Manuel Sadosky es uno más de los miles de buenos ejemplos que nos ofrece la historia de la inmigración en la Argentina. Sus padres, ucranianos que debieron huir de la persecución rusa, se afincaron en Buenos Aires en 1905. Allí, don Natalio ejerció la profesión de zapatero, dispuesto a esforzarse para darle a sus hijos un mejor bienestar que el propio. En el caso de Manuel, nacido en 1914, el objetivo se cumplió con creces: el gran matemático fue una de las mentes más brillantes de los agitados años 60.
En 1957, siendo vicedecano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, se encaminó con el decano Rolando García y la profesora Rebeca Guber hacia un proyecto de gran repercusión: dotar a la Universidad de Buenos Aires con la primera computadora. El primer problema a resolver fue dónde conseguir los 400 mil dólares para comprarla. La ayuda provino del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) que entonces era presidido por el doctor Bernardo Houssay, quien no se mostró muy entusiasmado con la idea. Pero algunos amigos en común intercedieron y, de esta manera, gracias al aporte económico de la institución, la facultad pudo iniciar la búsqueda.
Cuatro empresas se presentaron a la licitación: la inglesa Ferranti más las estadounidenses IBM, Remington y Philco. La comisión designada para elegir la computadora adecuada optó por la Ferranti, de Manchester. La sencillez del lenguaje que utilizaba -Autocode-, creado en la Universidad de la mencionada ciudad inglesa, fue una de las importantes ventajas que se tuvieron en cuenta.
La Mercury de Ferranti arribó al puerto de Buenos Aires en noviembre de 1960. El desembarque demandó unas semanas y se armaron algunas partes. De todas maneras, faltaba acondicionar el sitio que se había elegido para su instalación: el segundo piso del Pabellón 1 de la Ciudad Universitaria, que en ese tiempo estaba en construcción. Por fin, el 15 de mayo de 1961, la computadora se encontraba ubicada en su lugar y lista para ser usada. ¿Su medida? El recubrimiento metálico para los catorce gabinetes del procesador más los cuatro que contenían la memoria (de cinco kilobytes) medía unos catorce metros y medio de largo por dos de alto y cincuenta centímetros de profundidad.
Todos se referían a ella como «la máquina». Sin embargo, pronto pasó a tener nuevo nombre. Se la llamó Clementina debido a que vino preparada para ejecutar, con sencillos bips, la canción «Oh my darling Clementine», muy popular en Inglaterra aún hoy que su música sigue oyéndose en los estadios de fútbol. En Buenos Aires, el gusto iba en otro sentido: fue programada para ejecutar ciertas óperas y «La Cumparsita».
Una profesora llegó desde Manchester para ofrecer un curso de cinco días a los encargados de diseminar el conocimiento en nuestra tierra. Ante el entusiasmo general, se fundó el Instituto del Cálculo, donde Clementina fue la herramienta vital. Según los expertos, la máquina resolvía en un segundo lo que a cualquier humano le demandaba una hora y media.
Así fue como Clementina se convirtió en la eficaz auxiliar de los especialistas en matemática aplicada. Realizaba cuentas matemáticas para establecer pautas en el sistema de ahorros y préstamos, para el estudio de los ríos patagónicos, para resolver cálculos astronómicos, por ejemplo, para establecer la órbita del cometa Halley. Unas cien personas trabajaban con «la máquina», bien dispuesta a efectuar censos comerciales, análisis del funcionamiento de reactores nucleares, investigaciones cardiológicas y traducciones, como ser del ruso al español.
El envión dado por Clementina en el mundo universitario (ya se usaban algunas computadoras en empresas), llevó a que la Facultad creara, en 1963, la carrera de Computador Científico. Por su parte, la Universidad Católica Argentina compró su propia máquina, a la que bautizaron Carolina.
En 1966, con la caída de Illia y la reacción universitaria ante la decisión del gobierno de facto de intervenir las universidades, los claustros fueron desalojados en la acción represiva denominada la Noche de los Bastones Largos. Sadosky marchó a Montevideo para continuar con el desarrollo de la computación. También allí impulsó la compra de una máquina. Una más de aquellas moles hoy superadas incluso por nuestros teléfonos, pero que iniciaron el fructífero camino de la computación.
Clementina fue «jubilada» en 1971 luego de diez años de servicio. La tecnología daba grandes pasos y era necesario no perder el ritmo. En esa oportunidad, la revista de La Nación le dedicó a la máquina pionera una extensa nota firmada por Horacio Chaves Paz, titulada: «Una lágrima por Clementina».