- El 17 de enero de 1958, la Comisión Nacional de Energía Atómica puso en marcha su primer reactor experimental. Fue construido en apenas 9 meses, con técnicos, científicos, materiales y tecnología locales.
La idea original era comprar un reactor nuclear experimental llave en mano a la empresa estadounidense General Electric. Pero sobrevinieron órdenes de no venderle «fierros» a los argentinos. De modo que el plan B fue más modesto pero -en el fondo- más ambicioso: comprar los planos del reactorcito para formación de personal Argonaut del Argonne National Lab. Y que Dios te ayude.
A eso los autodenominados americanos accedieron. Estaban casi seguros de que no íbamos a poder construirlo, o de que no iba a funcionar bien. Y tenían sus razones: la CNEA no sólo debía juntar y calificar a 90 proveedores industriales argentinos para los componentes. En los ’50 éramos un país mucho más industrial que hoy, pero en los rubros metalúrgico, electromecánico y electrónico, pocas firmas locales llegaban a calidad de exportación y con volumen.
Mucho más difícil aún, había que resolver la metalurgia y el diseño físico de placas de combustibles. Estas placas de primera generación son diluciones de uranio en aluminio, sostenidas por armazones de aluminio. Los materiales, obviamente, debían resistir el daño por absorción de neutrones, y la corrosión que ello desencadena.
Eso no era pavada en un país cuya metalurgia más avanzada era la de fabricación de armas de tubo por parte de Fabricaciones Militares, en aceros, y otras aleaciones de acero en industrias privadas. País, además, que no producía sus propios aluminios ni sus aleaciones derivadas. Sí sabía manipular aleaciones aeronáuticas de aluminio como el dural, pero importando chapa para su entonces industria aeronáutica, bastante avanzada.
En cuanto a importaciones nucleares, los autodenominados se limitaban a suministrarnos el uranio altamente enriquecido por un convenio anterior, de 1955. En cuanto tomaron la decisión de no vendernos un reactor entero, se olvidaron del asunto.
Poco les duró el olvido. El RA-1 logró su primera reacción nuclear controlada el 17 de enero de 1958, hace 65 años. Fue inaugurado oficialmente tres días después y fue el primero en operar en América Latina. Y se tardó nueve meses en construirlo. Lo único que tenía de importado eran los planos, el uranio enriquecido (no así los elementos combustibles tipo placa), el grafito usado como moderador (era francés) y algunos componentes electrónicos. El resto de los componentes era -con cierto orgullo- Industria Argentina.
Y cosa fundamental, eran argentinos el combustible y la ingeniería del mismo.
La construcción del Reactor Argentino 1 o RA-1 salió de mucho entusiasmo e inventiva de los investigadores de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), y de no poca rivalidad regional con Brasil: había una carrera por lograr la primera reacción en cadena autosostenida en esta parte del continente.
Los brasileños ya tenían en marcha su propio reactor. Compraron «llave en mano» otro Argonaut, sin ninguna objeción del State Department: habían sido aliados en una guerra todavía muy reciente, y eso pesaba.
La génesis del proyecto
En noviembre de 1956, la CNEA, a la sazón una organización exitosa y académica, anunció que la Argentina compraría un reactor nuclear para poder pasar de la teoría a la práctica, y de la práctica a la industria. Presidía el entonces capitán de navío Oscar Quihillalt, quien a principios de 1957 viajó a Nueva York para concretar la operación con General Electric. Pero lo esperaban con un laberinto de pedidos de papeles y de firmas: había contraorden obvia, pero evidentemente no declarada. Pareció que iba a tener que volverse con las manos vacías. Pero eso no era muy de Quihillalt.
En su libro “El sueño de la Argentina atómica” (Edhasa, 2014), Diego Hurtado de Mendoza cuenta que Quihillalt se dirigió entonces a Filadelfia para asistir a una conferencia. Allí se encontró con el ingeniero Carlos Büchler, quien había trabajado en la CNEA y en ese momento lo hacía en el Argonne National Laboratory de Chicago. El mismo donde el físico Enrico Fermi desarrolló el primer reactor nuclear artificial del mundo, en 1942, y bajo las gradas de un estadio de fútbol americano.
A instancias de Büchler, Quihillalt fue a conocer el Argonaut (Argonne Nuclear Assembly for University Training), un pequeño reactor experimental que había sido inaugurado unos días antes en Argonne, y se fue con los planos. No es imposible que el State Department haya pensado: «Se van a volver locos con los combustibles y las configuraciones del núcleo, no van a poder». Tenían razón. Bueno, en lo primero.
El 9 de abril de 1957 se decidió que la CNEA construiría el primer reactor nuclear de investigación argentino en un predio de la Dirección General de Fabricaciones Militares, en Constituyentes y General Paz. Hoy ahí está el Centro Atómico Constituyentes, pero entonces era poco menos que potreros y campo abierto, con algunos hangares tipo Quonset del Ejército.
El director del proyecto era el físico Fidel Alsina Fuentes, jefe de Ingeniería Nuclear de la CNEA, quien formó parte del grupo que viajó a Chicago para recibir formación técnica. “Al principio no los dejaban participar en los experimentos. Hasta que ellos encontraron un problema en el registro del reactor Argonaut y a partir de eso sí les permitieron presenciar las prácticas. Y aprendieron muchísimo”, cuenta el ingeniero electrónico Hugo Scolari, que lleva cuatro décadas como jefe del RA-1.
Aclaración gramatical necesaria: «ellos» son los autodenominados americanos. Nos invitaron a meter mano en los experimentos porque con su nuevo Argonaut, los muchachos de Argonne tenían problemas de instrumentación y necesitaban una manito para resolverlos. No son orgullosos. Tampoco nosotros. Y sí, aprendimos, claro que aprendimos. En cuanto a ellos, estaban escribiendo el manual.
En el país, al frente de la construcción quedó el ingeniero Otto Gamba, jefe del Departamento Reactores de la CNEA. A su mando había varios equipos de trabajo formados con egresados recientes de los también recientes cursos de reactores nucleares.
La construcción del RA-1
Carlos Domingo, quien integró la Sección Reactores de la CNEA entre 1955 y 1960 y fue parte de la comitiva que viajó a Chicago y escribió un relato acerca de aquellos días de prueba, error y búsqueda de soluciones durante la construcción del RA-1.
“Se trató de calcular la masa crítica del reactor para diferentes disposiciones de uranio, cálculo complicado por la geometría, que no era un anillo completo. El Taller, dirigido por Di Marzio, avanzó rápidamente en la construcción de las placas de control, el sistema de circulación de agua de enfriamiento y el tanque de aluminio del reactor. Velia Hoffman supervisaba y trabajaba en la construcción del blindaje. Había que diseñar los encofrados de las diferentes clases de bloques y controlar con cuidado el vaciado de cemento especial con la cantidad adecuada de barita (sulfato de bario, fundamental para hormigones pesados y de alta densidad). Koppel se encargó de controlar el corte del grafito que rodeaba al tanque”, contó Domingo.
Como seguramente preveían en EEUU, el problema duro fueron los combustibles, hechos con placas de óxido de uranio forradas por una fina cubierta de aluminio de alta pureza. “Se producían por un procedimiento de extrusión en caliente, a la temperatura en la que el aluminio es deformable. El grupo de metalurgia dirigido por Jorge Sabato, que contaba con gente muy preparada, estudió el problema y llegó a hacer un prototipo usando óxido de uranio natural preparado en el país y aluminio común”.
Sabato fue el arma secreta del combustible, ayudado por el entonces jovencísimo Carlos Aráoz. Pensaban estar resolviendo un problema concreto, cuando en realidad estaban haciendo nacer una ciencia en Argentina: la de materiales.
Hubo dudas acerca de si el sistema de extrusión funcionaría con el uranio enriquecido, y máxime a más del 90%. Pero Harry Bryant, el director del Argonaut, aseguró con algún asombro que estos elementos combustibles diseñados en la Argentina eran de mejor calidad que los que se usaban en el reactor estadounidense. Y se decidió que los del RA-1 se harían en la CNEA.
Bryant no macaneaba y se corrió la bola. En 1958, la empresa alemana de metalúrgica avanzada Degussa AG, que participaba del programa nuclear de la República Federal Alemana (RFA), nos compró la patente para este tipo de combustibles. La Argentina había vendido su primera patente nuclear.
Es curioso que sólo 9 años más tarde la RFA, a través de la división KWU de Siemens, estuviera en condiciones de ofrecer a la Argentina no un reactor de entrenamiento, sino una central nucleoeléctrica completa: la actual Atucha I. Es menos curioso si se recuerda que aquel año de triunfo, 1958 a la CNEA, vaya a saber por qué, se le cortó el presupuesto por la mitad.
Los científicos argentinos trabajaban de 12 a 18 horas por día para construir el reactor
La primera prueba comenzó el 16 de enero de 1958. Al principio parecía que no había uranio suficiente, o al menos lo suficientemente enriquecido, para alcanzar la criticidad. Eso los combustibleros lo solucionaron cambiando de posición los elementos combustibles: colocaron los que tenían mayor carga de uranio en el centro. No estaba en el manual, lectores: como todo constructor por cuenta propia, estábamos escribiendo el manual.
La reacción nuclear en cadena autosostenida se alcanzó a las 6:30 del 17 de Enero de 1958. No sucedió nada hollywoodense, simplemente relojes e instrumentos que certificaban que el núcleo del RA-1 había átomos de uranio 235 desintegrándose unos a otros, y que estaba emitiendo neutrones. Mucha gente que hacía nueve meses no pegaba bien el ojo, aquella noche pudo dormir por fin. No sin algunos brindis previos. Había sido la primera reacción nuclear en América Latina.
La inauguración oficial se hizo el 20 de enero y el reactor recibió el nombre de “Enrico Fermi”. Brasil inauguró su reactor cinco días después, aunque lo habían literalmente bajado en cajones desde un barco, con todos sus componentes «Made in USA». Y con el manual.
“Este hito fue el puntapié inicial para el desarrollo en el país de reactores de investigación y producción”, subraya Scolari.
El legado del RA-1
En 1959, una reforma integral del RA-1 permitió subir diez veces su potencia máxima. Hubo que construir un nuevo tanque que albergara el núcleo y nuevas piezas de grafito. También se renovaron las placas de control y se instaló una torre de enfriamiento, porque ahora sí había calor a disipar.
Después de una prueba en la que no se logró criticidad alguna: ¡a rediseño! Hubo que reducir el diámetro del cilindro interno de grafito y agregar a su alrededor algunas placas de combustible. Pero para eso había que arquearlas. Ya las divergencias con los planos comprados en EEUU se iban agravando.
Los técnicos encontraron la manera doblar las placas en forma segura sin que se generaran fisuras cuando entraran en reacción nuclear. El reactor, que ya se parecía tanto al Argonaut como el Ford de Manuel Gálvez (auto de Turismo Carretera) a uno comprado en concesionario, volvió a alcanzar criticidad el 25 de diciembre de 1959.
El RA-1 fue utilizado para innumerables experimentos e investigaciones y fue pionero en la producción de radioisótopos nacionales para uso medicinal e industrial (a baja escala). Aún hoy se lo usa para capacitación de recursos humanos; extensas actividades de divulgación; ensayos por activación neutrónica de materiales; estudios de daños por radiación, por ejemplo, en metales que luego formarán parte de Reactores de Potencia, y el desarrollo de una terapia quizás revolucionaria en medicina nuclear para tratar ciertos tipos de cáncer, llamada BNCT (Terapia por Captura Neutrónica en Boro).
A 65 años de la inauguración del primer reactor, la CNEA construye el Reactor Nuclear Argentino Multipropósito RA-10 junto a la empresa estatal INVAP. Y hasta el día de hoy, la Argentina produce sus propios elementos combustibles para sus plantas y reactores nucleares. Todas y sin excepción.
“El RA-1 dio inicio a la carrera nuclear argentina y hoy se encuentra en servicio gracias a las capacidades científicas tecnológicas, humanas y de gestión de nuestro país y su gente. Las mismas que hoy permiten desarrollar el RA-10. Esta es la historia entrando en diálogo con el presente, para construir el futuro. El RA-1 es la semilla que se sembró en el ´57 y asomó en el ’58, dando lugar al actual ecosistema de excelencia nuclear que hoy lidera nuestra Nación”, destacan desde el Departamento de Reactores de Experimentación y Servicios de CNEA (GRyCN – GAEN), liderado por Fabián Moreira e integrado por Juan Manuel Politano, Florencia Parrino y Agustina González.
“La construcción y puesta en marcha del RA-1 es un hito en sí mismo, pero lo más importante es el sendero que comienza a marcar –subrayan-. Hoy en la CNEA las personas siguen capacitándose y llevando adelante nuevos proyectos con la misma energía, sed de conocimiento y de crecimiento para el ámbito nuclear, siempre asumiendo y superando cada desafío con compromiso, seguridad, profesionalismo, creatividad y con mucha pasión”.
Para sintetizar: el RA-10, con sus 30 MW de potencia térmica y su sofisticación de diseño, nos podría permitir abastecer del 20 al 30% del mercado mundial de radioisótopos médicos, particularmente el de molibdeno 99, que hoy vale aproximadamente U$ 6300 millones/año, y que desde hace 20 años no hace sino crecer. Podríamos estar facturando arriba de U$ 1260 millones/año, para empezar. Y eso con un reactor que terminará costando U$ 400 millones a fecha de entrega. Y que debería durar al menos 50 años en operaciones.
No es una argentinada: el reactor OPAL de Sydney, Australia, ha llegado a mover el 40% de ese mercado, con sólo 20 MW. Y también es argentino, lo construyó INVAP en 2006 y se lo considera la mejor planta multipropósito del mundo. El reemplazo del reactor PALLAS, en Petten, Holanda, probablemente se vuelva el 2do abastecedor mundial del mercado de radioisótopos. Dicho sea de paso, es otra obra de INVAP en la que el sello de la CNEA está en todos lados, empezando por los combustibles, que ahora ya son de tercera generación.
El RA-10, raro destino, tendrá como competidores más acérrimos otros dos reactores argentinos, al parecer. Debería haber estado operativo en 2020, pero en 2016 a la CNEA -vaya a saber por qué- se le volvió a cortar el presupuesto a la mitad del de 2015, y quedó clavado en pesos hasta 2020. Y trascartón de «la malaria», la pandemia…
Cambió la suerte y ahora la construcción, fogoneada por nuevo presupuesto, avanza a todo trapo. Y cruzamos los dedos. «Nunca faltan encontrones/cuando un pobre se divierte…», como decía el tango de Pichuco Troilo.
A contar reactores exportados: el RPO y el RP10 a Perú, el NUR a Argelia, el Inshas a Egipto, el OPAL a Australia, el reemplazo del PALLAS a Holanda, todavía sin nombre, una unidad docente a Arabia Saudita, y contando. Y 14 Centros de Medicina Nuclear en otras tantas provincias, y contando.
Ésa es la herencia del RA-1.