Héctor Cacho Otheguy, el alma de INVAP

Cacho Otheguy en 2015 en ARSAT, empresa satelital y de telecomunicaciones del estado, un “off-shoot” de INVAP

Hoy 30 de Marzo a la una de la madrugada en Bariloche, el corazón de Héctor “Cacho” Otheguy plantó bandera, tras 44 años de venir plantando banderas argentinas por medio mundo, y también alrededor.

Cacho está en 7 intempestivos reactores nucleares argentinos en Perú, Argelia, Egipto, Australia, Holanda y Arabia Saudita, y también en 8 satélites en el espacio, dos de ellos de telecomunicaciones de ARSAT, los demás de observación para la CONAE, el último de ellos activo desde 2019, otro próximo a partir.

Cacho es (aún no logro decir “fue”) de aquel puñado de fundadores de INVAP allá por los ’70. Cabían en dos sillones. Eran unos veinteañeros idealistas y bochincheros de la Comisión Nacional de Energía Atómico (CNEA). Fueron seleccionados por talento y fanatismo, en ese orden, por Conrado Varotto (esa leyenda), para construir una firma ágil, una Sociedad del Estado que cambiara el perfil del país, que lo volviera una economía del conocimiento.

Incluso “los viejos” (entonces treintañeros, como el propio Varotto y los químicos Tommy Buch y Roberto Kurtz), todos estaban convencidísimos de poder. Y habida cuenta del huracán en contra que generalmente debieron enfrentar, a la luz de los resultados 44 años más tarde no les fue mal. Pero en esa lucha Cacho se dejó el corazón.

A los 71 años, Cacho es el segundo en morir de aquel “dream team” fundacional, y bien a destiempo. Todavía le quedaba mucha pólvora por quemar.

El 27 de diciembre de 2019 me concedió un par de horas en Aeroparque, ya que regresaba a Bariloche. Cacho vivía en aviones, como los tenistas. Discutimos el nebuloso futuro de la centralita nuclear compacta CAREM un par de horas, y cuando lo llamaron para embarque pedí hacerme cargo de la cuenta. Pese al lugar finolis, era barata: a fuerza de hipercolesterolémico esencial, Cacho últimamente vivía a puras ensaladas. Ya de pie y con la valija en la mano, me soltó, como quitándole importancia: “Voy a andar invisible unos días, Daniel: tengo que entrar a boxes”.

Pero no era para un cambio de neumáticos, sino de una válvula cardíaca. Por su problema metabólico, pese a lo enjuto, deportista y medido de su dueño, el corazón de Cacho ya venía muy emparchado de baipases, stents, marcapasos y vaya a saber qué más. Era imposible creer que tuviera una válvula soplando mal, pensé mientras se alejaba por Aeroparque, subía escaleras mecánicas a saltos, hablaba con tres a la vez por el celular, y se perdía caminando siempre a los cuetes, flaquito, enérgico y eléctrico como un grillo. Es mi última imagen de él.

La operación salió bien, el tipo era casi un atleta. Pero en el postoperatorio se le complicaron los pulmones. La peleó largo en intensiva y luego en sala, hasta que logró salir para terminar de recuperarse. Ya empezaba a contestarme, lacónico, algunos wattsapps, signo de que tal vez planificaba volver al ring, más que jubilarse.

Es que los jubilados de aquella generación de INVAP y de la CNEA se retiran de mentira. Siguen remándola desde el llano, como consultores “ad honorem” (en mi barrio, “gratarola”). Y si se han ido del teatro de operaciones, que es Bariloche, siguen teniendo  autoridad moral, reuniéndose en bares porteños con sus pares para chismorrear, tejer, destejer, construir, conspirar, comparar datos técnicos, cambiar figuritas y tratar de seguir cambiando a la Argentina.

“Entrar a boxes”… Cacho tuvo siempre esa manera de hablar, la metáfora canyengue, muy sintética o muy cómica, eficaz. Era puro ingenio verbal. En 2000 me convenció de que sacara un artículo en la revista XXI sobre la pre-calificación de INVAP en la licitación de un reactor nuclear en Australia. Era la más codiciada del momento por prestigio y por plata: es que las empresas nucleares en todo el mundo estaban en la lona, luchando por no ir a quiebra. Así las cosas, el codazo más bajo entre los competidores por Australia iba a la nuca, e INVAP para variar, era el más chiquito de la cola.

Yo le contesté: “Cacho, no me jodas. Noticia hay cuando INVAP gane, si gana, y es difícil que gane. No hay nota porque no hay título”. El tipo pensó un segundo y me devolvió de sobrepique: “¿Y qué tal: ´Un cafecito con Claudia Schiffer’? ¿No es un título?”. La nota salió así.

Tres meses después, por decirlo a lo Cacho, Claudia entregó todo: INVAP ganó, tras haber derrotado a los americanos, a los canadienses, a los franceses, a alemanes, a los rusos, a los japoneses y a los coreanos.

Desde entonces INVAP es la empresa de reactores más respetada y temida del mundo. También, por las cabronadas, destratos, bicicletas y sabotajes que sufrió por parte de los gobiernos de Raúl Alfonsín, Carlos Menem 1.0 y 2.0, De la Rúa y Mauricio Macri, la más combatida en su propia casa.

INVAP vive pagando el pecado capital de haber logrado, en 1983, medio año después de la derrota de Malvinas, el enriquecimiento de uranio, en la planta entonces secreta de Pilcaniyeu.

Esta mañana tormentosa, con lluvia y con el país en cuarentena, el teléfono no para de sonar debido a esta mala noticia. Y cada cual me cuenta su anecdotario de Cacho Otheguy juvenil. De modo que escribo entre lagrimones, pero también doblado en dos de la risa: el Cacho era el demonio.

Roberto Kurtz acaba de colgar. Él volvió de INVAP a la CNEA en 1978 para poder criar a sus hijos, que habían quedado en Buenos Aires. Pero en 1976, era de esos pocos locos bajo órdenes de Varotto en Bariloche, a quienes el contralmirante Carlos Castro Madero había dado un año de “paraguas político”, libre de serruchadas de piso desde la institución madre (la CNEA), para fundar INVAP con UN primer proyecto: fabricar esponja de circonio.

Nadie te vende ese material metalúrgico, porque sirve para hacer el circonio laminado como aleación (circaloy) con que se construyen a su vez los elementos combustibles de las centrales nucleares. Y nadie quiere que seas independiente en combustibles. Quien te haya vendido una central quiere venderte los combustibles hasta el término de su vida útil, onda Nestlé con los cartuchos de repuesto de la cafetera Nespresso.

Con un año de plazo perentorio, Kurtz y Cacho Otheguy quedaron a cargo de la construcción de la planta piloto, en los fondos del predio del Centro Atómico Bariloche (CAB). Cuando Varotto hizo traer a Kurtz y le mostró “la planta”, ésta era una platea de cemento pelada en medio del bosque del CAB, cero construcción. Pero el tiempo corría y no se podía perder un día, de modo que armaron un tinglado de chapa subdividido internamente en laboratorios por láminas de plástico transparente colgadas del techo, y empezaron sus trabajos químico-metalúrgicos.

Alrededor del galpón de chapa, los albañiles del CAB iban construyendo laboriosamente las paredes del laboratorio “de verdad”, mientras adentro se rompían uno tras otro los crisoles, porque había que fundir materiales a más de 600º C., y la temperatura interna de aquella chabola andaba en los 2 grados sobre cero. Cuando se terminó de rajar el último crisol, Cacho y Roberto salieron a manotear macetas en los corralones, casas de jardinería y supermercados de Bariloche, hasta agotarlos. Para una novela: “Así se forjó el circonio”.

Entre tanto, Varotto metía presión implacable al equipo, el cual, para no ahorcar a su jefe,  disipaba adrenalina y testoesterona en bromas estudiantiles pesadas. Siempre que Varotto se reunía con Cacho y Kurtz en su escritorio, se sacaba los zapatos, mientras los tres examinaban los intrigantes problemas de ciencia de materiales que presentaba el taimado  circonio.

Infaltable cuando se trata de Varotto, sonaba algún teléfono y era que lo requerían Altos Mandones en algún otro lado. Pero cuando el jefe buscaba sus zapatos, Cacho se los había escondido mientras Roberto lo distraía con ecuaciones químicas. De modo que Varotto terminaba yendo a atender a tal o cual gran autoridad en patas, no sin antes putearlos con esmero y prometerles venganzas horrorosas.

Ese ambiente de estudiantina era imprescindible: venteaba la tensión y forjaba vínculos más de trinchera que de equipo. Nadie salía indemne de algún apodo injuriante. Varotto era “El Enano”, y continúa. Cacho, flaquito y con su dislipidemia ya haciéndole daño, era “Pocavida”. Lo dicho, impresentables todos.

En la Navidad del ’76, con la primera esponja de circonio obtenida por el químico Tommy Buch, Castro Madero llegó en inspección. Le pidieron unos días antes de mostrarle el laboratorio piloto “para pintar y tener todo prolijo”.

“Todo prolijo” suena como música para un marino, y también «esperar», si viene con el caballo cansado. Mientras hacía una pausa para que pusieran el sitio presentable, el contralmirante (otro con el colesterol por las nubes y el corazón ya muy averiado) aprovechaba la prórroga para jugar un poco de “pelota paleta” con Cacho. Lo hacían en la mejor pared del “alma mater” de ambos: los dos eran graduados del Instituto Balseiro, que está en el CAB, Castro Madero como reactorista, Cacho Otheguy como físico nuclear. Así, a pelotazos, ambos se sacaban también el stress de jornadas de trabajo de 14 horas por día.

Y entre tanto Kurtz y Tommy Buch proseguían la búsqueda de un enano de jardín, de esos de cemento, al que le pondrían un teléfono ahorquillado en el hombro. Así solía llevarlo típicamente Varotto, mientras iba y venía como un demonio por su oficina, armando y desarmando asuntos estratégicos y arrastrando y desenredando tras de sí 3 o 4 metros de cable (todavía no había teléfonos inalámbricos).

La idea era que al abrir la puerta del laboratorio, Castro Madero se encontrara frente a frente con aquel evidente monumento a Varotto.

Los vendedores barilochenses de innumerables macetas quebradas en el secreto intento de fundir circonio no tenían ningún enano de cemento. Pero uno de ellos recordó algún ángel chiquito en su trastienda, que terminó haciendo de sustituto. Con un auricular de teléfono ahorquillado en el cuello, quedó idéntico.

Cuando se abrió oficialmente el laboratorio, la sonrisa nada angelical de Varotto prometía vendetta y Castro Madero se doblaba de la risa junto a Tommy Buch. Para completar la escena, Buch estaba buscado a la sazón por comandos parapoliciales en Baires debido a sus ideas izquierdistas, y estaba nombrado “trucho” en INVAP por el contraalmirante, para protegerlo.

Ése era el ambiente. “Ahí en el CAB era un microclima, como si la dictadura no existiera”, dice Kurtz.

Angelitos aparte, lo del circonio fue un exito. A las pocas semanas de publicada la noticia en Bariloche y en Baires, que prometía la inminente construcción de una unidad industrial grande para fabricar circaloy, apareció apurada una empresa francesa ofreciendo las toneladas de esponja de circonio que necesitara el Programa Nuclear Argentino. Y a buen precio. La plantita experimental con el angelito sirvió para eso.

Ese modelo de “lo hacemos primero nosotros y después alguien toca timbre y te lo ofrece más barato” se terminó repitiendo en decenas de ocasiones con decenas de tecnologías estratégicas intransferibles. Es casi un paradigma de nuestra historia nuclear.

Ese primer éxito, el del circonio, aseguró la tarea secreta siguiente: armar una plantita de enriquecimiento de uranio, para que jamás se volviera a repetir el embargo de uranio enriquecido que nos aplicó el presidente estadounidense Jimmy Carter en 1978. Ese boicot estuvo a punto de parar tres reactores, dos de ellos de fabricación de radioisótopos médicos: el RA-3 de Ezeiza y el RP-10 exportado a Perú. Carter, ingeniero nuclear de la US Navy, adujo que el embargo era una represalia por las violaciones de derechos humanos cometidas por el Proceso.

Comentario politológicamente obvio: derechos, las pelotas. Dejar sin diagnóstico o tratamiento a miles de cancerosos y cardíacos inocentes no parece un castigo bien direccionado. Cerrar la Escuela de las Américas en Panamá, donde los militares yanquis asesoraban a sus pares de Sudamérica en las artes del golpe de estado y la desaparición, tortura y muerte de opositores, eso habría sido más creíble.

Carter en realidad estaba pegándole a la Argentina por haberse atrevido a exportar un reactor nuclear criollo a otro país sudaca, siendo Sudamérica “Their own backyard” (el patio trasero de los EEUU).

Ahora bien, si nuestro país lograba construir una planta experimental de enriquecimiento de uranio, aunque fuera chica, primitiva e ineficiente, era cantado que se repetiría la historia del circonio: nos venderían todo el uranio enriquecido que necesitáramos. Eso, o empezábamos a construir una planta industrial en serio. ¡Cruz diablo!

Es que enriquecer este metal es una tecnología muy estratégica: “Little Boy”, la bomba de Hiroshima, cargaba 64 kg. de uranio enriquecido al 80%. El uranio que hoy queman nuestros reactores, es enriquecido al 19,7%, y el de nuestras centrales nucleoeléctricas es natural, sin enriquecimiento, salvo Atucha I donde un “touch” de 0,90% duplica la vida útil del combustible. Compramos el enriquecido que queremos, y gracias a eso podemos exportar reactores. Y nos lo venden sólo porque tenemos Pilca. Somos miembros del G-20 por el manejo de esas tecnologías, no por nuestro apabullante PBI.

Aunque era obvio que Pilca no tenía intenciones ni quilates bélicos (para ello habría hecho falta una planta enorme), el proyecto debía mantenerse debajo del radar de la CIA. De enterarse ésta, podría haberlo hecho detener de mil modos, con tantos altos oficiales y directivos que tenía (tiene) en las tres armas, en la cancillería y en los medios de comunicación.

Vigilada sólo por algunos centenares de ovejas, la planta se fue construyendo sin ruido y a pulmón en la lejana quebrada de Pilcaniyeu, a 60 km. de Bariloche y a 16 del caserío de Pilcaniyeu, entonces con una estación de tren y 400 habitantes. Cacho Otheguy pasaba la vida en aquellos descampados barrosos, a los cuales desde Bariloche se tardaba 2 horas en llegar por caminos impasables de pozos, piedras y nieve, cortados además por arroyos que entonces aún carecían de puente.

Después de que Alfonsín, como presidente electo, diera la noticia al mundo de la existencia de Pilca y de su buen funcionamiento, Castro Madero hizo lo propio en el saloncito de actos de la Sede Central de la CNEA. En aquel evento Cacho debió pintar presencialmente, tras volver desde Pilca a los tiros.

No lo reconoció casi nadie: de tanto vivir con poca agua y no mucha electricidad, casi a campo abierto, tenía meses sin afeitarse. Por ende entró al acto con una bíblica barba de peón de estancia, larga hasta el esternón. Pero como estaba de traje y corbata, algunos se preguntaban quién sería aquel rabino ortodoxo, o por qué no tenía sombrero, y en qué lugar de Polonia se había agendado de semejante cara de vasco.

Cacho (dicho por muchas mujeres) era canchero y pintón. Luego de los 50 se puso canoso como pintado a la cal (pero sin perder ni un pelo), y con ese bigote blanquísimo en cepillo, se parecía cada vez más a las imágenes de San Martín viejo en las revistas Anteojito y Billiken. Yo le preguntaba en cargada si estaba estudiando para prócer. Las réplicas eran irónicas, personales y venenosas. Las omito por no aburrir.

Hoy el día empezó con Rafael Grossi, director del Organismo Internacional de Energía Atómica, que me mandó temprano un wattsapp lacónico: “Falleció Kcho Otheguy. Tristeza”. Luego el teléfono se puso a sonar en serio, y a medida que sus compañeros me las iban contando, las anécdotas juveniles de Cacho, que yo ignoraba aunque nos conocemos desde 1987, me hacen reir no poco, mientras escribo y lloro, y lloro y escribo.

Cacho nació en 1947, se graduó en el Balseiro en 1970 e hizo una maestría de ciencias en la Universidad de Ohio (1972). Ya con la idea de formar un «Número Dos», Varotto lo hizo hacer otra en Gestión de Empresas en la Universidad de Stanford (1985). En 1991, cuando Varotto se fue de INVAP en medio de la debacle nuclear y científica menemista, Cacho quedó al frente de una empresa que tuvo que echar a casi 1000 personas, en su 90% científicos y técnicos, sin casi administrativos, y quedarse con 300.

Menem había cancelado los contratos de la CNEA con INVAP para la ampliación y mejora de la planta de enriquecimiento de Pilca, y luego rescindido las exportaciones a Irán de componentes para levantar allí una planta resueltamente civil, de fabricación de “yellow cake” (dióxido de uranio en polvo) a partir de mineral uranífero. Todo legal y bajo autorización y control del Organismo Internacional de Energía Atómica, pero marche preso: el Canciller Guido Di Tella interceptó los embarques en el puerto de Campana, y así INVAP perdió los U$ 25 millones con que contaba para cruzar 2001 sin despedir a nadie. Eran como U$ 50 millones de hoy.

Habilísimo, Varotto caminó pasillos y tocó puertas hasta conseguir la dirección de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE), desde allí persuadió a Menem de que la Argentina era un país espacial (el riojano lo entendió de un modo muy extraño) y le sacó a Cavallo U$ 15 millones de dólares para la construcción del SAC-B, un satélite científico que Alfonsín había dejado sin construir. ¿Y quién darle la ingeniería, sino a INVAP? Varotto fundó dos veces a INVAP: con lo del circonio, y en 1994, cuando la salvó del cierre con esa plata. Pero Cacho agarró firmemente aquella soga, y hoy, 8 satélites más tarde, INVAP es una empresa espacial por derecho propio y socios internacionales.

A partir del casi cierre de 1991, Cacho acuñó el término de “menemismo explícito” para referirse a las grandes agachadas ante los EEUU. La segunda ocasión de casi cierre fue en 2000. Entre 2015 y 2019, años en que INVAP estuvo a punto de cerrar por tercera vez en su historia, Cacho usó bastante ese término.

Y es que toda vez que un gobierno argentino, siguiendo instrucciones del State Department, intentó llevar a INVAP a la quiebra, la salvó el estado: el estado argelino, el egipcio, el australiano, el holandés, el saudí. Han sido las sucesivas trincheras de INVAP para sobrevivir a tanto menemismo explícito en su propia casa.

La única vez que vi al estado argentino apostar por INVAP fue entre 2001 y 2015, y no estaba ayudándola sino ayudándose. ¿Qué consiguió a cambio?

¿Empiezo? Radares aeronáuticos civiles y militares, radares de infantería, radares meteorológicos, radares espaciales, tecnología médica nuclear exportada a varios países, el reequipamiento y rediseño de un destructor de la Armada como barco multipropósito y de transporte de comandos, la radarización del rompehielos ARA Irízar, el primer proyecto sistemático de construcción de drones aeronáuticos civiles y militares, un helidrón para el campo (y las fuerzas armadas y de seguridad), los satélites de observación de la Tierra SAC-D y SAOCOM 1A y 1B, tecnología petrolera para perforación guiada y en horizontal, turbinas eólicas de 4,5 Kw para uso rural y en apostaderos militares aislados, una parte sustantiva del desarrollo de la central nuclear compacta CAREM, y sigue la lista con parques eólicos y solares, y por último una sociedad miti-miti con Turquía para construir satélites de telecomunicaciones.

Con 10 INVAP este país se salva, pero necesitamos a 10 Varottos y a 10 Cachos.

Me escribe Tulio Calderón, gerente de Proyectos Aeroespaciales y de Gobierno de INVAP desde Bariloche: “Estamos en una realidad mezquina para morirse, sin chances de despedidas, consuelos o encuentros… Por ahora (a Cacho) habrá que mantenerlo, jovial a hiperactivo como era, en nuestras memorias e historias. Y cuando pase esto, tenemos que hacer un lindo lugar para homenajearlo y recordarlo”.

Nadie en INVAP o en sus alrededores estaba preparado para que Cacho se muriera. No hallamos modo de creer que efectivamente se fue. Creo que lo pensábamos tan a prueba de todo como la empresa a la que dedicó su vida.

Y esa empresa no es INVAP.

Es el país.

Daniel E. Arias