A 60 años del día que el primer ser humano salió de la Tierra

El 12 de abril de 1961 Yuri Gagarin, un cosmonauta y piloto soviético se convirtió en el primer ser humano en viajar al espacio. Su cápsula, Vostok 1, completó una órbita de la Tierra.

La costumbre humana de los aniversarios hace que hoy se ha escrito mucho sobre este hombre joven y de rostro fresco que, como en los mitos griegos que su hazaña de alguna manera evoca, murió joven, casi 7 años después, en un accidente de aviación.

No fue un logro personal, claro. Fue el esfuerzo de su nación, y de muchos soñadores y realizadores a lo largo de décadas. Tsiolkovsky, Oberth, Goddard, Korolev, von Braun… Y, ¿por qué no?, Verne y Wells. Pero los sueños se encarnan en alguien que pone el cuerpo.

En AgendAR reproducimos un homenaje… impersonal. Porque lo escribió alguien que no lo conocía, 5 años antes de su vuelo. Un poeta del Medio Oeste norteamericano contó de un hombre que está por salir al espacio exterior a la Tierra, que es al mismo tiempo uno de los que voló primero en un avión a motor, en subir a un globo, en acercarse al sol con alas de cera…

ÍCARO MONTGOLFIER WRIGHT

RAY BRADBURY

Estaba acostado y el viento que entraba por la ventana le soplaba en los oídos y en la boca entreabierta, murmurándole, mientras él soñaba. Era como el viento del tiempo, que ahondaba las cavernas de Delfos para decir lo que era necesario decir, de ayer, hoy y mañana. A veces una voz gritaba en la lejanía, a veces dos, una docena, toda una raza de hombres gritaba por su boca, pero las palabras eran siempre las mismas:

¡Miren! ¡Aquí! ¡Arriba!

Pues de pronto, él, ellos, uno o muchos, se alzaban en sueños, y volaban. El aire se extendía en un mar tibio y suave donde él nadaba, incrédulo.

¡Miren! ¡Aquí, arriba!

Pero él no le pedía al mundo que mirara, sólo quería alertar a sus propios sentidos para que vieran, olieran, gustaran, tocaran el aire, el viento, la luna que subía. Nadaba solo en el cielo. La Tierra pesada había desaparecido.

Pero espera, pensó, espera un momento.

Esta noche…, ¿qué noche es esta?

La noche anterior, por supuesto. La noche anterior al vuelo del primer cohete a la Luna. Fuera, en el suelo recocido del desierto, a cien metros de este cuarto, el cohete me espera.

Bien, ¿me espera de veras? ¿Hay realmente un cohete?

Aguarda, pensó, y se volvió de cara a la pared, sudando, con los ojos cerrados, y murmurando entre dientes: ¡Tienes que estar seguro! Tú, ahora. ¿quién eres?

¿Yo?, pensó. ¿Mi nombre?

Jedediah Prentiss, nacido en 1938, graduado en 1959, nombrado piloto de cohete en 1965. Jedediah Prentiss… Jedediah.

El viento le arrebató el nombre. Estiró la mano tratando de alcanzarlo, gritando.

Luego, ya sereno, esperó a que el viento le devolviera el nombre. Esperó largo rato y sólo hubo silencio, y el corazón le latió mil veces, y luego sintió el movimiento.

El cielo se abrió como una flor azul y delicada. El mar Egeo agitó unos abanicos blandos y blancos en una distante marea vinosa.

En las olas que batían la playa, oyó su nombre.

Ícaro.

Y otra vez en un murmullo apagado:

Ícaro.

Alguien le sacudió el brazo y era su padre que lo llamaba y alejaba la noche. Y él, acostado, pequeño, vuelto a medias hacia la playa y el cielo profundo, sintió que el primer viento de la mañana encrespaba las plumas doradas, embebidas en cera ambarina, junto a su cama. Unas alas doradas se movían, casi vivas, en los brazos de su padre, y el muchacho sintió que el vello suave de los hombros se le rizaba estremeciéndose mientras miraba esas alas, y el acantilado, más allá.

Padre, ¿cómo está el viento?

Suficiente para mí, pero nunca suficiente para ti…

Padre, no te preocupes. Las alas parecen torpes ahora, pero mis huesos en las plumas les darán fuerza, ¡mi sangre en la cera les dará vida!

Mi sangre, mis huesos también, recuérdalo. Todo hombre les presta su propia carne a los hijos, y les pide que la cuiden bien. Prométeme no elevarte mucho, Ícaro. El sol, o mi hijo, el calor de uno o la fiebre del otro, podrían fundir estas alas. ¡Cuidado!

Y llevaron las espléndidas alas de oro a la mañana, y oyeron que la luz susurraba el nombre de Ícaro o algún nombre que se alzaba, giraba, y flotaba suspendido como una pluma en el aire.

Montgolfier.

Las manos tocaron unas cuerdas ardientes, una tela brillante, costuras calientes como el verano. Las manos alimentaron la llama susurrante con lana y paja.

Montgolfier.

Y la mirada subió por la creciente y la bajante, el vaivén del océano, la pera de plata que se mecía inmensamente y se llenaba aún con el aire tembloroso que subía en oleadas desde el fuego. Silencioso como un dios que cabeceaba dormitando sobre la campiña francesa, este delicado envoltorio de tela, este henchido saco de aire horneado, se soltaría muy pronto. Subiría hacia los mundos azules del silencio, y él, Montgolfier, sentiría que su propio espíritu, y el de su hermano, navegarían también, callados, serenos, entre islas de nubes donde dormían los relámpagos incivilizados. En ese golfo ignoto, en ese abismo donde no podía oírse el canto de un pájaro ni el grito de un hombre, el globo callaría también. Y así, a la deriva, él, Montgolfier, y todos los hombres podrían oír la respiración inconmensurable de Dios y la marcha catedralicia de la eternidad.

Ah… Montgolfier se movió y la multitud se movió, a la sombra del globo caliente. Todo está en orden, todo está listo.

Los labios le temblaron en sueños. Un siseo, un murmullo, un aleteo, un impulso.

De las manos de su padre un juguete saltó hacia el cielo raso, revoloteó en su propio viento, suspendido en el aire, mientras él y su hermano miraban cómo temblaba allá arriba, y oían cómo cuchicheaba, silbaba, y murmuraba el nombre de ellos.

Wright.

Susurros: viento, cielo, nube, espacio, ala, vuelo…

¿Wilbur? ¿Orville? Miren: ¿cómo es posible?

Ah. Suspiró, en sueños.

El helicóptero de juguete zumbaba, golpeaba el cielo raso, murmuraba, águila, cuervo, gorrión, petirrojo, halcón. Murmuraba, águila, cuervo, gorrión, petirrojo, halcón. Murmuraba águila, murmuraba cuervo, y al fin bajó revoloteando a las manos de los niños con un susurro, una ráfaga de veranos futuros, un último aleteo y una última exhalación.

Sonrió, en sueños.

Vio que las nubes descendían precipitadamente por el cielo Egeo.

Sintió que el globo se tambaleaba, borracho, esperando el viento claro y vertiginoso.

Sintió que las arenas siseaban a orillas del Atlántico, deslizándose en las dunas suaves que le salvarían la vida, si la avecilla torpe fracasaba y caía. El armazón zumbó y cantó como un arpa.

Afuera, sintió que el cohete estaba preparado ya para alzarse sobre el desierto. Plegadas aun las alas de fuego, reteniendo el aliento de fuego, hablaría pronto en nombre de dos mil millones de hombres.

Dentro de un momento él mismo despertaría y caminaría hacia el cohete.

Y se detendría al borde del acantilado.

A la sombra fresca del globo henchido de calor.

Azotado por las arenas volantes que tamborileaban sobre Kitty Hawk.

Y se cubriría las muñecas, los brazos, las manos y los dedos jóvenes con una vaina de alas doradas embebidas en cera dorada.

Y tocaría por última vez el aliento retenido del hombre, el cálido suspiro de temor y de asombro, los soplos aspirados y canalizados que alzarían al cielo los sueños de los hombres.

Y encendería el motor.

Y tomaría la mano del padre y le desearía buena suerte con las propias alas, plegadas y listas, aquí, sobre el precipicio.

Luego el impulso y el salto.

Luego el cuchillo que corta las cuerdas para liberar el globo.

Luego el motor que se pone en marcha, y la hélice que lleva el aeroplano al aire.

Y la llave de contacto que enciende los motores del cohete.

Y juntos en un único salto, aletazo, impulso, batir y deslizamiento, de cara al sol, la luna, las estrellas, van sobre el Atlántico, el Mediterráneo; sobre los campos, los desiertos, las ciudades, las aldeas, en un silencio gaseoso, un susurro de plumas, una trepidación de maderas, una erupción volcánica, un rugido tímido y chisporroteante, el titubeo de la partida, la sacudida, y luego el ascenso regular, permanente. Y maravillosamente suspendidos, transportados asombrosamente, todos reirían y llorarían. O gritarían los nombres no nacidos aún, o los nombres de otros, muertos hace tiempo, y serían arrastrados por el viento de vino o el viento de sal o el soplo silencioso del globo o el viento del fuego químico. Todos sentirían el movimiento de las plumas brillantes, tensas en los omoplatos. Todos dejarían detrás el eco del vuelo, un sonido que da una vuelta a la Tierra, y otra vuelta, en el viento, y que habla otra vez en otros años a los hijos de los hijos de los hijos, que duermen y escuchan el aire perturbado de la medianoche.

Arriba, y sin embargo más arriba aun. Una marea de primavera, un torrente de verano, un interminable río de alas.

El sonido de una campana.

No, murmuró, me despertaré en seguida. Espera…

El mar Egeo se deslizó bajo la ventana, desapareció. Las dunas del Atlántico, la campiña francesa se confundieron con el desierto de Nuevo México. En el cuarto el aire no rizaba ningún plumaje embebido en cera. Afuera no había ninguna pera esculpida por el viento, ninguna mariposa ronroneante. Afuera sólo había un cohete, un sueño combustible que para elevarse sólo esperaba la fricción de una mano.

En el último momento de sueño, alguien le preguntó cómo se llamaba.

Tranquilamente, dio la respuesta que él había oído durante horas, desde la medianoche.

Ícaro Montgolfier Wright.

La repitió lentamente, para que el otro pudiera recordar el orden exacto de todas las letras.

Ícaro Montgolfier Wright… Nacido novecientos años antes de Cristo. Escuela primaria: París, 1783. Escuela secundaria: Kitty Hawk, 1903. Diploma de la Tierra a la Luna, hoy mismo, Dios mediante, 1° de agosto de 1970. Muerto y enterrado, con suerte, en Marte, en el verano de 1999, año de Nuestro Señor.

Y salió a la vigilia.

Y no hubiera podido decir si había alguien o no detrás de él. Y no hubiera podido decir tampoco si esas voces que lo llamaban por sus tres nuevos nombres eran una voz o muchas, jóvenes o viejas, próximas o distantes, altas o bajas. No se dio vuelta.

Pues el viento se levantaba lentamente, y él dejó que ese viento lo llevara por el desierto hasta el cohete que estaba allí, esperándolo.

F I N

Título Original: Icarus Montgolfier Wright © 1956 by Fantasy House, Inc.

Traducción de F. Abelenda.