La saga de la Argentina nuclear – XXXV

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Los tiempos del COCO

 ciencia-nueva

¿Qué leía Jorge Sábato cuando no estaba conspirando? Ciencia Nueva, naturalmente. No era el único.

La CNEA de 1973 era más rebelde aún que su propio país, y una parte de las bases de los sindicatos ya no quería socios ni tutelas en materia tecnológica. Técnicos y trabajadores no especializados hacían asambleas y discursos impugnando y proponiendo líneas a seguir para “un desarrollo para la Liberación”.

Las bases nucleares habían desmigajado la verticalidad histórica de la línea de mando de la CNEA. Eso es curioso en un organismo deliberativo por nacimiento, casi una conspiración institucionalizada con la misión de refundar la Argentina. El lado masónico y sarmientino de la Armada, muerto hace ya mucho, convivió bien con ese ordenado pero crítico ambiente de logia de los inicios, la etapa nuclear que el historiador (y físico atómico) Mario Mariscotti llama «académica».

Pero ojo, que la Armada siempre fue un arma más aristocrática que el Ejército. Eso hacía de la CNEA una conspiración de “aristócratas del conocimiento”. Su politización explícita, durante su etapa académica, se había limitado al tercio jerárquicamente superior de la casa: los profesionales universitarios. Era una democracia muy ateniense y clásica: no para todos.

Mientras duró ese período, los técnicos, los administrativos y los laburantes manuales menos especializados compartían con escasas divergencias la visión y valores de los popes, entre los cuales había una cuota de peronchos. A la larga, no importaba que fueran peronchos, radicales, socialistas, bolches o nada: si eras CNEA, eras familia. De modo que los gremios dejaban dirigir a los profesionales y limitaban su acción de protesta a lo sindical: salarios, vacaciones, escalafón, etc.; sus derechos. Ahí gruñían y eventualmente, mordían. Pero nada más. De las grandes decisiones tecnológicas se ocupaban los profesionales, y sólo votaban los pocos que integraban el Directorio.

Ahora, en cambio, de política nuclear hablaban las propias bases, los trabajadores de todo rango de calificación. Y lo hacían atronadoramente. Ya no se limitaban a discutir salarios o vacaciones. La Juventud Peronista y varios partidos de izquierda habían creado el COCO, o Consejo Coordinador, cuya dirección surgía por voto y cuyo programa lo organizaban “mesas de debate”, desde abajo hacia arriba: era un organismo de poder paralelo, el soviet atómico, pero en versión Nac & Pop.

Nunca llegó a haber dualidad de poder dentro de la Argentina de 1973/4/5. Pero sí la hubo dentro de la CNEA. Y como la casa se ocupa de la más dual de las tecnologías del siglo XX, el estado deliberativo de toda la CNEA era intolerable no sólo para el establishment militar sino para algunas embajadas. Sí, adivinó bien, especialmente ÉSA.

En la CNEA convergían, discutían y votaban el ámbito científico y tecnológico argentino, que estaba más politizado que nunca, y el sindical, que se mostraba movilizado como jamás en su historia, aunque atomizado en la vehemencia del choque browniano de sus muchas fracciones. Era un momento extraño e increíble de ver, incoherente pero de enorme creatividad.

La efervescencia no se limitaba a la CNEA. Hay símbolos de época. Había surgido una revista de referencia para este repensar la investigación, “Ciencia Nueva”. La editaban biólogos moleculares como Daniel Goldstein, amén de matemáticos, hidrólogos, geólogos y físicos simpatizantes del Clan Sadosky, (a) “Manolo” ¡Y se vendía en los kioskos! Bueno, en algunos kioskos.

Para quienes no lo hayan conocido, Manolo Sadosky fue el instalador de “Clementina”, la primer super-computadora del país en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, usada ampliamente por YPF, OSN, SEGBA, Vialidad Nacional, EFEA, Hidronor y casi todas las empresas de infraestructura del estado. Sadosky fue a la matemática y a UBA lo que Sábato a la ciencia de materiales y a la CNEA: ambos le dieron vuelo a sus disciplinas bajándolas a tierra, enraizándolas en el país real y material.

Ciencia Nueva” agotaba sin despeinarse tiradas mensuales de 5000 ejemplares, eso en un país con la mitad de población que el actual. Mientras, el matemático Oscar Varsavsky vendía miles de ejemplares de su libroCiencia, política y cientificismo”, editado por Boris Spivakow en el Centro Editorial de América Latina.

En ese opúsculo, Varsavsky impugnaba el modelo de investigación liberal, academicista e internacionalista seguido por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) desde su creación por el premio Nobel Bernardo Houssay. Lo pintaba como buenísimo para ganar más Nóbeles como el de Houssay, y era exactamente lo que acaba de suceder con don Luis Leloir. Pero, objetaba Varsavsky, esa fábrica de laureados internacionales que era el CONICET resultaba fundacionalmente inepto para generar conocimiento aplicado, social y nacionalmente útil.

Varsavsky no decía estupideces. Era ley que los grandes descubrimientos argentinos básicos en biología (el de la regulación de la insulina, por Houssay, y el de la regulación de los azúcares de Leloir) se terminaban de volver patentes y fármacos… en el Primer Mundo. Cosas similares sucedían en todo el ámbito de las ciencias duras. Lo que se quería en 1973/4/5, por el contrario, y más agudamente en la CNEA que en otros lugares del sistema de investigación y desarrollo, era “ciencia y tecnología para la liberación”.

También se decían bastantes huevadas, entre los de la liberación. En 1973 se argumentaba que Atucha I había sido una compra “llave en mano” que nos humillaba como país tecnológico. Todavía se dice, por ahí.

Bueno, eso era falso y lo sigue siendo. Como se explicó abundantemente, además de la obra civil (cemento, caños, fierros no nucleares), quedó en empresas argentinas del SATI, aquel extraño Servicio de Asistencia Técnica a la Industria armado por Sabato, algo así como un 12 % en valor de componentes electromecánicos bastante complicados. Eso arrojaba una participación argentina total del 40 % sobre el precio total de Atucha I, según cálculos del historiador de la CNEA en su etapa industrial, Diego Hurtado.

Un 40% en valor no está nada mal para un debutante nucleoeléctrico como la CNEA… si dejamos de lado que KWU también lo era.

El COCO impugnaba a Quihillalt como “un cientificista”, acusación no absurda sino francamente pelotuda. Juzgado por sus hechos y como hombre que más años estuvo al frente de la CNEA, Quihillalt le permitió o le impuso –y realmente, da lo mismo- una orientación distinta, mucho más transformadora, que la que tenían científicos y tecno-industriales de otras dependencias tecnológicas del estado como YPF, Fabricaciones Militares o el Área de Materiales Córdoba de la Fuerza Aérea.

Lo cual es lógico esas empresas y fábricas tenían décadas sufriendo el fuego de desgaste y la franca intromisión de multinacionales y embajadas, ninguna de ellas tolerante de que Argentina lograra alcanzar un desarrollo industrial competitivo en petróleo, armamento o aviones. Y en un país donde la destrucción de recursos humanos por «quema de brujas» (o caza de zurdos) es frecuente, ni YPF, ni Fabricaciones Militares ni el Área de Materiales habían contado con 3 décadas seguidas de paraguas político para sus pensadores. Estaban a la intemperia. En cambio, el paraguas puesto por la Armada sobre la CNEA lograba proteger la institución…  hasta de la misma Armada.

Tampoco tenían esa capacidad de reinventar el país, la verdadera marca de la CNEA cuando se la mide contra los entes científicos creados por “La Libertadora”, el feroz golpe de estado que tiró abajo a Perón en 1955. Esos entes fueron el mismísimo CONICET, el INTA y el INTI, que datan de 1958. Tampoco las universidades nacionales tallaban a la altura de la CNEA como caja de herramientas. Eran todas valiosas, pero ninguna estaba imbuída de la misión desaforada y sabatiana de refundar la industria y el país.

Por défault de todo lo demás, la CNEA era la única pieza del sistema que generaba ciencia básica, la volvía aplicada, la hacía tecnología original, la transfería a la industria que se dignara a tomarla y en lugar de conformarse con reinar en el mercado interno, TRATABA DE EXPORTAR su “know how”, sin limitarse siquiera a su región en el planeta. Y LO LOGRABA.

La CNEA terminó exportando su tecnología nuclear, primero por su cuenta y luego a través de INVAP, que en 1972 acababa de iniciar actividades preliminares, incubada en la CNEA bajo la batuta de un joven físico ítalo-argentino recién doctorado en Stanford, un tal Conrado Varotto.

INVAP en aquel año tenía otro nombre: Programa de Investigación Aplicada (PIA), y no era una empresa sino una oficina poco mentada de la CNEA. INVAP, nombre que tomó como empresa, es justamente un apócope posterior de “Investigación Aplicada”, aunque el 99,5 % de los periodistas argentinos, suponen que la sílaba “IN” del comienzo significa “Instituto”. Y por eso lo llaman “el” INVAP, con ese artículo masculino singular tan singularmente al cuete.

Los de INVAP ya están hartos de aclarar que son una firma que vive de sus ganancias, no un plácido instituto colgado del presupuesto nacional. Pero tan, tan hartos que hasta ellos mismos, con un «ma sí…» cansado, escriben a veces «el INVAP».

Nuestro modo quihillaltiano de exportar tecnología argentina era un tiro largo, como sólo lo intentan los países muy desarrollados. Consistía -y consiste- en importar posibles futuros popes nucleares de países comercialmente interesantes, y formarlos aquí, gratarola.

La educación de grado, posgrado y de doctorado en asuntos científicos y tecnológicos suele ser paga incluso en países con una tradición europeísta de escuela pública, como el nuestro, y entre otras cosas porque es carísima. ¿Pero suministrarla sin costo a extranjeros?

Efectivamente, durante toda la administración Quihillalt vinieron constantes misiones de entrenamiento de personal nuclear latinoamericano a doctorarse en las carreras atómicas argentinas. Hoy son física, ingeniería, ciencia de materiales y medicina nuclear dictadas en los centros atómicos Bariloche, Ezeiza y Constituyentes, con universidades nacionales «grossas» (la de Cuyo, la de San Martín) como otorgadoras del título. Y los visitantes siguen concurriendo, aunque son menos porque la CNEA no tiene plata.

Para un profesional sudamericano que aquí se pueda acceder a un título en el área de diseño y operación de reactores, en medicina nuclear o en radioquímica, y además contando con una beca de la CNEA que resuelve -con modestia espartana- la estadía y alimentación, es un sueño loco. Bueno, Quihillalt inició esa idea.

Y eso no cesó. Siguen arribando físicos e ingenieros chilenos, uruguayos, peruanos, bolivianos e incluso centroamericanos becados por la CNEA. El tiro largo de la CNEA es que una minoría de esta minoría terminará quizás dirigiendo programas atómicos cuando regrese a sus países. Y a la hora de equipara de fierros nucleares a su país en alguna licitación internacional, no habrá que convencerlo demasiado de que los argentinos son buenos.

Esta estrategia funcionó bien en el caso de Perú, que nos compró dos reactores a falta de uno, y estuvo a punto de hacerlo en otros países. Como toda estrategia, puede fallar. Lo hizo en 2016 en Bolivia, donde cuando ya estábamos ganando la venta de un reactor multipropósito… y los rusos aparecieron de la nada y nos soplaron el cliente.

Sin embargo, no pudieron hacer lo propio con los tres Centros de Medicina Nuclear de La Paz, El Alto y Santa Cruz de la Sierra. Tal vez Bolivia nos compre otras cosas, o se nos asocie en algún desarrollo, a la larga. Como sucedió hasta 1983 por défault de la Cancillería, la CNEA está acostumbrada a hacer su propia diplomacia nuclear, y su mejor herramienta es la educación. El nuestro es un modo piola de usar ese capital común sudaca tan desaprovechado: el idioma castellano, la tercera lengua más hablada del mundo.

Impulsados por Quihillat y luego por Iraolagoitía, los nucleares criollos iban más allá de “la Patria Grande”. Incluso llegaron a Irán. Desde 1973 hasta la caída del Shah Reza Pahlevi, siete expertos de la CNEA empleados formalmente por la AEOI (Atomic Energy Organization of Iran) trabajaron en la construcción del  reactor del Teheran Nuclear Research Center (TNRC), donde se formó la base de recursos humanos del programa atómico iraní actual.

La muchachada nuclear del Shah quería mucho a los argentinos encabezados por el Dr. Domingo Quilici, porque les explicaban todo el “know why” infuso en el “know how” del reactor del TNRC. Son las bases intelectuales del “hágalo Ud. mismo” que los proveedores estadounidenses, europeos o soviéticos no daban ni dan, y que odian que otros suministren, como si fuera conocimiento enciclopédico y accesible.

Como competidores comerciales, los autodenominados «americanos» nos detestan por avivar giles. Y como dueños oficiales que son de la leyenda de la antiproliferación de armamentos atómicos, a los países del Consejo de Seguridad les enredamos los piolines diplomáticos.

Ésa es una marca de las exportaciones nucleares argentinas, algo en lo que ganamos puntos extra en las licitaciones: no pijoteamos sabiduría. Si los demás oferentes lo hacen, es a su riesgo. Ellos pueden ofrecer créditos blandos, nosotros ofrecemos conocimiento duro. Me puedo imaginar la irritación de Henry Kissinger y luego la de Cyrus Vance, por mencionar sólo a dos de los Secretarios de Estado que nos pusieron palos en las ruedas.

Era claro -en el caso de Irán- que en algún momento los persas serían clientes de la Argentina en algún asunto más “grosso”, como plantas de la cadena de fabricación de combustibles para centrales, o incluso una central nuclear argentina ¿quién te dice? ¿O acaso a fines de aquella década, en 1988 los turcos no se enamoraron perdidamente de la centralita compacta argentina CAREM?

En el caso de Quilici y el reactor de Teherán en aquel 1973 tan vibrante de creatividad y osadía argentinas, los yanquis no exultaban de felicidad. ¿Qué hacíamos allí en Irán, sin invitación de los dueños de casa, es decir de ellos?

No duró mucho aquel amor imposible, porque cuando sobrevino el gobierno del Ayatollah Khomeini, no había plata en el mundo que convenciera a esos siete argentinos, que vivían muy a su aire en el Teherán del Shah, de que sus esposas e hijas ahora debían vivir tocadas con hiyyab, o terminar presas y probablemente molidas a palos si caminaban por las calles sin sus maridos o hermanos como escolta.

Todo bien, el Shah había sido un tirano brutal puesto por los EEUU. Pero Khomeini también, y éste además venía con regreso de la vida civil de toda una nación a la Edad Media, incluidos los invitados científicos. Nuestros compatriotas se piraron de regreso a Argentina donde los esperaba, amenazante, El Proceso. Del fuego a la sartén. Y no lo pensaron dos veces.

No obstante, promediando los ’80, EEUU hicieron una gran campaña en el Organismo Internacional de Energía Atómica para que los reactores de investigación de todo el mundo fueran rediseñados para quemar uranio enriquecido al 19,7% (sin uso explosivo posible) en lugar de enriquecido al 90% (grado bomba). El OIEA (es decir EEUU, en el fondo) pagaba los gastos. Irán agarró viaje, y exigió que el trabajo se otorgara a INVAP, porque era argentina. Nos seguían teniendo confianza.

En 1988, por lo mismo, la AEOI le compró a INVAP una planta para purificar mineral de uranio a grado de dióxido. Pero en 1990 el canciller argentino Guido Di Tella, al toque de asumir en el gabinete de Carlos Menem, detuvo el embarque de esos componentes (básicamente cañerías) en el puerto de Campana.

Los iraníes tardaron años en darse cuenta de que no íbamos a cumplir mientras siguiera Menem en el gobierno argentino, y finalmente nos iniciaron juicio. INVAP logró acordar una conciliación extrajudicial por U$ 15 millones. En esa zona del planeta ya no nos tienen más confianza. Máxime después de haber jodido y maltratado también a Turquía en 1992, país que desde 1988 venía tratando de asociarse con Argentina para la construcción y venta del CAREM, negocio redondo que se deshizo por exigencia de esa misma tríada (Di Tella, Menem, Embajada).

Los caños y sistemas de bombeo detenidos por Di Tella en Campana eran tecnología pacífica y se vendía bajo salvaguardias y acuerdo del OIEA. El objetivo real de la tríada en parar esa exportación no fue impedir la evolución del programa nuclear iraní a su grado actual de conflictividad. Lo hizo sin ayuda, y eso es todo mérito de los EEUU. El objetivo era fundir a INVAP, y casi lo logran.

En resumen, con Quihillalt en 1973 ¿daba para quejarse tanto? Si esos son los gorilas, traigan más: no hay suficientes. Y si Menem y Di Tella eran peronchos… mejor no sigo.

En aquel junio de 1973 se tuvo que ir Quihillalt, a fuerza de asambleazos y toma de Centros Atómicos por el personal.

Regresado a regañadientes “el Primer Vasco”, es decir Iraolagoitía (ver capítulo XIV), a quien por suerte no le faltaban leyenda o autoridad peronchas, la CNEA volvió a tener el mínimo de orden como para retomar sus grandes proyectos, propios de los comienzos de su segunda etapa, “la industrial”. Atucha I estaba ya casi terminada, había que ocuparse de la siguiente central.

Y el resultado fue una sorpresa para los alemanes. O no.

Daniel E. Arias