La saga de la Argentina nuclear – XX

Los anteriores capitulos de la saga estan aqui

¿Qué hizo el resto de la región?

 

Para la época en que aquí se tomó la decisión de Atucha I, en Brasil, la propuesta de Westinghouse para la central de Angra I venía avanzando viento en popa contra las de otros cinco oferentes. Ganó en 1971, 5 años después que aquí, en un final cuello a cuello en que, vista la acción desde el palco, parecía destinada triunfar por una cabeza la oferta canadiense, pero… Überraschung!, ganó la alemana. Esa historia, otro día.

En Brasil algún diablo metió la cola en Angra 1, y en las que siguieron. Construida en 14 años en lugar de 5, comisionada y operando recién a partir de 1985, Angra 1 tenía tantas salidas de servicio por desperfectos que su factor de disponibilidad entre 1986 y 1994 fue de apenas el 55%. Era un aparato nuevo y de buena marca: en aquella época todavía inicial de las máquinas PWR (Pressured Water Reactor), tendría que haber estado el menos en el 66%.

Durante 8 años, la operadora Eletrobras y la constructora Westinghouse se echaron mutuamente la culpa, mientras los cariocas, siempre listos para la cargada, apodaron el fierro “A Vagalume” (la luciérnaga), porque se prendía… y apagaba. A partir del ’94, se logró aumentar la disponibilidad al 71%, lo que sigue siendo poco para una PWR de esa marca y antigüedad. Pero las cosas se empiojaron aún más.

Brasil se había coordinado diplomáticamente siempre, en forma bastante reservada “ma non troppo”, con la Argentina. En lo nuclear, éramos competidores tecnológicos pero socios diplomáticos a rajatabla. Nos cubríamos las espaldas el uno al otro: éramos los dos estados díscolos de una muy sumisa región que se negaban a firmar el Tratado de No Proliferación (TNP) de 1968. Lo considerábamos muy lesivo para nuestras respectivas autonomías tecnológicas, y lo era. Y sigue siendo.

Más allá de que desde 1964 en Brasil gobernaran los militares (y no pensaban irse rápido), las burguesías industriales de San Pablo y Río veían con simpatía todo lo que sigue, y que es muy difícil de hacer si uno firmó el TNP:

  • Enriquecer uranio, al 3 o 4% para sus centrales
  • Enriquecer a valores muy superiores, el 19,7%, para motorizar un submarino atómico
  • La eventual construcción de un reactor plutonígeno chico
  • El reprocesamiento del combustible de dicho reactor para extraer plutonio, usarlo en una bomba, y testear ésta bajo tierra, “con fines de ingeniería” (apertura de puertos, canales y otros grandes movimientos de tierra). Eso último, como discurso para la tribuna.

Esta historia nuclear tiene mucha historia regional infusa. Se puede resumir así: Brasil fue antes un imperio que una república. Ese recuerdo sigue operando. Y el tener el 50% de la superficie de Sudamérica no vuelve modesto a nadie.

En esto de la “geoingeniería extrema”, a los bombazos, países como Brasil y la India se amparaban en la propuesta del programa “Ploughshares” de la USCEA, la Comisión de Energía Atómica de los EEUU. Su director era Glenn Seaborg, premio Nobel de química en 1951 por la identificación de 11 elementos artificiales más pesados que el uranio. Seaborg ofrecía amablemente dar este estrepitoso servicio a países en desarrollo, obviamente usando bombas estadounidenses. For a fee, of course.

Sucesor de Humberto Castelo Branco, el siguiente presidente militar Artur Da Costa e Silva tomó la idea prestada, obrigado, seu Glenn, sólo que Brasil prefería llevarla a cabo con artefactos propios. Y rebautizar las bombas como “cosas que explotan”, para no alarmar. Sobre todo, no alarmar. Eso, dicho en el presunto hermetismo habitual del Consejo de Seguridad Nacional, se publicó curiosamente sin censura: en suma, nuestros vecinos iban por todo, y además lo avisaban en primera plana y lo proclamaban por la tele en horario central.

Quihillalt y la muchachada nuclear criolla se encogieron, pragmáticos, de hombros: “Veamos hasta dónde los dejan llegar los yanquis. Y luego, si hace falta, los alcanzamos caminando”. Pero los vecinos no llegaron lejos. Y es que las relaciones carnales de Brasilia con Washington, tórridas hasta entonces, se pusieron criogénicas.

Brasil ocupa -ya se dijo- la mitad de Sudamérica y limita con 10 estados: nació imperio antes de ser república, y no se olvida ni deja que se olvide nadie. Por nuestra mesura, al lado de ellos, éramos Heidy. Pero una Heidy bastante realista.

El problema es que Heidy sabía “bocha” no sólo de física pero también de ingeniería nuclear, y de la interacción conocimiento e industria. Nuestros vecinos son tremendos ingenieros, pero la ingenería nuclear es otra cosa menos newtoniana. Y si nuestros primos y vecinos tienen menos kilometraje en ella, es en parte por su costumbre de comprar “llave en mano” y a lo grande. A veces paga más reinventar la rueda en tus laboratorios, al menos cuando se prohibe la venta de ruedas.

Ya desde arranques del período militar brasileño, en 1964, los sucesivos presidentes-generales hicieron saber a Buenos Aires que verían con simpatía que hubiera intercambios “colaborativos” de tecnología nuclear, en los que obviamente seríamos más dadores que receptores. Dado que los nuevos ricos de Sudamérica eran más ellos que nosotros, por industria y por PBI, nos habría convenido bastante, porque nuestra escueta población de los ’60 no daba escala para fabricar componentes nucleares a lo grande, pero la suma de la ambos países, sí. Y para piezas gigantes, como los recipientes de presión, la metalurgia paulista ya era interesante. Creo que en los ’60 ambos países perdimos una oportunidad de ser mejores vecinos y mejores países.

Pero nuestros militares no quisieron saber nada de transferir know-how argento hasta tanto no se negociara el uso compartido del Paraná y el Uruguay, cuyas altas cuencas los brasileños venían represando sin preguntar, y a velocidad de escape. Creo que se les escapó aquella máxima de John F. Kennedy: “Nunca negocies con miedo, pero nunca tengas miedo de negociar”.

En realidad, tampoco había mucho por negociar, porque ya mandaba el cambio climático, sólo que casi nadie hablaba de él. Todavía hay milicos que creen que es una conspiración de los Demócratas de los EEUU. Quienes hoy combatimos exitosamente las canas mediante la calvicie, recordamos que en nuestras hirsutas mocedades el tema de los ríos Paraná y Uruguay generaba espanto en Planeta Generalato Argentino.

Si Brasil en una sequía brava cerraba todas esas compuertas para “encanutar” agua turbinable, ¿qué iba a quedar para las entonces futuras hidroeléctricas de Salto Grande, sobre el Uruguay, y de Yacyretá sobre el Paraná? Los brasucas nos podían apagar la luz, se espantaban.

Bueno, acaba de suceder otra vez, y no, no nos apagaron la luz. Tres años de «Niña», la fase negativa de la Oscilación Niño del Hemisferio Sur, dejaron caminables los lechos del Paraná y el Uruguay, un «first timer» histórico. Y nos jodimos todos por igual, porque hubo poquísima producción hidroeléctrica en Brasil y en la Argentina. NA-SA salvó un poco las papas, aquí, porque con apenas el 5% de la potencia instalada, generaba el 10% de la electricidad de la red. Pero de haber crecido el PBI como en 2006, estábamos en el horno.

Si no hubo apagones masivos en Argentina durante esta sequía histórica, que probablemente se repetirá, es porque a partir de 2016 reinó un apagón económico: faltó demanda. Aún así, por pura desinversión en redes de alta tensión y ya de despedida, el 16 de junio de 2019, el energético trío Aranguren-Iguacel-Lopetegui nos regaló un apagón eléctrico que dejó en la oscuridad a 50 millones de personas en Argentina, Paraguay y Uruguay durante unas 13 horas. Nadie había logrado tanto.

Pero el tema son los ríos mesopotámicos en sequía extrema. Ambos grandes colectores, el Paraná y el Uruguay, y toda su prodigiosa red de afluentes, se fueron secando simultáneamente a lo largo de todos sus cursos por falta de lluvias. No hubo mucho para amarrocar: nadie se quedó con el agua de nadie, todos nos fuimos quedando sin lluvias, punto. A comienzos nomás de esa Superniña, en 2019, el campo argentino perdió U$ 7000 millones por muerte de plantas. Y de salida, en 2022, la mitad de la cosecha de trigo. No quieras ver cómo le pegó esto al campo en Brasil.

Peor aún, se decía en los ’60: Brasil va por más de 40 represas hidro en el Alto Paraná. Si en alguna inundación histórica Brasil abría todas esas compuertas de golpe, ¿qué iba a quedar de Posadas, Corrientes, Rosario e incluso de Buenos Aires, cuando llegara el frente de inundación? Se hablaba de 11 metros de agua al pie del Obelisco. Eso me lo dijo muy preocupado un senador radical en 1987, tipo asaz honesto pero, de hidrología y números concretos, nada. Con semejante arma, repetía el hombre, los vecinos nos podían chantajear de aquí a la Luna.

Traté de decirle que muchas de las represas en territorio brasuca son «de pelo de agua» o «de pasada»: no tienen gran capacidad de almacenamiento, por falta de orillas altas. De modo que el Paraná, como arma hidráulica, es bastante inútil. Pero además, con el Mercosur ya en construcción preliminar, ¿para qué iba Planalto a ahogar en agua a su principal socio y comprador? Sin embargo el senador de marras siguió preocupado. Nuestra clase política es poco científica.

No mucho después, en 1998 estábamos en uno de los peores Niños recordables. El Paraná se había salido incluso de su inmenso cauce de inundación. Habían perdido sus hogares decenas de miles de argentinos. Era una tragedia feísima. Y es que hasta aquel año, aún descontando oscilaciones Niño-Niña, había más lluvia en las altas fuentes brasileñas, paraguayas, bolivianas y argentinas de toda la Cuenca del Plata. Pero mucha más. Durante el invierno porteño pasaron meses en que no se vio el sol.

Hasta la brutal avenida de 1983, el Paraná medido en Corrientes mostraba un caudal medio de 16.000 metros cúbicos de agua por segundo. En plena inundación del ’83 marcó más de 40.000, momentos en que el chiste antimilitar de moda en Argentina era “No sube el agua, se hunde el país”. Pero… ¿qué pasó después?

“Lo notorio es que desde entonces el río adquirió un nuevo caudal medio superior en unos 3.000 metros cúbicos por segundo al habitual antes del ‘83”, dijo en 1999 la doctora Susana Bischoff, climatóloga de Ciencias de la Atmósfera. La diferencia entre el antes y el después del Paraná equivale al porte total de tres ríos como el Negro (el tercer río del país, nada menos), y explica que sobre una base más alta los eventos climáticos puntuales -los Niños- se vuelvan bastante catastróficos.

Es lo que sucedió en 1998. “Como siempre, hubo quienes le echaron la culpa a los brasileños por haber deforestado la alta cuenca del Paraná, que ahora absorbe menos lluvia”, me dijo aquel año el doctor Jorge Adámoli, docente en gestión ambiental de ríos y bosques de la UBA y de la Universidad Católica de Santa Fe. Hablo del quizás más fogueado en trabajos sobre el terreno.

Adámoli ha sido el primero de su profesión en subrayar que ecólogos y ecologistas son especies diferentes, y no pocas veces, enemigas. Los ecólogos son científicos juzgados por otros científicos nada piadosos. Si versean, no ganan más plata o más horario central: pierden fama, concursos, becas y becarios.

«Habida cuenta de la barbaridad que llovió en el ‘97, Arias, echarle la culpa a los brasucas es como creer que un degollado murió de una infección porque estaba sucio el cuchillo con que le cortaron la cabeza. No embromemos: murió porque lo degollaron. Eso, del mismo modo que aquí se inunda porque llueve más. Si las cosas en Argentina salieron especialmente mal es porque aquí demasiados intendentes y gobernas lotearon y dejaron edificar los cauces de inundación de los ríos de nuestra Mesopotamia».

¿Y lo de la Mata Atlántica, Jorge, ese pecado está perdonado?, le insistí.

«Mirá, Arias, la deforestación de la Mata Atlántica de Brasil no es moco de pavo, ya lo sé. En medio siglo los primos se cargaron casi enteramente la tercera masa boscosa del planeta, y nadie dijo ni ‘mu’. Pero vos sos del cincuenta y algo… ¿me equivoco? Y eso ya había sucedido antes de que vos y yo naciéramos. Y con lluvias como las del ’97 y ’98, eso es un sobreagregado menor”.

 

Daniel E. Arias