La epidemia que mata 9 millones de personas por año: aire contaminado

La atención de los medios y las redes sociales se dirige hacia el nuevo coronavirus, el COVID-19. Está justificada. Pero el 13% de todas las muertes en Buenos aires está asociado con este aerosol químico que llamamos “aire”. No debemos permitir que se naturalicen otras amenazas, más graves, a la salud humana, porque no son noticia. Los invitamos a leer esta nota de Daniel Arias:

EL SMOG YA MATA 9 MILLONES DE PERSONAS POR AÑO

Para deshonra de tres grandes matadores (las tabacaleras, los fabricantes de armas y los vectores animales de enfermedades infecciosas), el smog es el verdadero “killer” de este momento de la historia humana.

Un estudio publicado la semana pasada en Cardiovascular Research dice que en 2015 mató prematuramente a 8,8 millones de personas, es decir más que la suma de las víctimas del cigarrillo (7,2 millones aquel año), de la malaria (600.000) e incluso de los que sucumbieron a todo tipo de violencia entre personas, incluidas las guerras (aquel año, 530.000).

El artículo confirma notablemente las conclusiones epidemiológicas de otro estudio aparecido en 2018, llamado Global Exposure Mortality Model, que estimó 8,9 millones de decesos anuales. Las cifras casi idénticas de ambos modelos surgen del análisis de estadísticas del mismo grupo de 16 países. El artículo de la semana pasada da detalles.

  • La mayor parte de los muertos por smog tiene más de 60 años
  • El acortamiento promedio de expectativa de vida de los muertos por smog es de 3 años
  • Las causas de muerte más frecuentes son las enfermedades cardiovasculares, muy por encima de los cánceres de pulmón, las infecciones respiratorias y la enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC)
  • El componente más letal del smog son las partículas de hollín menores de 2,5 micrones, o PM 2,5 en la jerga, productos de la combustión incompleta de carbón o de hidrocarburos líquidos y gaseosos
  • Las áreas de mayor mortalidad por contaminación aérea son las ciudades de Extremo Oriente y del Sudeste Asiático. Las menos afectadas son las de Europa Occidental, donde los controles de contaminación aérea son los más severos del planeta.

Incluso los epidemiólogos se sorprenden ante las inevitables comparaciones con otras causas de mortalidad prematura. Las gripes estacionales pandémicas liquidan cada año a entre 291.000 y 646.000 personas sin salir en los diarios, y por ahora son bastante más mortales que la pandemia de coronavirus COVID-19, que registra 3300 muertes en 2 meses sobre 100.000 casos.

Pero ningún virus logra todavía empardar la mortalidad del vulgar, banal y ubicuo smog.

Thomas Münzel, cardiólogo del Centro Médico de la Universidad Johannes Gutenberg en Main, Alemania, que encabezó el estudio de Cardiovascular Research, lo resumió así: “Creemos que nuestros resultados muestran que hay una pandemia de contaminación aérea”. Chocolate por la conclusión. Pero la gente lo ignora.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) evita toda vez que puede la palabra “pandemia”, por políticamente incómoda, y hasta el año pasado estimaba 7 millones/año, por encima de estudios anteriores a 2015 que apuntaban más bien a 5 millones de muertes prematuras/año. O eran subrregistros, o el problema prácticamente se duplicó.

Que el impacto más importante del smog sea cardiovascular antes que respiratorio (cánceres, infecciones y EPOC) tiene explicaciones inmunológicas. Las PM 2,5 son muy penetrantes. Contienen hidrocarburos e incluso metales pesados que logran ingresar a la sangre a través de los alvéolos pulmonares, y causar un estado inflamatorio crónico de los epitelios arteriales. Esto a su vez predispone a formación de ateromas, y por ende a futuros infartos o accidentes cerebrovasculares, sean obstructivos o sangrantes.

Beijing envuelto en el smog habitual.

El citado Münzel cree que los cardiólogos deberían prestar más atención al smog, que en estos días decayó a casi una nota al pie en la polémica sobre la necesidad de descarbonizar las matrices energéticas del mundo.

Los efectos climáticos de la quema de combustibles fósiles son, sin duda, causas masivas de muerte por recrudecimiento de tormentas, sequías, inundaciones, deslaves, pérdidas de cosecha, deterioro o escasez de agua potable, migraciones y guerras. Pero esa mortalidad climática nos acompañó siempre, es difusa y su aumento resulta difícil de encerrar en un número incontestable.

Una mortalidad por smog de 9 millones/año es una cifra tal vez menor, pero más entendible. Por ejemplo, triplica el número de porteños. Pero ningún guarismo es tan expresivo como la pérdida de expectativa de vida. Imagine que le digan que iba a vivir hasta los 90 pero, por su hábitat urbano, a Ud. le acaban de robar 3 años.

Bueno, se lo acabo de decir.

¿Y POR CASA CÓMO ANDAMOS?

La Plata en 2008, fue enterrada en el humo de los incendios en el delta del Paraná.

El smog está matando casi 9 millones de personas/año, indican 2 estudios recientes, y la mayor parte de los muertos son asiáticos.

¿Y por casa cómo andamos? Cualquiera que vuelve en ferry a Baires desde Uruguay en una madrugada clara y sin viento nota que nuestra ciudad, a diferencia de Montevideo, más marítima y ventilada, parece enterrada en una gran nube lenticular.

Esa nube tiene un color marrón violáceo claro, está tendida de horizonte a horizonte y ostenta un borde superior curvo definido (los meteorólogos lo llaman “la boina”). Del mismo emergen, indecisas, las cumbres de las torres del centro porteño, y las de los partidos costeros vecinos.

El tamaño de esa lenteja descomunal de aerosoles enmudece. De Norte a Sur, a veces llega desde Campana hasta La Plata, y hacia el Oeste, llega hasta los confines de La Matanza. Allí adentro vivimos 15 millones de personas. Eso es smog fotoquímico, oriundo en un 80% de los motores de combustión interna, con un 20% añadido por fuentes fijas: centrales termoeléctricas, sobre todo, y fábricas con procesos en caliente.

Eso es lo que respiramos. “La boina” no se forma todos los días. Lo normal es que el sol caliente la tierra, ésta haga lo propio con las capas inferiores de la atmósfera, y que la diferencia de peso específico y temperatura con el aire más frío en las alturas hagan el resto: el aire caliente, menos denso, se desprende en grandes burbujas invisibles que van subiendo en espiral, las llamadas “corrientes térmicas ascendentes” por los pilotos de avión. El aire frío –y relativamente menos contaminado- de las alturas a algún lado tiene que ir, y baja a llenar el vacío generado en la base de la columna en ascenso. Esa circulación convectiva, en células, no hace desaparecer el smog a nivel del suelo, pero dispersa altitudinalmente sus contaminantes. Da un alivio.

Sin embargo hay cada vez más días en que el aire en lo alto está tan caliente como el del suelo o incluso más, y entonces esa dispersión convectiva no funciona y Buenos Aires se ahoga en smog, aplastado de modo perfectamente visible –la boina- en los primeros 100 metros de altura por la llamada “inversión térmica”. La palabra “inversión” indica que lo esperable según el manual sería que el aire de altura sea más frío. Pero bueno, a veces no sucede.

Como consuelo para porteños, la inversión es peor en las ciudades rodeadas parcial o totalmente de sierras o montañas, como Córdoba o Mendoza. Ahí el aire frío de las cumbres baja de noche por las laderas al centro urbano, y al amanecer inhibe la convección en su base justamente en la hora pico de tránsito, cuando el sol está oblicuo y débil, y el suelo no se ha calentado lo suficiente como para generar térmicas.

Dado que el aire urbano ya era mucho más impuro que el campestre en la antigua Roma (y eso con la sola ayuda de la quema doméstica de leña y las siete famosas colinas para generar inversiones térmicas), en este mundo dominado por motores de combustión interna se entiende que la contaminación aérea es inherente a la modernidad.

La OMS trata de fijar valores de referencia prácticos para los máximos permisibles de contaminación. No son inaccesibles si se fijan políticas duras de emisión. Lo han hecho ciudades otrora famosas por su smog: Londres, Nueva York y San Francisco, todas hoy con mejor calidad de aire que Baires, Córdoba o Mendoza. “Políticas duras” significa “durísimas” en el caso del Reino Unido, que dentro de 12 años prohibirá la venta de todo vehículo con motor de combustión interna, incluso si es un híbrido térmico-eléctrico.

El smog cubre la Ciudad de México el 17 de marzo del 2016. Por primera vez en más de una década, la municipalidad tuvo que declarar un alerta ambiental durante cuatro días al alcanzar la contaminación un nivel que es más del doble de lo aceptable. La contaminación de la capital se agravó cuando la Corte Suprema suspendió una medida por la que los autos no podían salir a la calle seis díasi al mes. (AP Photo/Rebecca Blackwell)

En los ’40 México DF era famosa por su aire puro. Hoy lo es por el peor smog de Latinoamérica.

El umbral a partir del cual la OMS considera peligroso y tóxico el aire urbano es cuando llega a 10 µg/m3 de PM 2,5, (en criollo, 10 microgramos de particulados finos por metro cúbico). Pero ups, en la mancha urbana metropolitana argenta estamos un 40% arriba, en 14 µg/m3, y eso nos está costando, “grosso modo”, más de 5.000 muertes/año.

¿Se puede estar peor? Claro que sí. San Pablo, Brasil, anda con 19 µg/m3 de partículas PM2,5 (un 90% arriba), Beijing con 85 (un 850% arriba), y Nueva Delhi, campeona mundial en contaminación aérea, ostenta 122 µg/m3, 1220% por encima del techo fijado por la OMS.

¿Qué es lo que se puede / debe hacer?

(Continuará mañana)

Daniel E. Arias