La epidemia que mata 9 millones de personas por año: aire contaminado. Soluciones

Parejas bailando con máscaras en el smog de la ciudad de Fuyang, provincia de Anhui, China, en 2017

La primera parte de esta nota está aquí.

¿Qué es lo que se puede / debe hacer?

Hay una evidencia abrumadora de que la quema de combustibles fósiles es responsable del aumento global del promedio de temperaturas. Pero hay algo más evidente: produce smog, las partículas de hollín menores de 2,5 micrones, o PM 2,5 que matan a unos 9 millones de personas por año.

¿Se entiende por qué China, con 45 centrales nucleares activas, tiene 18 en construcción y decenas más planificadas, y la India, con 22 activas, está construyendo 7 más? Los ciudadanos de ambos países asiáticos se están muriendo por smog en cantidades incomprensibles. China admite decesos por esta causa de 400 mil/año, pero un estudio retrospectivo del Health Effects Institute, que analiza cifras desde 1990 en adelante y que se publicó en abril de 2018, indica que son más bien 1,6 millones/año. Y añade que aún cuando China está logrando descensos de PM 2,5 en varias ciudades grandes, el daño sobre la población juvenil, adulta y madura ya está hecho y es irreversible.

En Argentina mueren 15.000 personas/año por contaminación aérea. Es una cifra con raíces demográficas: el 95% de la población argentina ya es urbana, y no se necesita ninguna gran ciudad para generar smog. Lo sorprendente es que en 2 años respirando aire urbano nacional juntamos más argentinos muertos que el Proceso en sus 6 años de desapariciones y ejecuciones extrajudiciales. O que en un año, simplemente respirando, duplicamos nuestras muertes por accidentes de tránsito.

La iluminación solar puede ayudar a dispersar el smog por convección (a veces), pero su componente ultravioleta lo perfecciona. Descompone y recombina sus componentes primarios, básicamente hidrocarburos parcialmente oxidados, compuestos orgánicos volátiles, óxidos de nitrógeno y azufre y monóxido de carbono, en ozono troposférico, ácidos nítrico y sulfúrico y otras moléculas hiper-reactivas que atacan los epitelios respiratorios.

Al escribir esta nota copié casi sin cambios el título del artículo disparador, aparecido en el Science Times. Éste decía escuetamente que el smog está matando más gente que el cigarrillo, la malaria y las guerras sumados. Pero mucha más gente.

Es obvio que el smog nos hace fumar a los no fumadores desde la cuna a la tumba, y que su mix de productos de combustión contiene muchos más tóxicos y de peor calaña que los del tabaco. Es obvio que jamás en la historia humana se produjo tanto smog como en este momento, y tampoco hubo antes tanta gente expuesta al mismo, porque desde 2008 la población rural mundial ya se puso en minoría frente a la urbana. Y es evidente que el smog nos mata. Lo único sorprendente de los últimos estudios, que miden entre 8,8 y 8,9 millones de muertes/año, es en qué medida nos mata, y con qué pocas consecuencias políticas. Hasta ahora.

Pero no hay olla que no se destape ni deuda que no se salde. Año complicado, éste, para las industrias basadas en el carbono fósil. Por un lado, está la revuelta juvenil mundial contra el recalentamiento del clima, que la prensa boba vive comparando con el “Mayo Francés de 1968”. La diferencia es que ésta no es una lucha francesa, ni se dirige contra la política externa de los EEUU, ni va a ceder tras un mes de furia.

No es ni siquiera un fantasma que recorre Europa, al decir de Karl Marx. Es algo mucho mayor y más perdurable. Es un intento confuso y desorganizado de vastos sectores de la sociedad mundial por cambiar la matriz energética de la electricidad y el transporte, porque la actual no sólo causó ya un desastre climático creciente y tal vez ya irreversible, sino otro epidemiológico: el smog nos está matando más o menos a la misma velocidad con que liquidaba a nuestros abuelos la 2da Guerra Mundial. Aún caótica, despolitizada y aprogramática, esta lucha contra el carbono fósil se está volviendo mundial, y aunque venga sin garantías de éxito, ya no va a parar.

A eso se debe y se suma la migración creciente y sin regreso de los grandes fondos de inversión y de pensiones tradicionalmente apalancados en los hidrocarburos. Se mudan a rubros menos desprestigiados de la economía. Y también está la seguidilla de quiebras en la hasta hace una década inatacable industria del carbón en EEUU: las minas cierran incluso defendidas y subsidiadas por el presidente Donald Trump, quien liquidó por decreto 85 reglamentaciones de la Environment Protection Agency (EPA) para “darles aire”.

Y aún con todos los subsidios y protecciones de Trump Mission Coal  y Westmoreland Coal hicieron bancarrota en 2018, Trinity en marzo de 2019, Piney Woods en abril de ese año, Cloud Peak Energy en mayo, Cambrian Holdings en junio, Blackjewel y Blackhawk en julio, y siguen las firmas. Hasta un total de 11 cierres, según Standard & Poors, colapsos de corporaciones que en ayer nomás en 2010, cuando producían el 50% de la electricidad de EEUU, parecían imposibles. Los yanquis se van de cabeza a las renovables. El carbón hoy sólo produce el 27% de la electricidad estadounidense, y descontando.

Y ahora se añade este par de hallazgos epidemiológicos, uno europeo, el otro estadounidense. No eran 5 millones de muertos prematuros/año por el smog. Tampoco 7. Eran casi 9. Epa.

Aún así, un tercio de la electricidad mundial se sigue fabricando con carbón, el más contaminante de los combustibles fósiles, la matriz eléctrica argentina se obstina en mantener ese origen térmico en un 70% creado por Carlos Menem, y los medios siguen publicando pavadas acerca de la energía nuclear.

Es para repensar las cosas. Según cálculos de Pushker Karesha y James Hansen, del Goddard Institute de la NASA, dados a prensa por la agencia espacial estadounidense en 2013, al sustituir fuentes fósiles de electricidad entre 1971 y 2009, la energía nuclear evitó 1800 millones de muertes por contaminación aérea.

¿Y Chernobyl, entonces? Menos de 100 muertos según 2 agencias científicas de Naciones Unidas: el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) y el Comité Científico para el Estudio de las Radiaciones Ionizantes (UNSCEAR, en inglés). En disidencia parcial, la OMS, que indica 4000. En disidencia también HBO, la productora que produjo la miniserie británica «Chernobyl», que inventa 90.000 muertos, y es excelente por guión, actuación y fotografía. Pero su contenido histórico y científico es tan respetable como el de «Game of Thrones».

Lo que surge a la vista de los últimos estudios sobre el smog es que Karesha y Hansen se quedaron cortos. El smog es LA pandemia del siglo y el átomo por ahora parece lo único eficaz para hacerle frente. La producción eléctrica causa el 40% del smog mundial. Hay que rehacer algunas cuentas torcidas: Ud. podría estar entre los argentinos que se salvaron de un bobazo gracias a las Atuchas I y II y Embalse. Pero el daño por el smog que Ud. respiró de nuestra gran flota de centrales térmicas ya está hecho: le robó 3 años de expectativa de vida. Y a mí también.

Desde 2011, tras el accidente nuclear de Fukushima, que sigue sin tener un solo muerto por causas radiológicas, Alemania empezó a cerrar sus 17 centrales nucleares, algunas de ellas casi nuevas. En 2022, no quedará ninguna.

Desde que empezó a cerrar sus nucleoeléctricas, Alemania se volvió el país con mayores emisiones de carbono de la UE (y con la electricidad más cara). Su duplicación de capacidad instalada eólica y fotovoltaica en la última década soterró el tierra adentro y el mar afuera de molinos, y los techos de pesadas placas azuladas. Impresionante esfuerzo. Pero esa inversión apenas produjo un 13% y un 8% más de electricidad respectivamente. Y de yapa, intermitente y en el caso del viento, impredecible.

A diferencia de la electricidad nuclear, que en Alemania tiene factores de disponibilidad del 93% anual (340 días) y salidas sólo para mantenimiento programado o recarga de combustible, a las instalaciones eólicas hay que respaldarlas constantemente con centrales de carbón “en parada caliente”. En éste estado, están listas para entrar en la red al toque de que se caiga el viento aquí o allá, o que un tren de nubes de lluvia dejen las placas fotovoltaicas casi a oscuras. Mientras eso no sucede, esas centrales de carbón contaminan al cuete.

El término técnico de contaminar al cuete hoy por hoy es “respaldo térmico”. Por supuesto, con respaldo caliente nuclear, en lugar de térmico, uno podría multiplicar sin límite la flota de centrales eólicas y solares y el resultado sería probablemente muy bueno, medido en descenso de contaminación atmosférica. Pero a un ecologista europeo Ud. lo puede sacudir dos horas por los tobillos sin que se le caiga esa idea.

Obviamente las renovables no llenaron el bache de generación “de base” que dejó y dejará la nuclear en Alemania. Lo viene haciendo el carbón. La electricidad de base se produce 24×7 y la mayor parte del año. Pero el sol no brilla de noche y el viento sopla cuando quiere, no cuando se lo necesita.

Para alimentar las centrales de carbón anteriores a 2011, año de la gran desnuclearización alemana, hubo que reabrir minas de lignita que iban a cierre, y para que la industria siguiera funcionando sin bajas de tensión, hubo que dejar de lado toda exportación de electricidad alemana, empezar a importar electricidad polaca (salida masivamente del carbón) e incluso francesa. Lujitos de adolescente rico. Lo estúpido, lo casi cómico del asunto es que el kilovatio/hora francés es el más barato y limpio de Europa. Y eso porque tiene origen 75% nuclear.

En ese camino, que los alemanes todavía llaman orgullosamente “Energiewende” (transición energética), el país abrió 26 nuevas centrales de carbón, emitió 500 mil toneladas de C02 extras, y la suficiente cantidad de particulados como para provocar la muerte prematura de 1100 ciudadanos, probablemente muchos de ellos buenos ecologistas. Tanta enfermedad coronaria y pulmonar a los sobrevivientes los hizo gastar U$ 8400 millones extra en el envidiable sistema público de salud de Alemania.

Estos datos, para más inri, los publicó en 2019 un estudio estadounidense del National Bureau of Economic Research (NBER), de la Universidad de California en Berkeley, de la misma universidad en Santa Bárbara, y de la Carnegie Mellon. Se titula “The Private and External Costs of Germany’s Nuclear Phase-Out” (Los costos privados y externos de la desnuclearización de Alemania).

Ese estudio dice que los alemanes están cerrando las centrales equivocadas.

La pandemia real no es el smog. Es la desinformación.

Daniel E. Arias