Daniel Schteingart, Director del Centro de Estudios para la Producción CEP-XXI -vinculado al Ministerio de Desarrollo Productivo- preparó este texto para un debate convocado por Página 12. Nos pareció el suyo un planteo interesante y lúcido, y por eso lo reproducimos aquí.
Pero… no creemos que sea parte de un debate relevante, en esta etapa de las diferencias. Atención: estamos seguros que en cada proyecto, en cada actividad productiva en marcha, pueden plantearse objeciones, o salvaguardias válidas, para proteger el ambiente humano y la biodiversidad.
La dificultad surge si desde el otro lado del debate se plantea que el crecimiento es en sí mismo malo. Un argumento o metáfora usado muchas veces por quienes piensan así es «Se necesitaría X número de planetas iguales a la Tierra si todos los seres humanos tuvieran el nivel de consumo promedio de EE.UU. o de Noruega, o…» (nunca se dice «Si todos tuvieran mi nivel de consumo»…).
Ironías aparte, es un argumento defendible, y puede ser cierto, si la ciencia y la tecnología no encuentran respuestas a los problemas que han contribuido a crear solucionando desafíos anteriores. Pero no es un debate intelectual. Los que proponen detener o revertir el crecimiento, tendrán que convencer u obligar a miles de millones de seres humanos -en nuestro país, a decenas de millones de compatriotas- a que renuncien a alcanzar el nivel de consumo y bienestar material que tienen disponible quienes plantean eso. No les deseo suerte.
Mientras, necesitamos encarar el desafío de armonizar el crecimiento -más precisamente, el desarrollo- con la protección del ambiente. Pasamos a las observaciones de Schteingart.
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«En los últimos 20 años, siempre que la economía argentina creció la pobreza, la desigualdad y el desempleo bajaron y viceversa. Si bien el crecimiento no es una condición suficiente para la mejora de los indicadores sociales y el desarrollo humano, sí es una condición absolutamente necesaria.
Ahora bien, que el crecimiento perdure en el tiempo (y no que tengamos un año de crecimiento seguido de uno de recesión) requiere de divisas. Esto ocurre porque cuando la economía y el consumo (su principal motor) crecen, se incrementan las importaciones: por ejemplo, si sube nuestro poder adquisitivo, sube nuestro consumo de artículos como celulares, electrodomésticos o vehículos, todo lo cual tiene contenidos importados (si es que no son totalmente importados).
Las importaciones son pagadas en dólares: si nos quedamos sin dólares en el Banco Central, terminamos en una devaluación que empobrece a las mayorías (y reduce el consumo y, con ello, las importaciones).
Para financiar las importaciones podemos básicamente endeudarnos (y ya sabemos cómo suele terminar eso) o exportar más (mucho más sustentable desde lo macroeconómico). Sustituir importaciones, esto es, que parte de lo que hoy consumimos importado se produzca localmente, también es una opción válida para que el crecimiento no exija tantos dólares.
Lamentablemente, la propensión a importar de nuestra economía es mucho más alta que nuestra propensión a exportar
Eso hace que nuestra tasa de crecimiento compatible con la disponibilidad de divisas sea baja. Si entre 2002 y 2011 Argentina pasó de tener 70 por ciento de pobres a 27 por ciento, eso fue en parte posible por el crecimiento “a tasas chinas”, que pudo sostenerse por casi una década gracias a que nuestras exportaciones de bienes y servicios pasaron de 29.000 millones de dólares a 97.000 millones y, de este modo, financiaron el enorme aumento de importaciones que tal crecimiento supuso.
Tras el récord de 2011, las exportaciones decayeron, y la economía nunca pudo retornar al pico de ingreso per cápita de dicho año.
Ahora bien, nuestra canasta exportadora está mayormente centrada en recursos naturales, varios de los cuales pueden tener un impacto ambiental relevante (y/o una demanda social creciente que alerta sobre sus potenciales peligros). El agro, la minería metalífera y los hidrocarburos de Vaca Muerta -todos fuentes potenciales de miles de millones de dólares a las arcas del Banco Central y, también, de miles de empleos en el interior- no tienen particularmente buena prensa en sectores de la opinión pública que exigen mayores demandas ambientales.
La demanda ambiental llegó para quedarse, y bienvenido que así sea. Eso presionará a gobiernos y empresas a prestar cada vez más atención a una variable que históricamente fue muy descuidada tanto en el ejercicio de las regulaciones como en las prácticas productivas. Ahora bien, ¿es posible encontrar algún punto intermedio que concilie crecimiento y cuidado ambiental? Creemos que sí.
Por un lado, las prácticas productivas en sectores intensivos en recursos naturales son cambiantes en el tiempo -gracias a mejoras tecnológicas y nuevas demandas sociales- y hay aprendizajes tanto de gobiernos como de empresas. Por ejemplo, no es para nada lo mismo la minería o la producción porcina de hace 40 años que la de hoy, en la que -si bien hay mucho por mejorar- se regula y se produce mucho mejor. Por otro lado, hay ciertos sectores productivos -muchos de ellos incipientes- en los que se logra atender simultáneamente a las necesidades de crecimiento y cuidado ambiental. Es por ejemplo el caso de los vehículos eléctricos y las energías renovables (que, vale mencionar, demandarán más metales, esto es, minería de por ejemplo cobre y litio), el hidrógeno, la construcción sustentable (por ejemplo a través de la incorporación de calefones solares) o la economía circular.
Dado que las matrices productivas no se cambian de un día para otro, resulta difícil imaginarnos en futuro próximo la salida de esta larga crisis sin mayores exportaciones ligadas a los recursos naturales. De cara al largo plazo, es fundamental que el futuro crecimiento -que además permitirá fortalecer el poder de fuego del Estado para implementar mejores políticas productivas y ambientales y construir cuadros técnicos estatales más calificados y mejor remunerados de lo que están hoy- invierta cada vez más recursos para virar nuestra matriz productiva hacia sectores de cada vez menor impacto ambiental. De esa manera, el desarrollo sostenible, tanto en lo macroeconómico como en lo ambiental, podrá ser una realidad.»