Daniel Arias explica porqué AstraZeneca decidió acordar la fabricación de su vacuna en la Argentina:
Argentina es el único país de la región con una industria farmacológica propia y tecnológicamente independiente (en el caso de algunas firmas con I&D -investigación y desarrollo- propias). Si decidió fabricar la vacuna Oxford de AstraZeneca es para estar adelante de todo en la cola, cuando se la licencie y empiece la fabricación y distribución. Pero tiene MUCHAS otras opciones.
En farmacología convencional (farmoquímica) la Argentina domina el 65% del mercado nacional desde hace décadas y además exporta con marcas propias a casi toda la región. En el caso de drogas recombinantes (es decir hechas por ingeniería genética) y biosimilares (anticuerpos monoclonales), exporta al mundo entero y desde los ’80, asunto que empezó Sidus, al fundar Biosidus, y que sumó luego a otras empresas argentinas, entre las que hoy destacan las del grupo Elea-Insud. Muchas sustancias terapéuticas de gran sofisticación -por ejemplo, citoquinas del sistema inmune- vendidas en la UE, EEUU o Japón bajo marbete de alguna multinacional farmacológica, en realidad se fabricaron aquí, como genéricos.
Una lectura bondadosa del asunto: las «multis» confían en nuestra calidad. Una más malvada: los médicos europeos o yanquis que prescriben nuestros fármacos no saben adónde queda la Argentina ni cuáles son sus capacidades. Problemas de «marca país».
Pero ésta república tan al Sur del mapamundi tiene capacidad industrial instalada y recursos humanos formados en todos los campos de la farmacología. Y eso está relacionado con 3 premios Nobel salidos de la universidad pública en el área biomédica (Bernardo Houssay, Federico Leloir, César Milstein), y con los profesores que tuvieron cuando se estaban formando, y con la mucha gente que ellos formaron después durante décadas en los institutos del CONICET.
Lo realmente impresionante, lo poco conocido incluso para el argentino de a pie, son esos recursos humanos en el área biomédica del país, y esa capacidad industrial. Para fabricar moléculas de todo tipo por ingeniería genética, antes hay que saber «fabricar sus fábricas», y éstas son células quiméricas inexistentes en la naturaleza, llamadas genéricamente hibridomas.
Si hay que sintetizar un anticuerpo monoclonal, la base de esa célula quimérica industrial suele ser una célula linfática, un linfocito B activado de un clon preseleccionado, que sólo se dedica a sintetizar un único anticuerpo químicamente libre de todas las muchas variantes de ese anticuerpo propias del sistema inmune. Se seleccionó el más potente o eficaz o seguro y se lo fabrica en cantidades industriales: es un agente inmunológico de acción predecible y tabulada, un producto estandarizado, formulable y dosificable.
Nuestra industria empezó a hacer estas cosas sin comprar ni copiar patentes, a comienzos de los ’80. No es tan extraño: César Milstein, uno de los dos inventores de los hibridomas como fábricas vivientes de anticuerpos monoclonales, es nacido y criado en Bahía Blanca. Le dieron el Nobel en 1984 por ello, y lamentablemente parte de esa investigación don César la tuvo que hacer en Inglaterra porque aquí lo perseguían por zurdo y/o judío o ambas cosas. Perseguir a los Milstein que producimos, o más sencillamente ignorarlos, siempre nos salió caro. En 2015, el mercado mundial de anticuerpos monoclonales valía U$ 85.400 millones. Está previsto que en 2024 llegue a U$ 136.800 millones.
Fabricar una vacuna con antígenos del virus SARS CoV-2 está muy dentro del repertorio de cosas que la Argentina domina bien, no sólo a nivel de laboratorio sino de producción industrial de proteínas terapéuticas. En este caso, es lo que ha hecho el equipo de la doctora Juliana Cassataro en la Universidad de San Martín (UNSAM).
Suponemos que la vacuna de la UNSAM debería estar dentro de las más seguras entre las más de 150 en desarrollo: la idea no es inyectar virus enteros SARS-CoV-2 inactivados o atenuados. Tampoco es la de inyectar adenovirus del resfrío humanos o de chimpancé recombinados para que infecten tejidos humanos y los pongan a fabricar antígenos virales, lo cual a su vez desate un contraataque del sistema inmune.
Más sencillamente, la idea en la UNSAM es inyectar antígenos virales sin capacidad de codificar nada, pero que irriten y movilicen brevemente la furia viricida del sistema inmune humano a través de una expresión de anticuerpos G, y cuando ésta remita, le dejen, como recuerdo, algunas linfocitos «T» de memoria preactivados para neutralizar rápidamente al SARS CoV-2 si se atreve a aparecer en sangre o en tejidos.
La idea es maravillosamente simple. Lo que hace avanzada a esta vacuna es el proceso industrial: el hecho de que esos antígenos se fabriquen por ingeniería genética. Nos hace originales el estar usando más de un antígeno, como para que el virus sea atacado por el cuerpo humano con muchos tipos distintos de anticuerpos, y por muchas «células asesinas» T8, que matan a las células infectadas. Pero no somos los únicos en esta vía «sencilla»: tenemos competencia china, y de otros países.
Sin embargo, lo que todavía no tenemos hecho en el país son los estudios completos «de fase» con humanos de nuestra propia vacuna. Estos nos pueden decir si es eficaz y segura, y si cumple con ambos requisitos, el ANMAT la licenciará. Entre tanto, habrá que poner a punto un sistema industrial de producción masiva de la misma. Pero ésa es una vía lenta: el equipo de Cassataro (12 personas) estaba trabajando con un fondo de U$ 100.000, que debe ser lo que gasta el «international team» de AstraZeneca en café. Y el ANMAT, se sabe, responde más rápido a las multinacionales, porque vienen con licenciamientos previos de las agencias regulatorias de EEUU o de la UE.
Por eso Argentina optó por negociar con AstraZeneca: el gigante farmacológico ya está produciendo su vacuna en masa, aunque no terminó sus estudios de fase ni recibió la licencia de ninguna autoridad regulatoria, famosa o no, para usar su vacuna ChAdOx, llamada también «la fórmula Oxford». Sin embargo, por la marcha de sus testeos de fase 2/3, esa empresa ya huele el triunfo.
Y ésta sí es una vacuna compleja: lo que se inyecta a quien pone el brazo es un adenovirus del resfrío de los chimpancés. Normalmente no infecta a los humanos. De ahí el raro nombre ChAdOx, acrónimo de «Chimpanzee-Adenovirus-Oxford».
Este virus artificial, el ChAdOx, tiene trastocado el genoma para expresar el célebre «antígeno Spike», o «proteína espiga» del SARS CoV-2, una especie de garfio molecular que el virus usa para pegarse a una célula y tomarla por abordaje. El antígeno Spike es el blanco inmunológico favorito de casi todos los aspirantes a vacunadores.
Los testeos de la ChAdOx hasta ahora muestran una fuerte capacidad inmune de respuesta medible en anticuerpos IgG, y también en la aparición de linfocitos «T» movilizados contra el virus. Si AstraZeneca acepta transferirnos la tecnología de fabricación es porque sabe que podemos asimilarla y producir con calidad como ningún otro país de la región.
Y, obviamente, prefiere que esa capacidad biotecnológica e industrial argentinas queden fuera del alcance de Moderna, de Merck o Johnson y Johnson, por mencionar otras rivales con vacunas que van saliendo bien puntuadas en estudios de fase.
Por supuesto, en AstraZeneca también preferirían -si pudieran- frenar el desarrollo de la UNSAM, un competidor más en un campo donde no hay rivales chicos, si son talentosos y tienen respaldo industrial avanzado en su propio país. Esto es lo que las autoridades científicas y sanitarias argentinas no deben olvidar: hay una vacuna propia, y hay que empujarla a través de los estudios de fase, y del licenciamiento, que son procesos engorrosos y caros. Pero no creemos que ese tipo de olvidos esté en el ADN de estas autoridades.
Esto, para poner las cosas en su lugar: negociar con AstraZeneca no es un privilegio para nuestro país, es una opción, y ni siquiera es una opción excluyente. Con el nivel argentino en biociencias y en farmacología, somos la niña bonita de Sudamérica. Así como negociamos con AstraZeneca podemos hacerlo con las otras «multis» bien posicionadas. Lo importante de esta transferencia de tecnología es que, para alivio de nuestra economía, tendremos al menos una vacuna que pinta bien unos meses antes que el resto de la región. Pero bien puede ser más de una.
Y no está dicho que en algún momento no tengamos la nuestra. Y que sea buena. Como dicen los paisanos en Santa Teresita: «Más vale tranco que dure que galope que canse».
Daniel E. Arias