A los 103 años, se muere quien identificó los peores contaminantes atmosféricos de la historia

Hasta hace 6 meses, Lovelock se daba grandes caminatas por las playas de Abbottshire. Cosas que uno hace cuando es un jovencito de 102.

Este martes 26 falleció James Lovelock, médico, químico de la atmósfera, inventor de un sensor que cambió nuestra percepción de la dinámica del clima, y muy buen divulgador científico. Se fue no sin antes advertir que a fines del siglo XXI tal vez queden 1000 millones de seres humanos (hoy somos 8000 millones, y contando). El cambio climático probablemente mate al resto.

Morirse justo el día de cumplir 103 años (el 26 de julio) parece otro éxito del Dr. James Lovelock para desmarcarse de su imagen pública, tras haberla usado con mucha habilidad.

La gente New Age ya la está escribiendo hagiografías sin haberlo entendido demasiado, y sin enterarse de que el viejo era absolutamente pro-nuclear. Imposible, sin embargo, no enterarse de que predijo la muerte por hambre y durante este siglo de 7 de cada 8 de quienes lean esta nota. Y de los que no, también.

¿Cómo resumir a Lovelock? No hay colega en las redacciones que, por pereza mental, no se tiente de llamarlo “profeta”. Horrible error, era un científico de los buenos, sólo que muy independiente y suelto de lengua. Sinceramente espero que el viejo se levante de su tumba para darle un susto.

Sobre todo, y esto difícilmente circule, de jovencito don James fue muy bueno desarrollando aparatos, y fundamentalmente, un sensor portátil y muy sensible de contaminantes atmosféricos.

Creo que esto es lo central de su carrera. El resto es honestidad intelectual, y ya de viejo, no poco márketing personal.

Cuando cierren los balances sabremos por fin qué le debemos. En mi estimación, que nuestros hijos no queden ciegos por cataratas a los 30 o 40, y que nuestros nietos no afrenten una escalada de cánceres de piel como la que sufrió Australia entre la posguerra y los ’80 (fue de un 700%), sólo que a nivel pandémico.

Eso sin duda es muy principal, pero también una consecuencia de aquel aparatito que Lovelock desarrolló en los ’50, el detector de contaminantes atmosféricos por captura de electrones, portátil y de una sensibilidad química exquisita.

La Hewlett Packard sí sabe que le debe al difunto Jim, porque le copió impunemente ese aparato sin pagarle un «penny» de royalties, cosa que a Lovelock no parece haberlo despeinado. Pero el resto de su vida y de su leyenda (que trataré de desmentir), sale de esa cajita electrónica desarrollada en tiempos libres cuando era joven, pintón e investigador del estado.

Pinta de Jim Lovelock cuando era joven y desarrolló algo que determinaría el resto de su vida, y parte de las nuestras: un sensor portátil que detecta y caracteriza gases por su «firma» de electrones.

Con ese pendorcho suyo Lovelock anduvo décadas por el mundo detectando sustancias químicas disueltas a muy bajas concentraciones en la atmósfera. Así fue que en un viaje de investigación del BAS (British Antarctic Survey) de comienzos de los ’70 descubrió CFCs (clorofluoruros de carbono) en el aire antártico. Lo publicó en Nature en 1973.

Y en su “paper” don James se preguntaba: ¿pero qué demonios hace un gas usado como refrigerante industrial aquí, en pleno freezer del planeta, a miles de kilómetros de toda heladera o acondicionador de aire artificiales? Por supuesto, usaba un lenguaje menos vulgar. También dijo que los CFC en la Antártida no tenían importancia: eran químicamente inertes, como aseguraba la Dupont, que los fabricaba por miles de toneladas. Primer Gran Error de Lovelock.

La respuesta a su pregunta la dieron apenas un año más tarde otros dos químicos de la atmósfera, los yanquis Mario Molina y Sherwood Rowland: los CFCs probablemente estaban destruyendo por cloración la capa estratosférica local de ozono. Y de yapa la del resto del planeta, aunque mucho más despacio.

La vida en los continentes y en la superficie marina no es posible sin ozono en la estratósfera, porque este gas ataja el 90% del ultravioleta solar C y el 10% del B, dos de los componentes biológicamente más destructivos de la radiación electromagnética solar. Este lado oscurísimo de los CFCs a Lovelock se le había pasado por alto.

Y la Dupont no miente… salvo que lo haga. Los CFCs son gases totalmente inertes, que en la tropósfera (la parte inferior de la atmósfera) no reaccionan con nada. Pero llevados lejísimos, a fuerza de indestructibles, a la estratósfera antártica y activados allí por la luz ultravioleta C, liberan cloro a lo grande. Y cada átomo de cloro liberado hace percha hasta 70.000 moléculas de ozono.

Aquella era una afirmación gigantesca y el mundo trató de no darse mucho por enterado. Pero en los ’80 las mediciones desde satélite y avión del ozono estratosférico en la Antártida, en el Polo Norte y en el resto del mundo probaron que eso era verdad. Durante la primavera, el ozono prácticamente desaparecía sobre toda la superficie continental antártica, y parte de la marina. Eso iba en curso a menor velocidad en las latitudes templadas y tropicales, con un bajón global promedio del 5% del inventario en los ’90. Y si eso continuara no habría modo de sobrevivir, salvo bajo el agua y a cierta profundidad. Un momento «glups» para la dirigencia política planetaria.

De aquel primer susto global salió el Tratado de Montreal de 1989, que prohibe la fabricación de CFCs. Fue la primera y última vez que la humanidad se puso de acuerdo en forma práctica sobre un tema de salud planetaria, a costa de arruinarle a la Dupont (e incontables fabricantes menores) su mercado en tres industrias: la de la refrigeración, la de los aerosoles y matafuegos, y la de fabricación de telgopor.

Sin Montreal, hoy los casos de melanoma o de cataratas se habrían multiplicado… ¿cuánto? ¿Un 700%, como los de Australia entre la posguerra y los ’90? Probablemente más.

Es una pregunta contrafáctica, pero Lovelock hasta el miércoles pasado vivió generándolas, o haciendo que otros se las formularan.

Lovelock pasa a la historia por lo menos importante que hizo en la vida: una teoría probablemente cierta del equilibrio químico atmosférico y marino, a la que le puso un nombre sumamente marketinero, el de la diosa griega de la Tierra, Gea. Obligó a la gilada a leerla. Pero de entenderla…

Lovelock nunca trató de ocultar que había metido la pata hasta el cuello con su caracterización de los CFC como inertes. Fue su único error importante. Sin embargo, nadie –salvo él, con su calimestrador- había buscado CFCs en la Antártida. Y es que allí esa familia de moléculas artificiales tiene menos entidad legal que los camellos o los tucanes.

¿Qué más le debemos a Lovelock, además de incontables madres gritándoles a sus hijos que se pongan protector solar? Bueno, que nuestras empresas favoritas Edenor y Edesur –e incontables otras compañías de electricidad menos cuestionadas- sean factibles de comerse juicios si no reemplazan esos transformadores viejos, que a veces revientan por el calor y chorrean PCBs líquidos (policloruros de bifenilo) en plena calle.

Los PCB se usaron como fluido dieléctrico durante décadas, y hasta los ’80 fueron cancerígenos urbanos ubicuos en cualquier ciudad del mundo. Fueron detectados por Lovelock incluso en el aire en medio de grandes océanos, donde no debían estar. ¿Acaso no eran líquidos de ciudad?

Las moléculas artificiales químicamente muy resistentes tienen esa contra: terminan en cualquier lado. Son contaminantes planetarios, o «forever compounds» (compuestos eternos).

Los hallazgos de don Jim no lo malquistaron con la gran industria química, porque el tipo durante mucho tiempo operó desde un segundo plano. Cuando su cromatógrafo de electrones detectó el insecticida órganoclorado DDT incluso en la leche de mamíferos árticos, a miles de lugares del sitio de aplicación, fue cuando Rachel Carson escribió “Primavera silenciosa”.

Allí la Carson explica la desaparición de decenas de especies de aves, especialmente las predadoras, por la fragilización de la cáscara de sus huevos. El DDT se comporta como un disruptor hormonal del calcio: la hembra del halconcito o de la lechucita pone sus huevos, se sienta a empollarlos… y los rompe. Este libro tuvo efectos parecidos con los ejecutivos de la Bayer, porque se vendió como pan caliente. Y debido a eso hoy ya casi no se usa DDT.

Hasta ahí lo vemos a Lovelock jugándola de volante: es un Mascherano, se corre toda la cancha y le deja la pelota servida a los delanteros para que revienten el arco contrario.

Pero en ocasiones, don Jimmy pateó personalmente algunos penales. En 1969, Lovelock probó que las grandes nieblas de smog fotoquímicas urbanas se formaban gracias a los productos particulados de combustión incompleta de los motores de explosión, como aglutinador de las moléculas de agua.

Chocolate por la noticia, pero había que probarlo de modo impecable, porque había que enfrentar simultáneamente a los fabricantes automotrices y a las petroleras. Hoy el uso obligatorio de convertidores catalíticos en los caños de escape (aquí ni se sabe qué son) elimina parte de esos particulados de bajo peso molecular, incluso en los motores diésel. No elimina el problema, pero lo mitiga.

Las leyes de aire limpio de viejas capitales del smog, como Londres y San Francisco, empiezan con esos «papers» de Lovelock. Es un tema politizado como pocos, porque las dirigencias suelen ser negacionistas y proteger a los culpables.

En Diciembre de 1952, en pocos días el smog mató de inmediato a más de 12.000 londinenses. En medio de un sistema estable de baja presión y con una niebla de invierno como no se habían visto en todo el siglo, el Primer Ministro Winston Churchill se negó a cerrar las chimeneas de las fábricas urbanas que quemaban carbón. El humo, dijo, mostraba prosperidad. En su gabinete Tory, nadie lo refutó.

Centenares de millones de habitantes de muchas megalópolis que se habrían muerto a destiempo de EPOC (Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica) siguen respirando gracias a esa constatación muy 2 + 2 igual a 4 de Lovelock, o más bien, de la gente que la leyó, la creyó y forzó la redacción de nuevos códigos de emisión para la industria y el transporte.

Otros nos jodemos, porque nuestros intendentes, gobernas y presis no pueden plantarse ante la industria automotriz argentina, (¿tan argentina?), para que gaste U$ 30 dólares en catalizadores con platino o metales químicamente emparentados. Desde los ’80, en las economías desarrolladas vienen “de fábrica”.

El Gran Smog de Diciembre de 1952. Un bobby en Marble Arch, Londres, señala su presencia con una antorcha para no ser atropellado.

Lovelock era un bicho raro al modo británico, de los que tratan de pasar por normalitos y casi les sale bien. Su padre tenía una tienda chica en Brixton Hill, al Sur de Londres. En los feriados lo sacaba de excursión por las playas, colinas y bosques de Essex, y le enseñaba los nombres populares de las plantas, de los bichos y a observarlos, y descubrir sus interacciones.

El tipo le seteó el mate a su pibe para darle más bolilla a la estúpida realidad que a las grandes ideas. La madre, actriz obligada a trabajar de secretaria, fue emprendedora de pequeños negocios y militante de grandes causas, y mujer también de formarse su propia opinión acerca de casi todo.

En 1939, con sus compatriotas alistándose para combatir la 2da Guerra, Lovelock se hizo objetor de conciencia e inscribió en la Universidad de Manchester. Era un desafío moral, pero no cívico. Desde la Primera Guerra, la más llena de disrupciones tecnológicas hasta entonces, Su Majestad prefería tener a sus “boffins” (hoy diríamos “nerds”, gente de las ciencias duras) en retaguardia y en sus laboratorios, desarrollando fierros o asuntos médicos, mientras los demás tipos iban a la masacre silbando “Tipperary”. Los “boffins” evitaban el exceso de muertos propios, y a veces, hasta te ganaban la guerra.

En 1941, graduado en plena contienda, Lovelock trabajaba en el Medical Research Council como especialista en infecciosas. Mire, si a Ud. lo nombran rey o reina, no trate de tener un imperio de ultramar, y máxime en los trópicos, sin muchos de estos tipos.

Trascartón de la paz, en los ’50, Lovelock desarrolló su detector de contaminantes aéreos y sin proponérselo empezó a cambiar la opinión del mundo acerca del estado del mundo, cuando fue publicando sus hallazgos.

Pero luego, muy hijo de su madre, publicó también sus opiniones. Y ahí está el problema.

La gente New Age a Lovelock lo conoce por una contribución más bien teórica, aunque inspirada: la llamada “hipótesis Gaia” (se pronuncia Gea y así debería escribirse en castellano, es el nombre de la diosa griega de la Tierra). Mala elección, entre científicos, porque los colegas tomaron a Lovelock como a un planetólogo hippie, es decir para el churrete, aunque la idea está llena de sensatez científica y observacional.

Lo que Lovelock escribió en su libro “Gea: una nueva visión de la vida en la Tierra” es esto: desde la Gran Oxidación la atmósfera planetaria parece haber cambiado muy poco en su composición química. La Gran Oxidación fue básicamente una megaextinción de casi todo lo que vivía en los mares y lo poquísimo que lograba vivir en las costas.

Fue disparada hace 2400 millones de años por causa de esas primeras aspirantes a plantas, las bacterias fotosintéticas. A lo largo de eones, fueron liberando demasiado oxígeno, y éste gas es terriblemente corrosivo.

Cruzado un brusco valor umbral, un «tipping point» en la jerga actual, el oxígeno se combinó con el hierro disuelto en los mares, y éste precipitó y formó los yacimientos de hierro que todavía hoy explotamos. Algunas bacterias, en lugar de incinerarse en cámara lenta, lograron aprovechar el oxígeno como combustible premium, y esos son hoy los eucariontes, las formas de vida más modernas y dinámicas.

El mundo sigue lleno de procariontes, microorganismos unicelulares más primitivos. Pero las cosas grandes y vistosas, los árboles que hoy arden en Europa debido a las olas de calor son eucariontes, y Lionel Messi y Ud. también. No podríamos vivir sin oxígeno.

La Gran Oxidación abrió paso a un punto de equilibrio en que los valores de oxígeno atmosférico andan entre el 15 y el 25%, una nueva estabilidad.

Y no por falta de terribles excursiones en materia de temperatura o de nivel del mar. También hubo apartamientos bruscos de los valores medios por contaminaciones masivas del mar o del aire con azufre, forzadas a veces por cambios cíclicos en la forma de la órbita terrestre alrededor del sol, y otras por erupciones o impactos meteoríticos o cometarios colosales. Pero una y otra vez, desde las catástrofes y los extremos, se vuelve siempre a un cierto punto de equilibrio.

La novedad descubierta por Lovelock es ese punto, no los bandazos.

En la opinión del Gran Jim, la biosfera, esa orquesta incontable de organismos, tiende como conjunto a la homeostasis, a mantener sus parámetros químicos internos a veces modificando para ello su medio ambiente. Es algo que hacen casi todos los organismos. No les hace falta un cerebro para ello, alcanza con la selección natural darwiniana.

Es como si algunos de los grandes formadores ocultos de la química oceánica y atmosférica estuvieran trabajando coordinados para mantener ciertos niveles promedios cómodos para la vida, digamos un 78% de nitrógeno inerte y un 20% de oxígeno híper-reactivo en el aire, con el resto atribuído según las epocas a otros gases que a veces descajetan todo por un tiempo, como el sulfuro de hidrógeno, o los óxidos de nitrógeno. Pero ahí está la cosa: por un tiempo.

Y como buen microbiólogo, Lovelock apuntaba como factor equilibrante al ejército innumerable, anónimo y secreto de los organismos unicelulares: algas fotosintéticas, bacterias nitrificantes, etc. Por biomasa total y por su afectación del medio ambiente, dirigen el show.

Su amigo, el novelista William Golding, premio Nobel 1993 por “El señor de las moscas”, leyó la tesis y la jodió para siempre con el título de «Gea», es decir Gaia, como lo pronuncian los New Age. Y Lovelock –que no era gil- compró.

¿Qué ganó don Jim con ese título? La desconfianza inmediata de sus colegas químicos, geólogos, oceanográfos, climatólogos y planetólogos. ¿A quién se le ocurre sugerir siquiera que la biosfera es una diosa, un ser con una conciencia? A Lovelock no, sin duda. Pero a los chicos New Age, que andan a la caza de ídolos y rituales, la idea les pareció encantadora. Y en el fondo no está tan mal. ¿Hay algún otro modo de hacer que esa gente lea un texto científico?

A partir de aquel primer libro, todos los siguientes de Lovelock tienen la palabra Gea (no hay modo, lectores, en que yo escriba Gaia). “Hogar en Gea: la vida de un científico independiente”, en 2000, y en 2009: “La cara de Gea se borra: una advertencia final”.

“Independiente” significa literalmente “yo y mi alma”. Lovelock siempre desistió de incubarse en universidades o recibir plata de fundaciones, empresas o lobbies, y eso para poder ser brutalmente claro y arriesgado en sus palabras, sin Dios en el cielo ni amo en la Tierra, como decía mi tatarabuelo anarquista.

“Una advertencia final” es su mensaje último y el más intragable.

Las hagiografías ecologistas que se están imprimiendo sobre el buen James en general omiten que a partir de 2004 el tipo se manifestó embroncadamente pro-nuclear. Decía –y quién soy yo para discutirle- que el átomo era la única fuente de energía de base, siempre disponible, libre de emisiones de carbono. Y mirando la estúpida renuencia de sus contemporáneos europeos hacia las centrales nucleares, y la pésima evolución en curso de la química de la atmósfera, pronosticaba que en el siglo XXI habría una mortandad masiva de humanos. Debida al carbono fósil. «The great culling», la llamaba. «El gran descarte».

¿Muy masiva? Lovelock decía que tal vez sobrevivirían 1000 millones. Y eso lo dijo cuando éramos 6500 millones, no los 8000 millones de hoy. ¿Y de qué nos íbamos a morir los más longevos pero menos afortunados?

Mayormente de hambre, contestaba de un modo desdramatizado. El recalentamiento global tiene la virtud de hacer pelota todo lo que nos permite comer: los regímenes pluviales, los niveles fluviales, las llanuras aluviales, la agricultura, la cría de ganado, la pesca y hasta la química del mar.

¿Se va a extinguir el género humano, entonces, don Lovelock? El tipo se escandalizaba con esa incapacidad de pensar en términos cuantitativos. Siempre creyó que no. Lo indicaban los datos paleontológicos y genéticos. En la historia evolutiva de la especie Homo sapiens ya pasamos al menos dos cuellos de botella, decía.

En ellos, el número de parejas reproductivas humanas estaba muy debajo del que los zoólogos modernos llaman “de extinción inminente”, con más decesos que nacimientos. El último gran cuello de botella demográfico fue hace solo 70.000 años, es decir en el Neolítico Inferior.

En aquellos tiempos en la isla de Sumatra, actual territorio indonesio, estalló el supervolcán Toba. Inundó la atmósfera y la estratósfera con 2800 km3 de roca finísimamente pulverizada, amén de cantidades de gotitas de ácido sulfúrico, que rebotan hacia el espacio exterior la luz solar.

Para comparación: en 1815 estalló el Tambora, en parecidos lares, y en 1816, en las antípodas del globo, los europeos se morían de hambre en el campo y la ciudad. Aquel fue el llamado “año sin verano”. Las cosechas empezaron a recuperarse recién en 1818. Y eso tras un estallido de nada, un pedito geológico que puso en la estratósfera 80 km3 de roca, no 2800 km3. No es poca diferencia.

El mundo tras la explosión del Toba quedó en la oscuridad durante años, una situación de «invierno volcánico», que no fue la primera ni será la última. La fotosíntesis terrestre y marina se fue al bombo, las lluvias se detuvieron, casi todas las plantas y animales se murieron de frío y hambre, y la humanidad se redujo a entre 5.000 y 10.000 personas.

Pero la biosfera rebotó, según su costumbre, y volvió a su punto anterior de equilibrio, y nosotros con ella. Ahora, empero, el peligro climático somos nosotros, y un peligro de signo inverso: estamos calentando el clima.

El tema es que pasando demasiados “tipping points”, esos puntos geoquímicos de desequilibrio, se organizan círculos viciosos y el megombo se autoalimenta y no para de crecer hasta generar un nuevo equilibrio duradero. Si este nuevo equilibrio está 3 grados Celsius por encima de los promedios de temperatura de 1850, el mundo va a ser un infierno. Y con no muchos más habitantes humanos que los de 1850.

Por caso, como hay cada vez más dióxido de carbono en la atmósfera la tundra, normalmente helada, se recalienta. El permafrost, el suelo helado de la tundra, se licúa y al hacerlo emite enormes vaharadas de dióxido de carbono que estuvieron retiradas de la atmósfera desde hace 18.000 años o más. Entonces todo se calienta más. Entre círculos viciosos. Hay muchos otros, además de éste. Así vivimos.

De modo que las proyecciones para el siglo XXI de don James Lovelock suenan más a descripción que a pronóstico, si uno sabe leer las noticias. Nada indica que con los combustibles fósiles se vaya a hacer lo mismo que se hizo en Montreal en 1989 con los CFC: liquidarlos por decretazo universal. Es técnica y políticamente más difícil.

Yo espero por mis hijos que ésta sea la Segunda Gran Equivocación de Lovelock.

Daniel E. Arias