La saga de la Argentina nuclear – XXXIV

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La Argentina es una novia brava

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Una comparativa de tamaños y pesos de los recipientes de presión de las Atuchas I y II. El último fue la pieza más pesada del mundo en su tipo, mayor aún que el de centrales europeas de uranio enriquecido con el doble de potencia térmica. Ese componente muy caro resume la robustez impresionante de las Atuchas y su capacidad de relicenciamiento cuando envejecen, pero explica también en parte su fracaso de ventas en el resto del Tercer Mundo.

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Carlos Castro Madero, que se asoció a esta ingeniería por fuerza mayor. No exulta.  

En 1967, tras vendernos Atucha I, los alemanes volvieron contentos a casa, sabiendo que tenían un pie adentro de la puerta de la panadería. También sabían ya que seríamos antes una valquiria de lanza y escudo que una rubia y complaciente “schöne kleine Frau”.

Habíamos probado ser sudacas rebeldes: logramos una central a precio de regalo, y además de ello, un reactor académico de regalo literal. Sabían que lo siguiente que haríamos era tratar de usar elementos combustibles “made in Argentina”, lo que a ellos, más temprano que tarde, les haría perder el negocio del “fuelling” de Atucha I. Fluch!

Las negociaciones ripiosas a suceder estaban coreografiadas, de puro previsibles. Los alemanes sabían que sabíamos que si queríamos meterle a Atucha I combustibles nacionales, ellos nos amenazarían con retirarle las garantías. Sabían que nosotros no arrugaríamos y les construiríamos delante de la nariz nuestras propias fábricas de elementos combustibles. Fick dich!

Los elementos, llamados también manojos, son piezas multitubulares muy delicadas, que requieren de mucho conocimiento en metalurgia, laminado, extrusión y soldadura de aleaciones raras de circonio, el famoso «zircalloy». Por vía separada, hay que desarrollar la sinterización (cocción bajo presión) de polvos de dióxido de uranio hasta formar pastillas de cerámicas, negras, muy duras y perfectas. Con éstas se rellenan los tubos.

Los manojos integran entre todos el núcleo de una central nuclear. Entran en reacción por contigüidad al bombardearse con neutrones. Y si le parecen mecánicamente frágiles, no lo son: soportan temperaturas y radiaciones de órdago, sin corrosión química, y durante años. Pocos países saben fabricarlos.

KWU sabía que los «combustibleros» de la CNEA dominarían esa tecnología sin ayuda de ellos si era necesario, aunque al principio tuvieran que recurrir a ingeniería inversa. Eran conscientes de que había una decisión argentina firme de independencia total en materia de combustible de centrales, de «cerrar el ciclo» que va desde la minería de uranio a la fabricación de manojos, y luego de agotados los mismos, a su tratamiento y disposición final.

Y es que no tenía maldito el sentido haber comprado una de las únicas dos centrales en el mundo, fuera ésta o la CANDU, que te permiten autonomía en combustibles, si no vas a tratar de destetar tu programa nuclear de su importación.

Los alemanes sabían que al final, con tal de retenernos como clientes y posibles socios estratégicos para  construir más Atuchas en Argentina y otras en Latinoamérica, África, Medio y Lejano Oriente, terminarían aceptando esto de los combustibles argentinos. ¿Por qué? Porque inevitablemente, fuera con tecnología transferida por ellos o desarrollada por nosotros en laboratorios, finalmente llegaríamos a igualar el producto de ellos, pero probablemente a menor costo.

De modo que,  inaugurando una tradición que desde entonces ha sido respetada en toda compra de centrales nucleares, KWU aceptó cedernos todo el «know how» y el «know why» para esta fabricación GRATIS. Quedaba incluida en el precio de las centrales. Y los alemanes aceptarían probar combustibles argentinos en su reactorcito MZFR en Karlsruhe, RFA, hasta avalar su calidad.

Nosotros sabíamos que ellos sabían que estábamos muy decididos. Lo que sí era de cajón, es que para rehacerse un poco de pérdidas, los nibelungos nos correrían con la amenaza de suspender las garantías sobre la central. Y lo harían todo lo que pudieran, antes de finalmente admitir combustibles de CONUAR, la sociedad mixta que estaba fundando la CNEA con el grupo Pérez Companc para esta fabricación.

Efectivamente, esa negociación, la de los combustibles, le tomó 4 años de extenuantes reuniones al doctor Carlos Aráoz, (a) “El Monje Negro”, uno de los “Doce Apóstoles” de Jorjón Sábato. Aráoz es quien trajo a Goyo Pérez Companc a la CNEA para tentar a este hombre, absolutamente petrolero por origen y ya dueño de un considerable conglomerado de empresas, con esta aventura divergente de fabricar combustibles nucleares para el estado.

Goyo agarró viaje porque, como le dijo por privado a Aráoz, «tenía que planificar qué iba a estar haciendo su grupo PECOM a 40 años, y se podía imaginar bien que el petróleo se iba a volver más escaso, o iba a ser sustituído por algo mejor». Dicho esto a fines de los años ’60… CONUAR se constituyó en espacio cedido por el Centro Atómico Ezeiza y con tecnologías y máquinas para el manejo de aleaciones de circonio desarrolladas por la CNEA e INVAP.

Observación al paso: éste fue uno de los momentos en que la Argentina podría haber iniciado una segunda aventura en una metalurgia bastante emparentada con la del circonio: la del titanio, un primo-hermano del circonio en la tabla química, que ya para los años ´70 se había vuelto el gran emergente entre los materiales aeroespaciales. Lo hizo, pero más tarde y poco.

Los alemanes no se hacían ilusiones de un matrimonio feliz con nosotros. Pero todo era tolerable con la Argentina: novia brava, pero con mucha dote. Y no era imposible que la gastara en muchas Atuchas.

Llegó 1973. Y cantidad de argentinos hablaban de la «liberación nacional», término que décadas más tarde sigue siendo esperanzador pero nebuloso.

La Dirección de Centrales Nucleares (DCN), independentista tecnológica, vehementemente sabatiana, “Canadá friendly” y nada dispuesta a ser socia menor de la KWU en nada, en 1967 se había tragado Atucha I con la misma alegría con que uno ingiere un paraguas.

Pero el país había cambiado mucho desde 1967. La dictadura del general Juan Carlos Onganía, típico casamiento de milico nacionalista católico con ministro de Hacienda profundamente liberal y anti-industrial, Adalbert Krieger Vasena, no duró los 20 o 30 años que tenía en su mente “La Morsa” (así llamaban al Juanca por sus bigotazos y su escaso humor, para descrédito de las morsas).

A fuerza de inflación, cierre de fábricas, desnacionalización de la industria, intervención de universidades, expulsión de profesores, censura de medios y represión de los movimientos obrero y estudiantil, Onganía fue transformando a la Argentina en un polvorín social.

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El Cordobazo: “La Montada” huye de la multitud, corrida a piedrazos y mandando bala al bulto. Fin de las aspiraciones del general Onganía a una dictadura militar prolongada.

En 1969 a Onganía y Krieger les barrieron los tobillos una serie de puebladas históricas, empezando por el Cordobazo, cuando centenares de miles de obreros automotrices y estudiantes cordobeses arrastró al resto de la población descontenta, ganó las calles, hizo barricadas, puso en fuga a la policía y resistió -acumulando muertos y heridos a bala que jamás se contaron- el contraataque del Ejército durante dos días. El Cordobazo fue un antes y un después. Se abrió un período rico, turbulento y trágico en la política argentina.

A Onganía sus pares lo remplazaron de apuro por el más benevolente y negociador Rodolfo Levingston, que puso como ministro de Hacienda a un tipo en las antípodas de Krieger Vasena. Fue el economista Aldo Ferrer, un nacionalista-industrialista, autor entre otras cosas de la primera –y poco cumplida- “Ley de Compre Nacional”, que su cáustico creador explicaba en estos términos: “Hay que nacionalizar las empresas públicas”. Cuando le preguntaban qué significaba eso, explicaba que visto que todo lo que compraban las empresas públicas era importado y no necesariamente mejor o más barato que la oferta nacional…

En esos tiempos, increíblemente, Jorge Sabato, pasando del dicho al hecho intervino SEGBA, lo que le paró los pelos de punta a varias multinacionales proveedoras de esa firma de distribución eléctrica, pero también a la Secretaría de Energía y al mundillo «Oil & Gas». ¿Qué hacía un nuclear en aquel reducto de ellos? Era un asombro ver cómo Sabato empezaba a destruir quintitas.

Ferrer, cuyo ministerio se mantuvo apenas 8 meses entre 1970 y 1971 (demasiado bueno como para durar), era considerado “de la casa” en la CNEA. Y lo era. Venía de años de ser “patas” con Jorjón Sábato y compraba el Programa Nuclear de punta a punta: lo entendía y le gustaba. No resulta raro que mucho después y en circunstancias más bien desesperantes para el átomo criollo, entre 1999 y 2001, un Ferrer más desgastado por los años volviera brevemente como presidente de una CNEA en franca demolición, y a la que no logró rescatar. Pero no me quiero adelantar.

En 1970 Levingston no logró organizar un programa político de salida de la dictadura: la rebelión obrera y de clases medias en las ciudades industriales del interior continuaba imparable, y además -o por ello- en el Ejército a don Marcelo le venía serruchando el piso su par y colega, Alejandro Agustín Lanusse.

Tras el cuartelazo de rigor que apeó a Levingston y a Ferrer, Lanusse, hasta entonces representante temible del ala militar liberal (léase económicamente entreguista), no tardó en descubrirse aferrado con una sola mano a las crines de un país que corcoveaba con intenciones de revolearlo, como ya lo había hecho con Onganía, y por lo mismo.

Caso demostrativo de cómo un hombre es sus circunstancias, el presunto liberalismo de Lanusse vino con grandes inversiones en obra pública como las hidroeléctricas de El Chocón y Futaleufú, una consolidación de los avances del Programa Nuclear, y el surgimiento de empresas privadas de tecnología con mucho respaldo estatal: Fate Electrónica y Aluar.

Si Lanusse era un liberal no lo mostró: le tocó bailar con otra música, y no hubo grandes diferencias con el nacionalismo industrialista de Levingston y Ferrer. Pero más allá del contenido económico del lanussismo, políticamente el país todo estaba harto de gobiernos militares, y lo hacía saber todos los días y de todas las formas posibles.

A duras penas –y a un costo muy cruel en vidas de obreros, estudiantes y militantes que en esa época se consideró alto- Lanusse enfiló como pudo y “a velocidad warp” hacia un escape electoral, el Gran Acuerdo Nacional. Este acuerdo de partidos permitió elecciones insólita y verdaderamente libres, que ganó el peronismo por goleada, con la fórmula avalada por Perón: Cámpora-Solano Lima.

En 1973 Perón estaba de vuelta en la Argentina tras 18 años de exilio y proscripción, y el Sabatismo, atrincherado en la mentada DCN (Dirección de Centrales Nucleares) e ideológicamente fortalecido, ahora venía de contraataque: como segunda central quería una CANDU (esta vez de 600 MW, como la operativa en Pickering, Ontario, desde 1971, cuya performance en seguridad y disponibilidad parecía muy buena). Los ingenieros jóvenes de la DCN se entusiasmaban: la canadiense era tecnología para la liberación nacional, te decían. Sí, ponele.

Lo atractivo de Pickering es que -a diferencia de Atucha I- no era un prototipo: había sido precedida de varias CANDU de potencias menores, en las que los canadienses habían ido puliendo esa tecnología y mejorando la disponibilidad inicial, generalmente mala, de casi todo sistema «FOAK», «First of a Kind». Lo cierto es que por ingeniería básica, estaba más en línea con lo que quiere cualquier país comprador al que no le sobra la plata.

Al prescindir del formidable recipiente de presión, si la CNEA compraba una primera CANDU «llave en mano», una segunda CANDU sería mucho más nacional en componentes: así como CONUAR fabricaba manojos de elementos combustibles de zircaloy para Atucha I, podía hacer lo propio con los manojos canadienses (mucho más cortos y modulares). Pero además podía mandarse al frente también con los tubos de presión, que son de otra aleación diferente pero bastante exquisita: incoloy.

Una CANDU es, finalmente, una central hecha casi enteramente de caños de aleaciones raras. Empezaba a tomar contornos precisos la posibilidad de una central nuclear totalmente argentina por componentes, ya que no por ingeniería. Pero lo segundo vendría después, por añadidura.

Con la tecnología de las Atuchas era imposible pensar en una central 100% nacional en los componentes. Hasta que la industria metalúrgica nacional estuviera en condiciones de fabricar un recipiente de presión como el de Atucha I, podían pasar décadas. De hecho, para hacer ese recipiente de presión en la Europa de los ’60, no alcanzó con la metalurgia alemana.

El recipiente forjado y casi terminado tuvo que viajar a Holanda para un proceso de tratamiento químico superficial de su cavernoso interior llamado misteriosamente «enmantecado», algo que confundió a más de uno, habida cuenta de la fama lechera de las vacas holandesas. Recién después de su paso por las metalúrgicas más avanzadas de dos países el recipiente terminado pudo embarcarse rumbo a Argentina.

Con una CANDU, la idea de una central sin componentes importados, pagadera toda en pesos, era perfectamente posible (y sigue siendo). ¿Era cosa de iniciar una gran colaboración con los canadienses? Sí, contestaban «los muchachos» de la DCN, pero minga de tutelas. Queremos una tecnología para la liberación. Ups.

Creo que propios y ajenos pensábamos que la relación con Canadá sería mucho más sencilla que con la República Federal. Ni ahí. Qué modo de equivocarse.

Es curioso cómo se pueden ideologizar ciertos fierros, cosas aparentemente tan neutras y objetivas, pero a veces sucede y casi siempre por razones interesantes y en general nada estúpidas. Hay mucha geopolítica encerrada en casi cualquier diseño industrial. Sin embargo, no hay nada como ideologizar demasiado un fierro para ligarse un palo.

Y el palo nos lo dió Henry Kissinger, y se lo puso en la mano Indira Gandhi. Qué histórica se va poniendo esta narración…

Daniel E. Arias