Fernando Del Corro, periodista y profesor de Historia, rescata la epopeya de un pionero de nuestra industria.
«Corría el mes de julio de 1911, 108 años atrás, cuando la primera fábrica de automóviles que funcionó en el país lanzó sus productos al mercado, los cuales, al breve tiempo de su fabricación, se exportaron a Europa donde triunfaron en importantes competencias internacionales al igual que en la propia Argentina y la región, llegaron a ser utilizados por grandes personajes y hasta facilitaron el desarrollo de la primera flota nacional de taxímetros.
En enero de 1912, seis meses más tarde, desde el puerto de la actual Ciudad Autónoma de Buenos Aires se embarcaron hacia Francia los tres primeros automóviles exportados desde este país, y casi de inmediato, para publicitar el producto en el Viejo Mundo, se remitieron algunos más destinados a participar en competencias deportivas.
Así, uno de ellos, piloteado por el dueño de la empresa fabricante y diseñador, el ingeniero Horacio Anasagasti, se impuso en ese mismo año a lo largo de 1.515 kilómetros en la carrera entre París y Madrid, y poco después otro de esos vehículos, tripulado por el ingeniero Brown, ocupó uno de los primeros lugares, luego de 1.332 kilómetros, en la prueba entre Boulogne Sur Mer y San Sebastián, en el País Vasco, del cual era oriunda la familia Anasagasti.
El 26 de setiembre de 1912, Anasagasti resultó cuarto en su categoría y decimoséptimo en la general sobre 106 participantes, y el 6 de octubre siguiente se impuso en el kilómetro lanzado en la Course de Cóte de Gaillón, a un promedio de 97,3 kilómetros por hora, para despedirse de las competencias, tiempo después, del otro lado del Río de la Plata, en la Montevideo-Salto-Montevideo.
Horacio Anasagasti fue el más importante de los pioneros de la industrialización argentina. Abandonado a su suerte en aquellos tiempos, durante el predominio de los últimos gobiernos conservadores y el primero de los radicales ligados al modelo agroexportador, hoy apenas es recordado con una calle que lleva su nombre en el barrio porteño de Palermo y una avenida en San Carlos de Bariloche, en su condición de cofundador del Parque Nacional de Nahuel Huapi.
Incluso tuvo menos suerte que ese gran innovador de la industria automovilística estadounidense, Preston Tucker -víctima de las maniobras de Ford, General Motors y Chrysler, en combinación con el presidente Harry Trumann y reivindicado por el cineasta Francis Ford Coppola en “El hombre y sus sueños”-, ya que ambos llegaron a producir 50 vehículos; pero mientras los socios del “Tucker’s Club” recuperaron 46, de Anasagasti se sabe sólo la supervivencia de 2.
Uno de los dos autos de Anasagasti que aún permanecen visibles se encuentra en el museo que la Fuerza Aérea tiene en Morón, Provincia de Buenos Aires, y había sido utilizado para traccionar aviones, ya que Anasagasti fue un gran impulsor de la aeronavegación argentina, al punto que colaboró con la entonces recién creada Dirección Nacional de Aviación del Ejército Argentino, años más tarde liderada por el general ingeniero Enrique Mosconi, convertida décadas después en Fuerza Aérea.
El otro auto se encuentra en el Club de Automóviles Clásicos de San Isidro, también en la Provincia de Buenos Aires. Tal vez algún coleccionista guarde alguno en Europa, como que uno de ellos fue propiedad del rey español Alfonso XIII, u otro esté perdido en un gallinero del interior del país, como se detectó con otros vehículos históricos.
La mayor parte de esos 50 coches fabricados fue a manos de los taximetreros porteños, que los utilizaron hasta avanzada la década del ’20.
Anasagasti fue el segundo en fabricar autos en el país (el primero había sido Manuel Iglesias, que en 1907 construyó un prototipo en la ciudad bonaerense de Zárate). Nació el 18 de setiembre de 1879, en el seno de una familia de “acaudalados vascos”, según recuerda Christian Berschi en su biografía.
Como tal, ya a los ocho años, en 1887, había conocido a los primeros automóviles llegados al país, como un De Dion Boutton, un Daimler, un Holsman y hasta un Locomóvil, lo que lo entusiasmó con la mecánica y así, a los 23, en 1902, se recibió de ingeniero, discípulo ya del gran Otto Krausse.
En 1907, cinco años más tarde, ganó una beca, y tras visitar los Estados Unidos de América, viajó para trabajar en Milán en la fábrica Isotta-Fraschini, de donde volvió con uno de sus autos, una bacquet de dos plazas, con la que participó en varias competencias. Poco después, en 1908, con Ricardo Tráver y José Gálvez abrió una concesionaria en la actual avenida Alvear 1616 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, para representar en la Argentina a la misma Isotta-Fraschini.
Anasagasti también se dedicó a escribir sobre cuestiones técnicas en la revista “La Argentina Automóvil”, como también recuerda Berschi, sobre “Fórmulas empíricas que dan rápidamente el poder máximo efectivo en caballos vapor de los motores de explosión” y sobre “Aceros especiales usados en la construcción de automóviles”.
Pero no pasó mucho tiempo que esa sociedad se disolvió y creó otra nueva, en la que aportó el 99% del capital, denominada “Anasagasti y Compañía”, que fue presentada el 30 de diciembre de 1909. En el interín, entre 1909 y 1910, ocupó la vicepresidencia primera de la Sociedad Científica Argentina, fundada en 1892.
Inicialmente, el nuevo taller, donde tenía como socio ultraminoritario a Luis Valdrei, y del que más tarde surgieron los automóviles, fue promocionado como proveedor de “motores para autos, aeroplanos y vehículos agrícolas”.
Fue durante la Exposición Internacional de Ferrocarriles y Transportes Terrestres realizada en Buenos Aires en 1910, cuando Anasagasti obtuvo su primer reconocimiento técnico, al lograr el Gran Premio por la presentación de una caja de velocidad de cuatro marchas hacia adelante (en ese entonces sólo se conocían las de tres) y retroceso, en su primer gran aporte a la industria automotriz mundial.
Ese mismo año, viajó a Francia donde se conectó con la firma Ballot y Compañía, de los hermanos Ernst y Edouard Ballot, los que entusiasmados con Anasagasti le proveyeron varios motores y los moldes de madera para la fundición de piezas, según señala Berschi.
Fue sobre la base de esos motores que diseñó el sistema de lubricación forzada, la que hoy utiliza el ciento por ciento de los automotores en el mundo y comenzó a producir blocks, cárteres, cigüeñales, cajas de velocidad, diferenciales, suspensiones y carrocerías y, ya en 1911, bielas, puntas de eje, cardanes, elásticos, palieres, mecanismos de dirección y otras partes.
En julio de 1911, presentó su auto terminado, con el motor Ballot modificado por él (algunos autos se hicieron con impulsores Janvier), y lo estrenó en carreras el 17 de setiembre, ganando, bajo su pilotaje, con el seudónimo “Samurai” en la carrera Rosario-Córdoba-Rosario, tras lo cual viajó a Europa con los resultados ya adelantados.
En 1912, fue cofundador del Touring Club Argentino (TCA), como escisión del Automóvil Club Argentino (ACA), entidad cuyo primer presidente fue el entonces director del diario La Prensa, Exequiel Paz.
Su ausencia para competir en Europa, donde llegó a presentar en competición un Fórmula Uno de aquellos tiempos, hizo que las finanzas de la empresa tuvieran dificultades, sobre todo por los atrasos en los pagos que debían efectuar sus adquirentes taxistas, a lo que se sumó el cierre de las exportaciones a Europa por la Primera Guerra Mundial y, por este mismo motivo, las dificultades para obtener las partes importadas. Ese fue el fin de esta empresa pionera y de esta historia sobre ruedas.
El ingeniero Horacio Anasagasti, que tuvo su fábrica en la intersección de las actuales Arenales y Cerrito, en el barrio de Retiro, en la Ciudad de Buenos Aires, fue además un innovador tecnológico y un anticipador de la legislación social de décadas más tarde. Fue así a tal punto que sus operarios trabajaban sólo ocho horas, percibían los salarios más elevados de la época y hasta se les entregaba un ventilador para soportar mejor la temperatura y una jarra con jugos de fruta.
Tanto fue el sueño despertado por Anasagasti entre su gente -muchos inmigrantes que habían llegado con un alto grado de especialización técnica-, que cuando la crisis hizo que hubiera que cerrar la fábrica en 1915, aquéllos le presentaron una propuesta de trabajar sin salario, que no fue aceptada. Así, con grandes esfuerzos, se bajó la persiana definitivamente en 1920, durante la gestión de Hipólito Yrigoyen y con Domingo Salaberry como ministro de Economía».