Tras 4 meses y monedas de indefiniciones, la Secretaría de Energía (alguien en ella) propuso como presidente de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) al Ing. Mauricio Bisauta, y el repudio del personal de la casa fue instantáneo y unánime. Esa candidatura murió en la cuna.
Gremios como ATE-CNEA (la filial de la Asociación de Trabajadores del Estado, que nuclea mayormente a técnicos y administrativos) y la APCNEAN (la Asociación de Profesionales de la CNEA y las empresas nucleares) no aceptan a Bisauta. ¿Por qué?
Por demasiadas causas, pero la más fuerte es una acusación de estrago hecha por APCNEAN. Durante el gobierno de Mauricio Macri, Bisauta dirigió el desguace institucional y técnico de la Planta Industrial de Agua Pesada (PIAP). Ubicada en la marguen neuquina del embalse de Arroyito, esta inmensa instalación química es tal vez el activo físico nuclear más valioso que le quedó a la CNEA, tras el intento fracasado de Carlos Menem de privatizar sus centrales.
Con una capacidad teórica de producción de 200 toneladas/año (la real está más bien en 180), la PIAP hoy es la mayor unidad del mundo en su tipo y la Argentina la necesita desesperadamente. Ha quedado en estado de abandono, y más valdrá rescatarla porque nueva costaría más de U$ 3000 millones.
Durante la administración macrista de la CNEA, bajo la dirección del sociólogo Julián Gadano, Bisauta tuvo dos cargos (y dos sueldos). Fue gerente de empresas asociadas de la casa, y presidente y vicepresidente de ENSI (Empresa Neuquina de Servicios Industriales), la empresa mixta con que la CNEA y el estado neuquino administran (es un decir) esta unidad productiva. Lo que le pasó a la PIAP lleva su firma.
El gobierno de Neuquén tiene un 51% de ENSI, pero CNEA, con el 49%, tiene el 100% de la propiedad de la planta y domina su tecnología, lo decisivo. Neuquén está pintado en la pared, porque la política provincial sufre de hipnosis petrolera crónica. De gobernador para abajo, incluso entre “defensores” de la PIAP, casi nadie sabe qué es o para qué sirve el agua pesada.
Es un insumo crítico para los 1750 megavatios de las 3 centrales nucleares de potencia. A la élite provincial, que se creía blindada en hidrocarburos, esos 600 puestos de trabajo generados en medio de la estepa por la PIAP no le movían el amperímetro.
Por eso tampoco despeinó a Neuquén que de 450 profesionales y técnicos, Gadano y Bisauta sólo dejaran 100 personas sin echar de la PIAP, entre las que hoy revista un único profesional. Los que quedan, quedan porque se acabó el presupuesto para echarlos o jubilarlos. A los petrocaciques que al parecer siguen de guardia en la Secretaría de Energía todo esto les parece asuntos de una tribu ajena y poco amiga: después de todo, 1000 megavatios nucleares son 1600 millones de metros cúbicos de gas ahorrados por año.
Pero la PIAP tiene enemigos menos brutos y más brutales. El agua pesada, que cuesta entre U$ 800.000 y 1,2 millones la tonelada de acuerdo a quien cotice, es un insumo dual, y en realidad no se consigue. Trate de comprar, y me cuenta. En las Atuchas I y II, y en Embalse, Córdoba, ese líquido vagamente azulado sirve para que las centrales funcionen. Si Ud. reemplazara por agua común el agua pesada que usan como moderador y refrigerante, se apagarían al toque por la bajísima reactividad del combustible, uranio natural. Y Ud., por supuesto, iría preso, no lo pondrían de presidente de la CNEA.
Ocurre que en los 10 países con armamento nuclear, el agua pesada sirve para irradiar con neutrones el uranio natural, mayormente isótopo 238, para obtener plutonio 239, la base de la bomba atómica más rendidora y barata. Las bombas las fabrican ellos, pero los malos de la película somos nosotros.
Con esto queda aclarada la hostilidad absoluta de al menos dos cancillerías (la estadounidense y la británica) frente a que la Argentina produzca su propia agua pesada, y peor aún, que la exporte. A los países armamentistas no les importa que cada gramo fabricado en la PIAP, ya sea empleado aquí o vendido afuera, quede bajo implacable contabilidad 24×7 del Organismo Internacional de Energía Atómica de las Naciones Unidas, hace décadas certifica nuestro uso impecablemente pacífico.
La PIAP irrita especialmente a los EEUU: en su visión, los países que usamos centrales de uranio natural (China, Canadá, la India, Pakistán, Corea, Rumania) somos un mal ejemplo. Peor aún, en esta parte del mundo los argentinos somos los orejanos, los únicos dueños de centrales que nos hemos negado siempre a comprarles sus máquinas a los EEUU.
Y peor que peor, también somos los únicos que exportamos reactores de investigación. Lo hemos hecho a Perú, Argelia, Egipto, Australia, Holanda y Arabia Saudita, y en los primeros 4 países barrimos con la competencia estadounidense. Dicho de paso, nuestros reactores de investigación también usan agua pesada, aunque menos que una central nucleoeléctrica. Si no tuviéramos agua pesada propia, no tendríamos centrales, no exportaríamos reactores, no habría un Programa Nuclear (cascoteado, pero independiente). Seríamos usuarios bobos de centrales ajenas, probablemente estadounidenses.
¿Se entiende por qué la PIAP tuvo más de 10 años de interferencias y demoras para construirse? ¿Se entiende por qué, para premiar su sustitución de importaciones y sus campañas de exportación, así como la pureza de su producto (99,75%), la clausuraron y perdieron la llave los gobiernos de los presidentes Carlos Menem, Fernando de la Rúa y Mauricio Macri? ¿Se entiende por qué desde ayer la CNEA en pleno no piensa tolerar ni un minuto la presidencia del Ing. Mauricio Bisauta?
Los daños que infligió Bisauta a la casa durante 2018 y 2019 van a tardar años en repararse, y no hay garantía de que se pueda. Poner de nuevo los fierros en estado operativo es hasta difícil de presupuestar. Pero reunir de nuevo a 450 expertos para que trabajen en una provincia paquidérmicamente indiferente, y de yapa con dos embajadas conspirando en forma activa (y con éxito) contra su fuente de trabajo… ¿quién vuelve a subirse al Titanic?
Abandonada, la PIAP se va deteriorando a la intemperie desde 2018
La Argentina sin agua pesada funcionará mal. Las tres centrales nucleares argentinas producían apenas el 5% del consumo eléctrico, pero eso durante la larga recesión macrista y con poco consumo. Dueña entonces de sólo 2 centrales, una de ellas minúscula (Atucha I), durante la primera reactivación económica del presidente Raúl Alfonsín, la CNEA generaba hasta 15% de la electricidad circulante.
Si con la población actual la industria nacional resucitara como lo hizo a partir de 2003, necesitaríamos mínimamente duplicar nuestra capacidad nuclear instalada para no vivir entre apagones. ¿Cómo lo sabemos? Porque en 2015 era lo que se iba a añadir a las máquinas hoy en poder de Nucleoeléctrica Argentina SA, NA-SA: dos plantas más, una CANDÚ nacional con agua pesada de 660 megavatios y una Hualong-1 china de 1160. Resultaba lo mínimo necesario para que no se apagara la luz debido al crecimiento demográfico, aunque el consumo industrial se venía amesetando.
La demanda eléctrica domiciliaria es fluctuante y parte de ella puede cubrirse con energías intermitentes como el viento y el sol. Pero una industria trabajando a 3 turnos -como la tuvimos hasta hace muy poco- necesita potencia firme 24×7. Eso se puede cubrir con hidroelectricidad, aunque el único gran río argentino sin represar es el Santa Cruz. Está muy lejano de los centros de consumo y el transporte de electricidad a más de 1000 km. es carísimo.
Bajante del Paraná de 2020, la mayor de los últimos 50 años, combo de cambio climático y agua retenida por represas brasileñas
Dos ríos represados, descomunalmente más caudalosos y cercanos al consumo, el Paraná y el Uruguay, se han vuelto menos confiables: el cambio climático hoy exacerba sus bajantes por sequía. Peor aún, cuando eso sucede, algunos de los 40 represamientos brasileños en las altas cuencas de ambos ríos “encanutan” el agua, y Yacyretá y Salto Grande no pueden sostener su producción de diseño. Si hasta frente a los puertos sojeros del Gran Rosario hoy brotan islas arenosas: el Paraná exhibe sus fondos. Se vuelve caminable.
Un hipotético renacimiento industrial argentino se podría cubrir con gas y petróleo, pero a costa de inversiones fenomenales en exploración, y de una contaminación de agua y suelo insostenible en los yacimientos neuquinos de “fracking”. A eso, añadirle otra polución aérea aún de peor impacto para la salud pública en las 5 megalópolis argentinas vecinas de las centrales termoeléctricas de las que nos fuimos llenando.
Vaca Muerta ganaría plata con el barril de crudo a U$ 120, como antes de la crisis de Lehman Brothers en 2008. Pero con el actual montaje perverso según el cual YPF explora (lo arriesgado y caro) y las multis extraen y cobran, el asado del bovino difunto se lo comen afuera. Con el barril a precio negativo todo ese circo se desmorona solo. Y hoy nos deja de regalo una provincia contaminada hasta el caracú y buscando empleo, y un Programa Nuclear nuevamente malherido. Muy malherido.
Nuestras tres centrales nucleares consumen entre 26 y 30 toneladas/año de sus inventarios de agua pesada, y hay que reponerlas. Cuando se acabe el stock nacional, habrá que importarlos aceptando cualquier precio, y sin seguridad alguna de conseguirlos. Lo dicho, es un insumo dual.
Muy otro era el panorama a fines de 2015. Atucha III CANDU, proyecto nacional y propio de la que hasta mayo de 2018 parecía destinada a ser nuestra cuarta central nuclear, iba a necesitar una carga inicial de 600 toneladas. Eso suponía más de 4 años de trabajo de la PIAP, contando interrupciones de mantenimiento.
Si al Programa Nuclear se le sumaban las extensiones de vida útil de Atucha I, la de Atucha II, amén de reposiciones y de proyectos de exportación en reactores propios o por pedido directo, la PIAP tenía entonces al menos una década de trabajo planificado por delante. Si se le añadía también la demanda potencial de países que hoy están construyendo nuevas centrales nucleares de uranio natural, como la India, ahí empezamos a hablar de décadas de trabajo para la PIAP, en plural. Y de reinvertir en ampliación. Y de ganar mucha plata.
Qué lejos, qué atrás, nos quedó aquel futuro. De fuentes de trabajo calificado que se evaporaron, ni hablar. Atucha III CANDU era una central cuyos diseños y cuyos componentes iban a ser un un 80% de fabricación nacional. Su construcción y montaje en Lima, a la vera del Paraná de las Palmas, iba a generar un pico de obra con 7000 puestos directos en el cinturón industrial Zárate-Campana, mucha demanda de ingenieros y técnicos especializados.
Esta obra iba a crear a su vez decenas de miles de puestos indirectos en las 140 empresas contratistas, mayormente metalúrgicas, electromecánicas, electrónicas, informáticas, de montaje y de construcción calificadas. ¿De dónde salen estas cifras? Estrictamente, de lo que sucedió entre 2006 y 2014 con la terminación de Atucha II, y de la extensión de vida útil de Embalse entre 2014 y 2018. Eso es lo que se destruyó entre 2018 y 2019, además de la PIAP.
Ahora en cambio lo que tiene por delante la CNEA, como prioridad, es un trabajo dificilísimo de reconstrucción de planta y de recursos humanos, devastados por el sociólogo Gadano y el ingeniero Bisauta. ¿Y alguien se atrevió a proponer a este último para dirigir la CNEA? ¿En la Secretaría de Energía no distinguen terapistas intensivos de sepultureros?
En la CNEA sí. Y se plantaron.
La PIAP, vista nocturna. Se entiende por qué en Neuquén la llaman “El transatlántico”.