El «Día de la Tierra», y la guerra que en 8 semanas ya destruyó la agenda ambiental

Fernando Diez, integrante de la Academia Argentina de Ciencias del Ambiente y profesor en las universidades de Palermo y Torcuato Di Tella, es el autor de esta columna de opinión que se publicó el miércoles pasado.

Nos parece oportuno reproducirla hoy, 22 de abril, Día de la Tierra. Aunque en AgendAR tenemos algunas observaciones que volcamos al final de la nota.

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«Cuando la comunidad científica comenzaba a conseguir que se escucharan las evidencias sobre el cambio climático, cuando los gobiernos de todo el mundo comenzaban a invertir seriamente en energías renovables y el ya desesperado reclamo por disminuir el uso de combustibles fósiles comenzaba a ser atendido por el electorado.

Cuando Donald Trump (su lema sigue siendo Make America Great Again) ya había sido derrotado en las elecciones de Estados Unidos y las naciones más poderosas pudieron comenzar a acordar metas de políticas sustentables, cuando la pandemia de Covid-19 hizo evidente la necesidad de políticas coordinadas y globales de salud y cuando la cooperación entre las naciones parecía comenzar a hacerse posible ante la necesidad de políticas globales contra el cambio climático, entonces, Rusia invadió Ucrania.

El tono de esta larga introducción puede resultar exagerado, pero es el que requiere este brutal, bochornoso error de cálculo (porque se pensó que Ucrania seria ocupada como Checoeslovaquia en 1968, con muchos tanques y poca sangre), estaba destinado a una escalada militar que resultaría políticamente inevitable para Putin, de trágicas proporciones y horrorosas consecuencias para Ucrania, pero también decisivas para el resto del mundo.

De un solo golpe se cambió la agenda del siglo XXI por la agenda del siglo XX.

La agenda de una creciente cooperación entre las naciones por la agenda de un retorno a la confrontación de bloques. La confrontación económica, la confrontación militar, la de la supremacía en el espacio, la del dominio de las bandas electromagnéticas. La propia idea de una hegemonía mundial ha revivido con insoportable descaro. Una agenda del siglo XX que nos obliga a volver al pasado tanto en el terreno de lo real como en el terreno de lo mental. Que no nos permite pensar en el futuro, sino que nos obliga a pensar en el pasado.

La guerra, sabemos, nunca beneficia al pueblo, menos todavía a los soldados, pero permite a los gobernantes abolir la oposición y abroquelarse en el poder por tiempo indeterminado, designando a los disidentes como traidores, encarcelándolos y acallando toda libertad de disenso. El resurgimiento del nacionalismo, la apelación a la raza, a derechos territoriales pretéritos, la concepción del mundo como territorio de intereses imperiales, la amenaza armada e incluso, la amenaza de guerra nuclear (si, Putin nos hizo saber que puso en alerta el comando nuclear) reordena las prioridades de las políticas nacionales abriendo un nuevo armamentismo.

El complejo industrial-militar pasa al frente, las acciones de las petroleras suben y las de las compañías de energías renovables bajan.

Si por un momento pudiese suspenderse el horror por la muerte y el sufrimiento humano que la invasión de Ucrania ha producido, si eso fuese posible, podríamos pensar en el daño a las futuras generaciones que este cambio de agenda significa. ¿Quién puede pensar en los derechos de las futuras generaciones cuando ahora mismo poblaciones indefensas, ancianos y niños, perecen bajo bombas teledirigidas?

Pero la guerra, habilitando el cinismo de la realpolitik, la arbitrariedad de la razón de estado, y la crueldad de la contabilidad de la muerte como una forma de victoria, significa el total e instantáneo abandono de las consideraciones ambientales.

Un día de guerra genera más emisiones de dióxido de carbono y más residuos que un año entero de paz.

No solo en la voracidad de combustible de aviones y misiles, de los camiones y pesados tanques, también en la de las gigantescas explosiones y los voraces incendios que estas producen. Ni qué decir de las infraestructuras destruidas, cuya reconstrucción exigirá nuevos esfuerzos materiales y económicos, pero también nuevas emisiones de gases dañinos para la atmósfera. Basta ver las escenas de destrucción para contabilizar visualmente las montañas de edificios reducidos a escombros, tanques destruidos, decenas de automóviles incendiados, puentes, caminos, cañerías y líneas eléctricas destruidas, por no mencionar la destrucción de edificios de valor histórico.

Toda esa destrucción, visible a simple vista, es apenas una fracción de las emisiones que producirán lo que ahora aparece, para unos y para otros, como el urgente e inmediato mandato de restitución de los stocks de municiones y armamentos.

Un forzoso desvío de los esfuerzos humanos que en el siglo XXI debían orientarse a restablecer una relación sostenible con el planeta, que se ven en cambio dirigidos hacia un esfuerzo armamentista de proporciones incluso mayores que los ya descabellados presupuestos militares precedentes, produciendo un retorno a los parámetros del siglo XX.

Aunque la muerte y la destrucción inútil, la espiral de abyecta y voluntaria violencia y el dolor humano que desatan nos paralizan de indignación moral, es inevitable una dolorosa pero necesaria contabilidad: todos los muertos y heridos y toda la destrucción de la guerra es apenas una fracción de las víctimas que producirán el cambio climático, la contaminación ambiental y las mutaciones virales. Lo que en la guerra se contabiliza en miles, se contabilizará en millones en las víctimas de las sequías, el hambre, nuevas enfermedades, incendios e inundaciones.

La estupidez de la agenda de la confrontación queda reflejada en la nueva amenaza que ahora se cierne sobre Europa: la amenaza de la radiación nuclear a que la exponen los límites que ya se han cruzado. La aterradora escena de centrales nucleares sin energía o bajo fuego de artillería ha sido inmediatamente superada por el horror que produce el retorno de las bombas nucleares como argumento de presión militar, consiguiendo resucitar el fantasma de la Mutua Destrucción Asegurada. ¿Y el resto del mundo? ¿Y las futuras generaciones? ¿Qué pueden importar si no importa la propia?

La agenda del siglo XX, la agenda de la confrontación alimentada por los combustibles fósiles, en sólo unas pocas semanas, se ha impuesto sobre la agenda de la cooperación ambiental del Siglo XXI. No por el cálculo, no por la inteligencia, sino por la estupidez.»

Comentario de AgendAR:

En nuestra opinión, el arquitecto Diez ha sido aquí demasiado optimista sobre la fuerza del consenso global que se había logrado sobre políticas ambientales, y que la guerra en Ucrania habría destruido.

Los estados nacionales, como sus gobernantes y como los seres humanos en general, van a privilegiar sus necesidades y temores inmediatos ante los que aparecen en un futuro. Hasta que haya acuerdos globales que tengan a la vez legitimidad ante la mayoría de la población del planeta y fuerza detrás para hacerlos cumplir -y para eso parece faltar bastante- consensos como se lograron en el Acuerdo de París o en conferencias como la COP 26… serán postergados o ignorados ante urgencias o peligros más cercanos.

No es una invitación a bajar los brazos. Sino a continuar los esfuerzos, con enfoques realistas.

VIALa Nación