Brasil: átomos, represas y deforestación. El camino a Bolsonaro – I

A la izquierda, las centrales brasileñas Angra I y II, o cómo un paraíso paisajístico se volvió un infierno político para el Programa Nuclear de nuestros vecinos.

Cualquiera que mire un mapa -político, económico- de la América del Sur, puede darse cuenta que Brasil y Argentina serán socios o enemigos. Como Francia y Alemania en Europa. Por eso decidimos en AgendAR empezar con la publicación de este trabajo de Daniel Arias.

La mayor parte del material forma parte de una historia del programa nuclear argentino que Daniel publicó hace años en mi blog personal. Esto está enfocado en Brasil, pero tiene lecciones para el presente y el futuro argentino.

¿CÓMO SE LLEGÓ A UN PRESIDENTE QUE SE PROPONE TALAR EL AMAZONAS?

  1. El primer fracaso fue comprar “llave en mano”

El presidente Jair Bolsonaro acaba de lograr que Brasil sea declarado “aliado preferencial extra OTAN” por el presidente Donald Trump. Hemos estado allí: con Carlos Menem tuvimos ese misma distinción otorgada por el presidente George Bush, y no nos fue bien. Pero Bolsonaro acaba de ser distinguido por otro sector de la política estadounidense: la élite que lee el New York Times, lo considera una amenaza planetaria, por el impulso que le dio a la deforestación del Amazonas.

Podríamos pasar de esta disputa entre un magnate hotelero y la prensa liberal yanqui si no fuera por esto: si hay alguna verdad en el asunto y la selva amazonica efectivamente desaparece, desaparecen también las lluvias en la llanura chacopampeana, es decir en los dos ecosistemas agroganaderos más importantes de la Argentina.

Brasil tiene quilates en esto de hacer desaparecer grandes bosques. Entre 1920 y 1970 “se cargó” entera la Mata Atlántica, que después de la selva amazónica y el bosque siberiano, era la tercera masa forestal del planeta. Los relictos discontinuos que quedan de ella no suman el 7% de su extensión de preguerra y hoy son reservas estatales o parques nacionales, entre ellos el que compartimos en forma transfronteriza, el de Iguazú. Cuando Antoine de Saint Exupéry con sus monomotores franceses inauguró la Aeroposta, primer correo aéreo entre Río y Buenos Aires, decía que una plantada de motor en cualquier punto de la costa brasileña era matarse: la masa forestal costera era tan alta y cerrada que, salvo por tal o cual playa, no había ninguna chance de hacer un aterrizaje forzoso. Hoy de eso no queda casi nada.

Las causas por las cuales Bolsonaro odia el Amazonas son diversas: su educación militar hace que lo vea como un sitio donde el estado brasileño tiene poco poder, en parte porque en 1988 se le otorgó constitucionalmente a las etnias que viven allí y a las cuales él desprecia visceralmente. La selva, amparada hasta hace poco –y bastante mal- por la ley y el estado, administrada por la población original, es un enclave relativamente resistente al “Big Business” maderero, minero y agropecuario.

Pero como representante de un país básicamente hidroeléctrico, Bolsonaro ve la selva amazónica como el futuro enchufe de Brasil, una reserva de “potencia de base” fácilmente transformable en teravatios/hora. Y se equivoca por completo. Si tuviera un poco de visión histórica y conocimiento tecnológico –y algunos de los militares brasileños los tienen- sabría que Brasil está energéticamente contra las cuerdas por el fracaso de su programa nuclear pacífico. Y trataría de sacarlo de su actual marasmo.

El programa nuclear brasileño capotó social y económicamente por causas que se entienden mejor retrocediendo a los ’60, y hablando –entre otros temas- de la bomba atómica y el Mercosur. Son causas-raíz de que hoy Bolsonaro está tratando de hacer con el Amazonas lo que Brasil ya hizo con la Mata Atlántica. En aquella década decisiva, los ’60, la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) recibió mandato del presidente Arturo Illia para construir su primera central nuclear en 1965, y su combustible lo propuso también la propia CNEA al año siguiente a un presidente muy distinto, el general golpista Juan Carlos Onganía, que acató el consejo. NADIE en la política argentina, fuera civil o militar, desechaban una opinión experta de la CNEA. Otros tiempos…

Por eso aquí, a diferencia de México y Brasil, elegimos centrales a uranio natural. En buena medida, lo hicimos para desmalezar el terreno de propuestas yanquis para Atucha I (había 18 oferentes, y queríamos llegar a 2). Pero fundamentalmente, abjuramos de las compras “llave en mano” para apropiarnos –hasta donde pudimos, y pudimos en un 100%- de la tecnología alemana y de la canadiense, las ofertas alternativas en uranio natural.

Brasil decidió imitar a los países con gran desarrollo nuclear, y hacer sus centrales con uranio enriquecido. Como quien dice, pisó el palito. Mientras aquí se decidía si Atucha I se hacía con tecnología canadiense o alemana, en Brasil la propuesta de Westinghouse para la central de Angra I venía avanzando viento en popa contra las de otros cinco oferentes. Ganó en 1971, 5 años después de que aquí, en la Argentina, en un final cuello a cuello en que parecía destinada triunfar por una cabeza la oferta canadiense, pero … Überraschung!, a último momento ganó la alemana. Porque el oferente, KWU, literalmente le regaló Atucha I a la CNEA con tal de no quedarse afuera del Programa Nuclear Argentino. Así de importante era para una multinacional atómica ganar pie en Argentina.

En Brasil algún diablo metió la cola en Angra 1, y en las centrales que siguieron. Construida en 14 años en lugar de 6, ya comisionada y operando, Angra 1 tenía tantas salidas de servicio por desperfectos que su factor de disponibilidad entre 1986 y 1994 fue de apenas el 55%. Era un aparato nuevo y de buena marca: tendría que haber estado en un 80%, lo típico de las máquinas de los años ’70. Durante 8 años, la operadora Eletrobras y la constructora Westinghouse se echaron mutuamente la culpa, mientras los cariocas, siempre listos para la cargada, apodaron el fierro “A Vagalume” (la luciérnaga), porque se prendía… y apagaba. A partir del ’94, se logró aumentar la disponibilidad al 71%. Sigue siendo poco para una PWR de esa marca y año de diseño.

Pero las cosas se empiojaron aún más.

Brasil se había coordinado diplomáticamente siempre, en forma bastante reservada “ma non troppo” con la Argentina. En lo nuclear, éramos competidores tecnológicos pero socios diplomáticos a rajatabla. Nos cubríamos las espaldas el uno al otro: éramos los dos retobados de la región que se negaban a firmar el Tratado de No Proliferación (TNP) de 1968 por considerarlo incompatible con nuestras respectivas autonomías tecnológicas. Lo era. Y sigue siendo.

Más allá de que desde 1964 gobernaran los militares, todas las clases dirigentes brasileñas veían con simpatía todo lo que sigue, y que es muy difícil de hacer si uno ha firmado el TNP:

  • Enriquecer uranio, al 3 o 4% para sus centrales y a valores muy superiores para motorizar un submarino atómico.
  • La eventual construcción de un reactor plutonígeno, el reprocesamiento de su combustible para extraer plutonio,
  • Usarlo el plutonio en una bomba, y testear ésta bajo tierra, “con fines de ingeniería” (apertura de puertos, canales y otros grandes movimientos de tierra).

Obviamente lo de «la geoingeniería extrema» es discurso para la gilada pero no hay quien se lo crea y tampoco es original: los brasileños se amparaban en la propuesta del programa “Ploughshares” de la USCEA, la Comisión de Energía Atómica de los EEUU. Su director era Glenn Seaborg, premio Nobel de química en 1951 por la identificación de 11 elementos artificiales más pesados que el uranio. Seaborg ofrecía amablemente dar este servicio a países en desarrollo, obviamente usando bombas estadounidenses.

Sucesor de Humberto Castelo Branco, el siguiente presidente militar Artur Da Costa e Silva tomó la idea prestada, obrigado, seu Glenn, sólo que prefería llevarla a cabo con artefactos propios. Y rebautizar las bombas como “cosas que explotan”, supuestamente para no alarmar. Eso, dicho en el hermetismo habitual del Consejo de Seguridad Nacional, se publicó curiosamente sin censura: en suma, nuestros vecinos iban por todo. Y lo decían.

Nuestros generales se alarmaron muchísimo, pero por suerte no eran quienes tomaban las decisiones en este campo: las firmaban, que es distinto. En la CNEA, el almirante Oscar Quihillalt y la muchachada nuclear criolla se encogieron, pragmáticos, de hombros: “Veamos hasta donde los dejan llegar los yanquis, y luego, si hace falta, los alcanzamos caminando”. Previsiblemente a los primos los EEUU no los dejaron llegar lejos. Y como resultado, las relaciones carnales de Brasilia con Washington, tórridas hasta entonces, se congelaron bastante.

Brasil ocupa la mitad de Sudamérica y limita con 10 estados: nació imperio antes de ser república, y no se olvida de ello. En comparación con ellos, en materia de querer ser la subpotencia regional, la Argentina nunca fue Heidy, pero a fuerza de fracasos económicos seriales está obligada a ser más modesta y realista. Por empezar, nunca quisimos meternos en una carrera armamentista nuclear con Brasil, porque eso habría dejado sin un peso al programa nucleoeléctrico y el desarrollo de tecnologías de exportación competitivas. Habría sido seguir el camino militarista que a partir de 1974 tomaron la India y Pakistán, cuyos arsenales hoy suman unas 400 armas termonucleares, pero que son incapaces de exportar reactores nucleares de investigación. Nosotros, en cambio, somos el primer exportador mundial. Y por ahora somos el único país con una planta de potencia compacta modular, o SMR, el construcción, el CAREM. Y los SMR probablemente serán el futuro de la nucleoelectricidad.

Promediando los ’60, la CNEA sabía que si los brasileños efectivamente lograban llegar a una bomba, ponerse a la par no nos costaría demasiado. Ya sabíamos mucha ciencia de materiales y suficiente de radioquímica, dos pilares de la ingeniería nuclear, aprendida en los laboratorios de combustibles de la CNEA, porque nada de ello se enseña, vende o publica. Y en materia de construcción, con los RA-1, 2 y 4 funcionando, el RA-3 inaugurado y el RA-6 en construcción, veníamos haciendo aparatos mucho más complejos que los llamados “plutonígenos”. Nuestros vecinos, en parte por su costumbre de comprar “know how” estadounidense y europeo de todo tipo como transferencia de tecnología anexa a la adquisición de fierros, en construcción nuclear habían avanzado menos.

Los argumentos de nuestra capacidad para hacer una bomba, si a Brasil se le daba por ir por ese camino, aquí tenían la contundencia de lo visible y tangible: reactores formando nuevas camadas de expertos, fabricando los primeros radiofármacos de la región, y una primera planta nucleoeléctrica en construcción con un 31% de participación nacional que incluía sistemas electromecánicos, y la fabricación local del combustible. La CNEA usó todos estos argumentos para calmar a nuestro generalato.

Desde comienzos del período militar brasileño iniciado con el golpe de 1964, los sucesivos generales-presidentes hicieron saber a Buenos Aires que verían con simpatía algunos intercambios “colaborativos” de tecnología nuclear, en los que era obvio que seríamos más dadores que receptores. Dado que los nuevos ricos de Sudamérica eran más ellos que nosotros, por plata nos habría convenido, y por diplomacia, más aún. Pero aquí el Ejército no quiso saber nada de transferir know-how argento hasta tanto no se negociara el uso compartido del Paraná, cuyas alta cuenca los brasileños venían represando sin preguntarnos, y a velocidad de escape.

Quienes hoy combatimos exitosamente las canas mediante la calvicie, recordamos que en nuestras peludas mocedades el tema del Alto Paraná alarmaba no poco a Juan C. Onganía, Roberto Levingston y Agustín Lanusse, la tríada de generales que sucesivamente dirigió a la Argentina entre 1966 y 1973. Si Brasil en una sequía histórica cerraba todas esas compuertas para “encanutar” agua turbinable, ¿qué iba a quedar para represar en la entonces futuras hidroeléctricas de Yacyretá y Paraná Medio, aguas abajo?

Represa de Itaipu

(Continuará)

Daniel E. Arias