(La primera parte de esta nota está aquí, y la segunda aquí)
3. Fabricantes de pesadillas
¿Cuándo empezamos a provocar deliberadamente este tipo de fenómeno, las tormentas de fuego? No hace mucho. La primera intencional la Luftwaffe la provocó, a modo de experimento, la noche del 14 de Noviembre de 1940 una noche glacial, despejada y sin viento en la ciudad inglesa de Coventry.
El aire helado y quieto potenció la diferencia de temperaturas entre la base de los incendios y la atmósfera, y por ende la velocidad de las térmicas en ascenso, y por ende el vacío generado sobre el centro de Coventry, que generó vientos arremolinados que fogonearon y unificaron rápidamente miles de focos de fuego en una térmica única. Esos vientos a nivel del suelo levantaban camiones y personas del piso y los arrojaban por el aire al alto horno que se había organizado en el “downtown Coventry”, en cercanías de la catedral gótica. A los muchachos de la aviación de Göring las cosas le salieron mejor de lo que esperaban: mataron a 20.000 británicos en 12 horas.
Winston Churchill recorre las ruinas ya frías de Coventry en noviembre de 1940
También clasifican como tormentas de fuego algunas devoluciones de cortesías del Bomber Command de la RAF, que tenía sus propios meteorólogos, deseosos de reproducir, con errores y aciertos, lo que habían visto en Coventry. Sin embargo su jefe, Arthur “Bomber” Harris, descubrió que no es nada fácil crear tormentas de fuego, incluso en ciudades viejas llenas de edificación de madera, de vehículos con tanques de nafta, de estaciones de servicio y de arsenales, un mix mucho más combustible que los bosques.
Harris –aunque trató con obstinación y las calcinó con incendiarias- nunca logró crear verdaderas tormentas de fuego en Berlín, en Munich o en el cinturón industrial de la cuenca del Ruhr. Se requiere de aprovechar o provocar condiciones atmosféricas límites, y no sólo de temperatura absoluta sino en la cantidad de calor generada, y sobre todo de su concentración en el espacio y el tiempo.
Dos aciertos de Harris fueron las tormentas de fuego perfectas que provocó en las ciudades alemanas de Hamburgo (el 27 de julio de 1943, 46.000 muertos), y la de Dresden (el 13 y 14 de febrero de 1945, 25.000 muertos). Hasta agosto del ’45, Harris fue el mejor fabricante de pesadillas nocturnas de Europa.
También fue un acierto –pero de un tercer aviador, el general Curtis Le May- otra tormenta de fuego de 3 días de duración, consecuencia del estallido de la bomba atómica “Little Boy” sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Ese incendio masivo mató al menos a 55.000 personas de las 135.000 que –se estima- murieron en aquel bombardeo con una sola bomba.
Los números son inciertos: se cree que en Hiroshima 80.000 personas murieron inmediatamente por los efectos radiantes y termomecánicos del fogonazo inicial de Little Boy: irradiación con infrarrojo, luz visible, rayos X, gamma y neutrones, onda de choque y derrumbe de estructuras. Sin embargo, la cifra de quemados y asfixiados subsiguientes de Hiroshima es una trabajosa reconstrucción del censo urbano. Nunca se la pudo verificar en términos forenses, por la desaparición de casi todos los cadáveres.
Es que en la base de las “térmicas” ascendentes, los adoquines se derriten y arden materiales normalmente considerados no muy combustibles, como el asfalto y el aluminio. Ese calor es más que suficiente para volatilizar todos los tejidos humanos, incluidos huesos y dientes, y en Hiroshima hubo más de 1000º C. El pirocúmulonimbo provocó incluso lluvia (negra, densa como sopa y de yapa, radioactiva). Ésta fue la que apagó la tormenta de fuego. Lo cual es una rareza: los pirocúmulonimbos no provocan lluvias.
La peor “casi tormenta de fuego”, sin embargo, fue la que generaron 270 bombarderos B-29 cuando derramaron 1665 toneladas de municiones incendiarias (napalm y fósforo blanco) sobre Tokyo la noche del 9 al 10 de Marzo de 1945. Esa decisión de Le May mató entre 75.000 y 200.000 habitantes de la capital japonesa, cifras todavía debatidas por el mismo problema forense de cadáveres volatilizados que luego se vio en Hiroshima. Lo definitivo es que las estimaciones en el rango superior superan la de las víctimas sumadas de los ataques nucleares ulteriores y sucesivos de Hiroshima y Nagasaki.
Los expertos discrepan sobre el éxito de Le May en Tokyo. Los puristas, como Samuel Glasstone y Philip Dolan, dicen que hay cuatro condiciones de mínima para armar una verdadera tormenta de fuego urbana: 1) al menos 40 kg. de material combustible por m2 de terreno, 2) un área encendida de no menos de 1,3 km2 que además tenga 3) al menos la mitad de las estructuras encendidas simultáneamente, y por último, 4) vientos de superficie menores de 12 km/h. La dificultad de reunir estos cuatro requisitos explica, según el físico David Hafemeister, que sólo el 5% de los intentos de la aviación aliada de provocar tormentas de fuego en Alemania haya tenido éxito.
El rol del viento de superficie, entonces, es ambiguo: sin duda, fogonea cualquier incendio aportándole oxígeno, pero a partir de los 11,5 km/h. parece desorganizar la formación de las células de convección típicas de una tormenta de fuego. Y estas células, cuando se arman, hacen la diferencia.
Significativamente, el bombardeo de Tokyo, llamado “Operación Meetinghouse” por Le May, no llegó a tanto. Aquella noche nevada en Tokyo fue distinta de la helada con calma chicha que tanto había ayudado a Göring en Coventry. En la bahía de Edo la noche del 9 al 10 de marzo soplaban vientos de superficie de hasta 45 km/h desde el mar, y desarticularon la unificación de los focos de incendio bajo la “chimenea” de una única térmica organizada.
Las fotos aéreas de Tokyo el 10 de mayo de 1945 muestran 4 enormes focos dispersos, no uno solo, y grandes plumas de humo sopladas tierra adentro por el viento que llega desde la bahía de Edo. La imagen no parece en absoluto la de una tormenta de fuego.
Tormenta o no, las miles de térmicas desorganizadas fueron lo suficientemente violentas como para que el olor a carne humana asada hiciera vomitar a los tripulantes, que volaban a menos de 3000 metros para afinar la puntería, y también para que algunos B-29 se desequilibraran por el embate de esas corrientes ascendentes y cayeran a tierra. Parece haber sido el destino de algunas de los 27 superfortalezas volantes que en la mañana del 10 no regresaron a sus bases de Saipán y Tinian.
En cuanto al ataque sobre Nagasaki, el 9 de agosto, la bomba “Fat Man”, pese a ser al menos 6 kilotones más poderosa que la de Hiroshima, no logró más de 40.000 muertos. Eso sucedió por la interposición de nubes bajas (la bomba explotó a 580 metros de altura) y de una colina. Ambos factores atajaron parte del fogonazo de infrarrojo y luz, lo que evitó la ignición simultánea de todo el casco urbano. Para frustración de Le May, tampoco en esa ocasión hubo tormenta de fuego.
En suma, que incluso a 3 notables hijos de puta como Göring, Harris y Le May les resultó difícil generar tormentas de fuego sobre urbes mucho más combustibles que cualquier bosque natural. Y eso valió incluso con el uso de un arma nuclear. En contraste, en Australia a fin de año ardían 18 tormentas de fuego naturales simultáneas, como no las podrían haber generado estos tres genocidas sumando intenciones y medios tecnológicos.
Y es que los humanos todavía no inventamos fenómenos meteorológicos nuevos: a lo sumo podemos copiar los naturales. Lo que sí hemos logrado generar, a fuerza de recalentar la atmósfera y los mares desde 1780, es establecer nuevas condiciones climáticas en que estas cosas suceden solas y con frecuencia cada vez mayor.
Si hay un indicador de hacia adónde va el mundo es que los fuegos australianos son espontáneos. Aquí en Sudamérica los incendiarios de bosques rarísimamente van presos. Más bien, pese a la legislación, son alentados por intendentes, gobernas, policías y jueces para ampliar la frontera agropecuaria, el PBI nacional y/o la recaudación impositiva local. Independientemente de quién gobierne, si dependiera del estado y no del termómetro, se sembraría soja y criarían vacas hasta en la base antártica Marambio.
Así desapareció “El Impenetrable” chaqueño, así el bosque andinopatagónico pasó de de 5 a 2 millones de hectáreas durante el siglo XX, pese al paraguas legal de la Administración de Parques Nacionales. Es el más robusto, por federal, también el más odiado por “las fuerzas vivas” locales, y alcanza 1,5 millones de hectáreas de árboles.
Sin embargo, cuando el estado nacional se desvanece, los árboles también. Parte de la tormenta de fuego de Villa La Angostura, en 1999, no tuvo por culpable al habitual chacarero pobre que necesita robarle una o dos hectáreas a las lengas para poner 5 ovejas más (pero luego perdió el control del fuego). Esa tormenta –dijo Ivandic- la desataron nuevos actores: cretinos que saben que el bosque quemado produce gírgolas a pasto, hongos por los cuales los restoranes finolis pagan sin hacer preguntas.
En contraste, los australianos conforman una sociedad menos anómica: no hay pequeños incendiarios para poner presos por quemar el país, ni un presidente Jair Bolsonaro, como en Brasil, instando a los productores a pegarle fuego a la selva.
Hay, eso sí, una sociedad con un nivel de vida altísimo gracias a las exportaciones de carbón, con una huella de carbono descomunal para tan pocos habitantes, y que se cree muy protectora de la naturaleza por tener granjas eólicas y solares y 57 parques nacionales, pero, eso sí, ninguna central nuclear. Si costó 3 años de lucha política por parte de las autoridades nucleares australianas para que sus compatriotas aceptaran reemplazar su viejo reactor inglés HIFAR por el OPAL, de INVAP. Y desde 2006, el citado OPAL ya permitió el diagnóstico precoz y/o la terapia de unos 450.000 australianos con enfermedades circulatorias y oncológicas severas.
Dígale al australiano tipo que, según todas las agencias científicas de las Naciones Unidas, en Chernobyl la radiación mató a 31 bomberos y otros 20 casos dudosos, y que en Fukushima, a 9 años de la catástrofe, todavía no murió ningún irradiado. El aussie promedio se le va a reír en la cara. Añada que un pellet de cerámica de uranio enriquecido al 3,4% chico como una quinta parte de una pila AAA tiene tanta energía térmica potencial como 1 tonelada de bauxita o lignita, pero no emite carbono.
En este pellet de cerámica de dióxido de uranio enriquecido al 3,4% hay tanta energía térmica como en una tonelada de carbón… pero con cero emisiones de dióxido de carbono.
Dígale que, en contraste con Chernobyl y Fukushima, en el “Sábado Negro” del verano de 2009 en Australia murieron 180 de sus propios compatriotas, en buena medida porque 1/3 de la electricidad mundial se sigue fabricando a carbón, en parte gracias a lideres como Donald Trump, Scott Morrison, Angela Merkel, los antinuclearistas del carbonífero, y a sus votantes. Señálelo cuando diga esto.
Siendo los australianos gente de pocas palabras, la mayor parte le responderá con un dedo medio enarbolado y otros le llenarán la cara de dedos. Pero algunos se quedarán dudando.
Es interesante que estas cosas ahora se empiezan a debatir públicamente en los medios de Sydney y Canberra, mientras respiran humo como jamás antes. Y el que todavía van a respirar…
Lo dicen los Redondos; “El futuro llegó hace rato”. Y lo confirma el Martín Fierro: “No hay nada como el peligro / pa’ refrescar a un mamao”.
Daniel E. Arias