de Alzheimer.
“Me enamoré de la biología durante la escuela secundaria… particularmente cuando una increíble (apasionada y severa) docente de biología nos acercó (bah, obligó a leer) un libro que describía lo que se sabía hasta ese momento sobre las células. Toparme con ese nivel de complejidad en ‘algo’ invisible a mis ojos me deslumbró”, cuenta Ceriani, jefa del Laboratorio de Genética del Comportamiento en la Fundación Instituto Leloir, investigadora principal del CONICET y ganadora del Premio Nacional L’Oréal-Unesco Por la Mujer en la Ciencia 2011. Y continúa: “También me marcaron otros ‘descubrimientos’ (para mí) como las leyes básicas de la herencia o cómo funciona nuestro sistema inmune….eso definió qué carrera seguir y aún la orientación (biología molecular). Lo más maravilloso es que después de 25 años de profesión y muchas tesis dirigidas, me siguen emocionando los resultados inesperados e incomprensibles (en un principio)”.
Gallo, por su parte, señala que siempre se interesó en el funcionamiento del cuerpo humano y en las razones por las cuales una persona se enferma y recupera su salud. “Pero fue en el colegio secundario, con una profesora de biología que me transmitió toda su pasión por esa ciencia, cuando entendí que también era la mía”, recuerda la bióloga molecular graduada en la Universidad Nacional de San Luis y doctorada en la UBA, quien ahora investiga la relación entre las fallas en el plegamiento de las proteínas y ciertas enfermedades congénitas.
En tanto, Costigliolo Rojas, una becaria posdoctoral de la FIL que estudia cómo las plantas se ajustan a diferentes condiciones de luz y de temperatura, reconoce la influencia de profesores del secundario y de la universidad (en Misiones) “que demostraban un enorme entusiasmo por la ciencia y la investigación”.
En el caso de la bióloga Cecilia Borassi, quien realiza su doctorado en la FIL estudiando los mecanismos de vegetales para absorber nutrientes, a su curiosidad natural se le sumó un “laboratorio” familiar propicio: la huerta de sus abuelos. “Disfrutaba de ver todo el proceso desde que plantábamos las semillas hasta que se originaba la planta adulta”, destaca. Y agrega que también la inspiró una profesora de biología “genial, que demostraba pasión por lo que hacía y nos hacía investigar sobre los temas que daba”.
A Lila Ramis, veterinaria graduada en la UBA, el amor por los animales la llevó a la ciencia. “Muchas de las enfermedades zoonóticas no poseen vacunas, y encontré la oportunidad de aportar desde otro lado una posible solución”, afirma la becaria doctoral, quien ahora investiga mecanismos moleculares de la bacteria de la brucelosis.
Los padres de Sofía Polcowñuk se conocieron mientras estudiaban biología, pero por la necesidad de trabajar no pudieron completar la carrera. Lo que sí hicieron fue transmitirle la pasión por la naturaleza, evoca la bióloga egresada en la Universidad Nacional del Comahue y futura doctora que investiga en la FIL los ritmos circadianos en la mosca de la fruta. “Mi casa siempre estaba llena de revistas de plantas, insectos y biología marina, como las de Jacques Cousteau, ¡yo siempre las leía y me encantaban!”. El ejemplo de un tío, biólogo especializado en ecología, también potenció su inclinación.
“Transcurrí mi niñez en contacto con científicos y me gustó la idea de trabajar de `descubridora´, que era mi mejor definición de esa profesión que parecía divertida y poco monótona”, aporta por su parte la doctora Vanesa Gottifredi, jefa del Laboratorio de Ciclo Celular y Estabilidad Genómica de la FIL, investigadora del CONICET y ganadora de varios premios. Los años trascurridos desde entonces no apagaron aquel entusiasmo inicial. “Lo que me fascina de ser científica es que estoy convencida de que mi granito de arena va a ser parte de algún cimiento o de alguna viga en la construcción de la humanidad”.
El amor por la ciencia ha sido en todas ellas más fuerte que las dificultades. De acuerdo con un reciente informe del Instituto de Estadística de la UNESCO las mujeres constituyen solo un 28% de los investigadores a nivel mundial, pero representan sólo el 3% de los ganadores del premio Nobel. “Si bien este es un camino sembrado con rosas espinosas, la gratificación de trabajar para lograr una mejora o alternativa en las terapias es inmensa”, reflexiona Cerutti.