Reproducimos esta desafiante columna de Nora Bär. Y agregamos en el título «en la Argentina», porque los ejemplos y las lecciones se refieren en particular a nuestro país:
«Cuando el aislamiento, la imposibilidad de abrazar a nuestros familiares y amigos, de viajar, de vagabundear por las librerías o pasear mirando vidrieras, de ir al cine o al teatro, de ver fútbol o practicar deporte «de entrecasa» queden en el recuerdo y ya no se nos hagan tan lacerantes, cuando los evoquemos a la distancia, sin que nos provoquen emociones estridentes, cuando este episodio de nuestras vidas sea como esas fotos de tonos desvaídos por el paso del tiempo, tal vez el balance de los días en que, literalmente, «se paró el mundo», no sea totalmente negativo.
Por supuesto que habrá muchos a los que esta pandemia, surgida de improviso a fines del año pasado y que en una decena de semanas había dado la vuelta al mundo, les dejará cicatrices indelebles. Para los que padecieron cuadros graves de Covid-19 y sus familias, 2020 será el año que marcará un antes y un después en sus vidas. Lo mismo les sucederá a quienes sufrieron penurias o quebrantos económicos irrecuperables. Pero tal vez (¡ojalá!), podamos anotar en la columna del «haber» que fue el inicio de un nuevo vínculo entre científicos y tomadores de decisión.
La masiva respuesta que tuvo la convocatoria del Ministerio de Ciencia, Salud e Innovación para aportar las capacidades y el conocimiento de sus investigadores al control de la epidemia reveló que, contra lo que muchas veces se le objeta, la comunidad científica no está recluida en una torre de cristal. Centenares de sus integrantes dejaron de lado los papers que les hacen ganar prestigio internacional y se pusieron manos a la obra. Y como pasó otras veces, en cuanto dispusieron de los medios mínimos y se les dio oportunidad de colaborar, los frutos fueron inmediatos. La Argentina fue el único país de la región que en 45 días tuvo la capacidad de producir un test de anticuerpos contra el SARS-CoV-2 y, poco días más tarde, otros de detección viral por PCR que pueden realizarse en una hora y con equipos que están al alcance de cualquier laboratorio.
El país participa en los estudios internacionales de la OMS y lanzó un gran ensayo clínico con suero de pacientes recuperados. Pero, además, puso a disposición el capital intelectual de sus matemáticos, bioinformáticos y especialistas en Big Data para interpretar qué nos están diciendo los indicadores, cartografiar el escenario epidemiológico, y orientarnos en un océano de datos inciertos y cambiantes.
Desde el punto de vista sanitario, por lo menos hasta el momento, todo parece indicar que haberse apoyado en el conocimiento experto, y no en opiniones más o menos inspiradas, permitió resultados considerablemente mejores que los que se obtuvieron actuando al revés, como ocurre en otros países del continente.
Que la ciencia y la tecnología son vitales para el desarrollo ya es una verdad de Perogrullo. No hace tanto, en este mismo espacio, mencioné el documento elaborado por el físico y nanotecnólogo Fernando Stefani, vicedirector del Centro de Investigaciones en Bionanociencias del Conicet, que pasa revista a una serie de los argumentos más convincentes que muestran la íntima relación que existe entre la inversión en ciencia y tecnología, y la riqueza.
Por ejemplo, destaca que en una muestra de 61 países tomada entre 2001 y 2014 se advierte claramente que «Los que generan más riqueza por habitante son también los mismos que invierten mayores fracciones de su PBI en investigación y desarrollo. Los más rezagados, con menor PBI, son los que invierten proporciones menores».
Hace décadas que venimos escuchándolo. Pero esta pandemia también está mostrando en forma palmaria lo importante que es contar con ciencia y tecnología para trazar políticas públicas basadas en evidencias. Y para monitorearlas. Ojalá que, como saldo a favor, la catástrofe global nos deje esta fluida interacción entre la política y la ciencia. Sería histórico.»