La saga de la Argentina nuclear – XVIII

Jaime Pahissa Campá, nuestro máximo experto en gestión de residuos atómicos, que a los 88 años sigue dirigiendo la Asociación Argentina de Tecnología Nuclear “porque se le da la gana”.

Los anteriores capitulos de la saga estan aqui

Este capítulo habla de la «carrera nuclear» entre Argentina y Brasil. La carrera que no fué.

A no equivocarse: había pica, razonablemente amistosa. Cuando Canadá le «cerró la canilla» de un día para otro a Brasil en radioisótopos médicos, sus proveedores en plan B fuimos nosotros. En tecnología nuclear entre Brasil y Argentina hubo competencia durante décadas, y en alguna medida sigue, pero es casi futbolera, de prestigio tecnológico. De bombas, nada.

Les llevamos una cabeza de ventaja, no mucho más, y añado un cauteloso «todavía», por algunas decisiones acertadas que la CNEA tomó en los ´50 y ´60, es decir, en el siglo pasado, MUY pasado. Es lo que se cuenta en esta saga. Se cuenta también que los brasileños tuvieron una mala suerte increíble, en parte por algunas decisiones no tan buenas. Pero si no les fue bien no fue por falta de talento tecnológico o de músculo industrial.

Cuando en determinados círculos se habla de «carrera nuclear», se entiende una competencia por llegar a «La Bomba», así con mayúsculas. ¿Pudo existir? De nuestro lado, eso se empezó a evitar en los mismos ’60. Y se hizo del modo en que se cuenta a continuación.

Porque no se nos da la gana

 

Adolfo “Chin-chín” Saracho, quien fue embajador y mi amigo, en 1984 le pidió a Dante Caputo y “Jorgito” Sábato la creación de la DIGAN “para ayudar las exportaciones de tecnología nuclear argentina», en sus palabras. Pero sobre todo, para darles un marco político. Aceptado, todo desarrollo nuclear nuevo en Argentina ofendería a los EEUU. Y ni hablemos de exportaciones nucleares. Ofenderlos era inevitable. El asunto era elegir cuidadosamente los clientes y evitar la siempre cambiante «lista negra» de los EEUU.

Saracho trataba de superar un hecho indiscutible. Es éste: la CNEA tenía una superioridad absoluta de conocimiento sobre su tema, al menos medida contra el común de la clase política argentina, formada mayormente por abogados, algún médico, frecuentes generales de una cultura más bien cuartelera, nada de científicos y casi cero tecnólogos.

Tan rodeada de inexpertos, la CNEA se veía obligada a inventar su propia diplomacia internacional, liderada por personajes como el capitán (RE) Roberto Ornstein (ver aquí y aquí) y el experto en radioprotección Dr. Dan Beninson. Y eso a la CNEA no le salía mal. Bailaba su propia música, tratando de no pisarle los pies a nadie.

Ningún presidente argentino, ya lo fuera por votos o por botas, se negaba a ponerse al teléfono cuando la CNEA solicitaba una audiencia. Pero bueno, en una república se entiende que el poder sobre la diplomacia está más distribuido sobre el arco político.

Entre 1950 y 1983, el paraguas político de dos fuerzas armadas (la Armada y en menor medida el Ejército) se tendió un breve instante infinito sobre la cabeza de los “nerds” nucleares argentinos, sin que importaran mucho sus ideas sino más bien sus capacidades. Esa protección les dio cargos no sólo relativamente bien pagos y casi intocables, sino proyectos que llegaban a término. Y así siguió la cosa por tres décadas, con una ringla de éxitos técnicos que en su momento asombraron a los argentinos. Y a los no argentinos, bastante.

Por mencionar tres hitos, recuerdo la primera reacción nuclear en Sudamérica, la del reactor RA-1 del Centro Atómico Constituyentes en 1958. O el arranque operativo del RA-3 del Centro Atómico Ezeiza, que en 1967 inició la medicina nuclear en diagnósticos y terapias cardio y oncológicas con radioisótopos, en Argentina y además en el Cono Sur. O la puesta en marcha de Atucha 1 en 1974, que marcó el inicio regional de la electricidad nuclear.

Todo esto despertó la envidia del resto del siempre maltratado aparato científico argentino, signado por la pobreza y la persecución ideológica. «Tenemos una burguesía chanta», como dijo Jorge Sabato, y eso a veces hace de la Argentina un lugar estúpido. A un Manolo Sadosky, fundador de la informática de alto desempeño en la Argentina, la Federal de Onganía le podía romper la cabeza en La Noche de los Bastones Largos, y todo bien.

Nuestros infernales servicios de inteligencia pudieron también serrucharle el piso en el Instituto Malbrán a César Milstein, futuro premio Nobel por inventor de los anticuerpos monoclonales, y forzarlo al exilio y a trabajar el resto de su vida en Inglaterra. ¿Cuántos miles de millones de dólares por año se facturan hoy de anticuerpos monoclonales? Bueno, nuestra industria farmacológica se los perdió, y le importa un carajo. Un lugar estúpido, sí.

Pero los nucleares fueron intocables: un estado dentro del estado.

No podía durar. Un único presidente de aquellos años, siguiendo instrucciones que le bajaba su inesperado Ministro de Economía, don Julio Alsogaray, le pegó una primera patada, medio de ensayo, a la vaca sagrada nuclear. Ese fue el presidente Arturo Frondizi, paradójicamente un admirador de la casa. Fue también el extraño desarrollista (¿?) que en 1961, siempre siguiendo instrucciones de Alsogaray, trató de cerrar 17.000 km. de tendidos ferroviarios aquel mismo año. Y como reacción gremial, provocó el primer paro ferroviario nacional por tiempo indeterminado. Vos siempre confiá en don Álvaro para desmantelar un gobierno. O un país. Tipos de esos, fabricamos miles.

En 1961 el obediente Frondizi le rebanó el presupuesto a la CNEA por la mitad, de un año a otro. La institución sobrevivió porque todavía era lo suficientemente académica y poco industrial. No tenía ninguna gran obra de infraestructura empezada. Se sabe, las obras paradas generan gastos parasitarios llamados “improductivos”, por lo cual lo realmente barato, si incurren en atrasos, es romper el chanchito y completarlas «de una».

El paraguas ideológico de la CNEA era caro, sin duda, pero de bastante calidad. Y es que como dice en su libro Max Gregorio-Cernadas y cuentan el físico Mario Mariscotti y otros próceres más antiguos, como el radioquímico Renato Radicella o el «combustiblero» Carlos Aráoz, hasta en épocas de gastos quizás demasiado optimistas, en la CNEA de Atucha I, ya más de rumbos industriales, la plata se iba toda en obra nuclear, obra, mucha obra, pero mucha. Y las cuentas eran claras.

Los próceres todavía vivos recuerdan aquellos años que van del ’50 al ’83 como “los del fuego sagrado”. Ese vocabulario pretencioso se evitaba ante propios y mucho más ante ajenos, y venía de un orgullo sobrio por el trabajo y por la institución: no había en él una pizca de decentismo tribunero o de patrioterismo berreta.

Estimados: la máxima picardía tolerada en la CNEA hasta 1983 era “viaticar”, es decir prolongar unos días algún viaje a los tantos centros de actividad nuclear del interior para cobrar más estadías de hotel y pagos de restaurante, y eso sólo cuando los sueldos bajaban demasiado. En una Argentina como la de hoy, aquellos viaticadores, hoy todos jubilados o idos, ¿no inspiran ternura?

En cuanto qué se gastaba y en qué, eso seguía surgiendo de una negociación entre partes. Los objetivos, presupuestos, tecnologías y diplomacia reales del Programa Nuclear Argentino fueron, hasta 1983, la resultante de un polígono de fuerzas: de un lado marinos verticalistas pero con especialidades científicas o técnicas que les daban plasticidad neuronal y cintura para negociar con sus propias cúpulas.

Del otro lado estaba aquella chusma brava, trabajólica y levantisca de Jorge Sabato, que no respetaba a ningún milico por milico sino por doctor o magister en alguna disciplina nuclear, una vecindad de iguales que vivía en estado deliberativo porque se levantaba cada mañana a reinventar la Argentina, y que se manejaba con una democracia horizontal de esas que mi lamentado amigo Saracho llamaba “californiana”. No la habitaban angelitos contemplativos o bondadosos. No quieras ver la de golpes de furca y codazos en el hígado que se repartían en aquella California tan argenta. Pero el embajador no macaneaba.

Y las luces, prendidas a deshoras. Porque como solía decir el fundador de Planeta CNEA, Pedro Iraolagoitía, «los muchachos están trabajando».

Y aquí viene la frase impresionante, impublicable y verídica del Dr. Jaime Pahissa Campá, un radioquímico a quien todavía hoy le encanta proferir astracanadas. El pacto fundacional de límites de la CNEA, el «hasta aquí llegamos, pero más lejos, no», se hizo expreso en tiempos de Quihillalt, en los sesenta.

Pongo fecha borrosa sólo porque Max Gregorio-Cernadas, fuente segunda de esta historia en particular, se cuida bien de dar un año preciso para la misma. Pero ocurrió, y la anécdota es cierta y certificada por el propio Pahissa.

Un día aquel contralmirante-matemático, Oscar Quihillalt, hombre que reinó en la CNEA mientras por sobre el sillón de Rivadavia pasaban –y caían- ocho efímeros presidentes de la Nación, llamó a los máximos dirigentes de la CNEA y les preguntó, a la luz del dominio tecnológico ya logrado, cómo seguía “El Programa”: ¿con bomba, o sin?

Eso como quien pregunta si una cierta pilcha va mejor con corbata o con moñito.

Ojo, era una pregunta real, una duda que atormentó a aquel marino científico, y no sólo a él. Después, el iría con la respuesta al presidente de la nación, y el primer mandatario decidiría qué hacer. O qué no hacer. El buen o mal criterio presidencial excedía a la CNEA, y las reglas del juego eran ésas. Sólo aconsejamos, pero sabemos que nos escuchan. Porque saben que sabemos.

Lo relevante era que la CNEA era en el fondo un poder más institucional y durable que el del Poder Ejecutivo, del cual dependía y al cual acataba. Y eso sucedía porque la presidencia de la  CNEA no tenía una puerta giratoria activada a cuartelazos, o por parentesco y lapicera. La jerarquía nuclear «top» era una burocracia resbaladiza, pero casi estable. Uno se hacía gerente de tal o cual área por décadas de méritos científicos y técnicos. Suelen ser durables. Y eso a la institución le daba algunas ideas claras.

En fin, alguien -el Jefe- había planteado en esa mesa chica «la pregunta del millón».

Hubo un silencio y carraspeos en la sala todavía llamada «de Situación», término muy naval para un recinto desangelado como pocos. Quihillat añadió sin énfasis que en lo personal el Programa Nuclear le gustaba más “sin”, pero estaba dispuesto a escuchar opiniones contrarias.

Los directivos de la casa no tuvieron que pensar mucho: votaron “sin”. Y no por olfas del Jefe. Esto lo habían barruntado, discutido, macerado y desmenuzado entre sí centenares de veces, durante años, en decenas de asados en sus casas, ante familias entre atónitas y ya francamente aburridas.

La Gran Pregunta también aparecía en centenares de borrascosas peleas de café en el restaurantito del tercer piso de la Sede Central de la Avda. Libertador, o en las cantinas de los Centros Atómicos de Bariloche, Ezeiza y Constituyentes. Desde el principio mismo, desde los tiempos sumamente académicos de la DNEA, aquella había sido tema de insomnio para muchos.

La cuestión es que en aquella mesa de 1965 (o por ahí) no hubo ni siquiera un voto a favor de «la bomba». Ni uno. Eso es lo que más tarde Quihillalt le dijo al presidente de la Nación, presumiblemente el Dr. Arturo Illia. Y lo que le transmitió también a sus superiores en la Armada, sin desacuerdos.

Lo dicho antes: a la Marina no le interesaban las bombas. Lo que sí quería era formar un «pool» argentino de recursos humanos e industriales calificados para, en algún momento que a la larga nunca llegó, poder ir adelante con un reactor PWR compacto argentino para sus submarinos.

La anécdota de aquel cónclave la narró el citado Pahissa Campá, quien fue presidente un tiempo de la Asociación Argentina de Tecnología Nuclear (AATN). La narró en 2011, es decir 46 años respecto de la fecha conjetural de aquel cónclave en la Sala de Situación de la CNEA.

Lo dicho, a Pahissa le gustan las astracanadas. Sigue siendo el más urticante miembro de aquella ya aristocracia nuclear que se va olvidando. El veterano radioquímico contó esto ante un público mucho más joven que él, y que incluía a diplomáticos y técnicos brasileños. Vos siempre contá con Jaime para un buen show.

“Así establecimos sin presión de nadie la no proliferación, pero porque nos dio la gana”, subrayó Pahissa, con su sonrisa habitualmente algo diabólica.

Me imagino la complicidad nerviosa de los oyentes brasileños: al “Programa Nuclear Paralelo” de sus propias FFAA, dirigido eternamente por el físico Rex Nazaré Alves, flaco, chiquito e hiperactivo como un grillo, sí se les había dado la gana, pero los EEUU siempre le bolearon el caballo. Todos los sabían en aquel auditorio memorioso y privilegiado en información de 2011.

Los militares brasileños no se mandaron una prueba nuclear subterránea porque, recuperada la democracia, el presidente José Sarney los paró a tiempo, como quien se tira delante de una locomotora y logra frenarla. Y Sarney se jugó como loco en aquella ocasión porque Raúl Alfonsín, en el gesto más dramático y honesto de su presidencia, lo había invitado a Sarney a visitar la planta de enriquecimiento de uranio hasta entonces inaccesible. Me refiero a Pilcaniyeu. “Pilca”, minúscula y en medio de la nada, y a la que jamás habían podido acceder por derecha ni por izquierda los embajadores estadounidenses Harry Schlaudemann, Frank Ortiz y unos cuántos agentes de la CIA.

Esa visita de Sarney, comienzo del comienzo del Mercosur, fue también idea de Saracho.

Sin duda, que Saracho creara la DIGAN fue una iniciativa republicana. Pero una cosa fue la cancillería de Dante Caputo, con sus luces y sombras, y otra -horrorosa, banal y genuflexa- la de Guido di Tella. El Ministro de Relaciones Carnales, aquel salame siniestro, dándole órdenes de hacer «sapukku» a la institución que pudo volvernos un país más industrial, más rico… y menos estúpido. Mi colega en Clarín, la periodista política y científica Eleonora Gosman, resumió la nueva realidad en el título de un editorial de 1991: «El apagón nuclear».

Que la llamada «Línea Revlon» del Palacio San Martín se cargara a la CNEA me recuerda aquel raro piropo con el que Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura 1982, saludaba inevitablemente a otros escritores jóvenes en ascenso. Cuando alguien se los presentaba en algún ágape de esos a los que se acude con esposa, soltaba el Gabo: «Y tú, ¿qué has hecho de bueno en la vida para merecer semejante mujer?».

Buena pregunta para nuestra Cancillería.

Daniel E. Arias