La saga de la Argentina nuclear – XXXVIII

Los anteriores capítulos de la saga estan aqui

La hora de los caños

Un año antes del Rodrigazo, otro acontecimiento geográficamente muy lejano, en el norte de la India, destruyó sin miramientos el plan de los sabatianos de ir volviendo paso a paso a la Argentina en una potencia nuclear pacífica, autónoma y exportadora, como hoy lo es Corea del Sur.

No era el programa de un loco. Su defecto fue ser demasiado cuerdo, intolerablemente cuerdo.

Si se recuerda, a principios de los ’60, Corea del Sur, lejos del gigante industrial que es hoy, era todavía un país sobrepoblado, agrícola, paupérrimo, poco educado, militarmente ocupado por los EEUU, siempre en peligro de guerra y bajo la durísima bota del general Park Chung Hee, tan dictatorial como su contraparte dinástica del Norte.

Corea del Sur en los ’60 no calificaba de república bananera porque no trataba siquiera de parecer una república, además de carecer enérgicamente de bananas. No había ni hay inmigrantes argentinos en Corea ni siquiera hoy, cuando ya ostenta un PBI/cápita de alrededor de U$ 35.000.

Sin embargo, en los ’60 los surcoreanos eran tan pobres que en las dos décadas subsiguientes llegaron unos 50.000 de ellos a la Argentina, sin arrugar pese a nuestra inflación y a nuestra seguidilla de golpes militares. Nuestro infierno les pareció un paraíso. Una de las cosas que los atraía de nuestro país era la educación pública, laica y gratuita.

Un eje del hiperdesarrollo industrial coreano fue la energía nuclear: hoy en ese país minúsculo hay 25 centrales de potencia, 3 en construcción (serían más si entre 2017 y 2022 no hubieran tenido un presidente antinuclear), y desde principios de siglo Corea del Sur se volvió sorpresivamente uno de los principales exportadores de tecnología atómica del mundo, sobrepasando por varias cabezas a los canadienses, los franceses y los autodenominados americanos.

Hoy, con un contrato de U$ 20.000 millones con Arabia Saudita, los coreanos (ya no hace falta llamarlos «del Sur») pelean casi de igual a igual con Rusia y China como proveedores de centrales nucleares grandes, con modelos propios de 1400 y 1500 MWe. La cantidad y calidad de empleo calificado directo e indirecto que generó su programa nuclear les permitió resignar otros rubros en que fueron importantes (la construcción naval), y redireccionar sus muchos ingenieros y químicos al mundo aeroespacial, a la farmacología y la biotecnología.

Si en 1974 alguno decía en Buenos Aires que Corea del Sur se iba a volver un exportador de centrales atómicas mucho antes que la muy nuclear Argentina, las carcajadas se habrían escuchado hasta en Seúl.

El plan sabatiano para volver a la Argentina un país con una industria nuclear completa implicaba saltar con una garrocha canadiense: la central CANDU. Corea lo hizo un poco: en los ’90, los años de gran instalación de centrales, compró a AECL las de Wolsong 2, 3 y 4, de tubos de presión CANDU. La primera de esa lista ya superó los 30 años de funcionamiento continuo e hizo retubamiento, porque una CANDU tiene una disponibilidad y una seguridad ejemplares. No la querés cerrar o decomisionar ni a palos, aunque sea chica. Lo que no podés es exportarla, por contrato.

Los coreanos con las CANDU tuvieron el mismo problema que habríamos tenido nosotros tras llegar a cubrir con ellas, o con derivaciones argentinas de ellas, un 20 o un 30% de la demanda eléctrica nacional. Tendríamos más de 17.000 megavatios nucleares instalados CANDU o similar, y tanta capacidad eléctrica de base que podríamos dedicar casi todo el gas natural criollo a exportación. Pero en el Gran Juego atómico, ¿cómo seguir, luego, si habría sido ilegal exportar CANDUs?

Por otra parte, hace tiempo que los EEUU tratan de impedir que se vendan o compren CANDU en el mundo. Que la gente se ilumine con uranio natural les complica la diplomacia, puesto que dominan el mercado del enriquecido. Y Corea no está ni estuvo nunca muy en condiciones de negarse a los dictámenes de un país que tiene 25.000 soldados armados a guerra en su territorio.

Lo que ofrecen los coreanos al exterior son centrales tipo PWR de 1400 MWe y diseño propio, a uranio enriquecido y por ello bajo la aquiescencia de los EEUU. PWRs de ese tamaño parece más de lo mismo que venden todos desde los ’90. Sólo que a diferencia de los europeos, los coreanos te construyen sus máquinas en 4 años y medio, no en 10 o 12 o 15. A diferencia de los europeos, lo hacen sin pasarse un centavo en los costos, en lugar de al triple de lo presupuestado y sin seguridad de terminación, como pasa con el European Pressurized Reactor (EPR).

Y a diferencia de los rusos, los otros grandes contendientes en centrales de potencia, los coreanos no te tratan de encajar contratos BOO (Build, Own, Operate): comprás llave en mano, pero una vez entregada la planta, sos el dueño y la operás vos.

De haberse seguido nuestros planes de centrales nucleares de los ’70, a esta altura del partido el desarrollo de las industrias metalúrgicas, metalmecánicas, electromecánicas y electrónicas en Argentina habría sido considerable. Si la construcción civil moviliza a otras industrias, la nuclear moviliza a todas ellas, y además te obliga a generar otras que no tenés, y en general suelen ser de alta tecnología.

O te obliga a defender las que tenés. Con pedidos frecuentes de instrumentación, la electrónica argentina, que en los ’70 producía audio de excelencia como Audinac, o que dominaba el 30% del mercado regional de calculadoras de mano con Fate Cifra, ¿no habría resistido mejor esos cócteles letales de aranceles cero y dólar basura de los Martínez de Hoz o de los Cavallos?

Qué lindo habría sido llegar a tener este problema: tenemos un país con un 30% de electricidad nuclear. ¿Y ahora qué cosa nuclear exportamos? Qué fácil habría sido, en un ecosistema educativo, industrial y nuclear robusto en tecnología y con buenos bolsillos, tan distinto del actual, construir un proyecto de exportación totalmente propio, como el CAREM.

Como dijo Niels Bohr, «Es difícil hacer predicciones, especialmente acerca del futuro». Y como dijo mucho antes el general Helmuth von Moltke: “La primera víctima de la batalla es el plan”.

Aquí lo que estoy examinando es por qué no existe el país que íbamos a ser. Son cosas que los historiadores tienen metodológicamente prohibidas, pero yo no soy historiador. No era que estuviéramos condenados al éxito, con tanto capital financiero propio y ajeno tratando de reducirnos al macilento rol de exportadores de naturaleza cruda que tenemos hoy.

Pero con nuestras bases educativas, industriales y tecnológicas, y además bastante espacio vacío, recursos naturales y cantidad de inmigrantes a recibir, e industrias y ciudades a fundar, teníamos suficientes chances de ser otra cosa mejor. Los 50.000 coreanos que se vinieron para aquí, al menos, probablemente creían eso. Los 120.000 taiwaneses que arribaron a la Argentina, y para quedarse, lo mismo. Algo veían en la Argentina, además de la educación estatal, laica y gratuita. No creo que estuvieran locos.

Según su pertenencia política, los historiadores ponen como origen de la decadencia argentina el año 1929, o 1930, o 1945, o 1975, o 1976. Con el crack de la bolsa de Nueva York, el golpe de Uriburu, el Rodrigazo y el Proceso, hay suficiente para quebrarle las patas al pingo más prometedor. Pero para mí el hecho olvidado, casi secreto, que nos mancó está en 1974, cuando algo nos cambió de pronto el escenario atómico internacional, sin comerla ni beberla.

¿Quién iba a pensar que el 18 de mayo de 1974 la India, con plutonio militar producido por el reactor Dhruva, un clon secreto y potenciado del reactor CIRUS vendido por EEUU, violando salvaguardias sin que nadie se avivara, iba a terminar detonando “Smiling Buddha”, su primera bomba atómica?

El príncipe Gautama Buda se habría indignado de ese uso de su nombre: le cayó a la única arma nuclear que causó daños enormes en el Tercer Mundo y además, a distancia, pese a que no mató a nadie. A nosotros, tan en las antípodas, nos hizo pomada.

Smiling Buddha detonó dentro de un pozo horizontal de 107 metros de largo y 114 de profundidad en una ladera rocosa de Pokhran, perteneciente a una serranía cercada por una base del Ejército en la provincia desértica de Rajastán, limítrofe con Pakistan, país con el que India había terminado una guerra (otra más) en 1971.

Aquel asunto del Buda Sonriente fue tan secreto que sólo participaron 75 expertos, entre 1967 y 1974, y hasta el Ministro de Defensa se enteró de la explosión el 18 de mayo… por los diarios de Delhi.

Indira Gandhi adujo las boludeces habituales de los mandamases militaristas en estos casos: aquella tecnología se había desarrollado sin fines bélicos. La idea no era en absoluto asustar a los pakistaníes, aunque ante quienes cortan el bacalao en Nueva Delhi, los susodichos pakistaníes probablemente fueran bastante dignos de bombardeo.

La idea con esta bomba (cuándo no), según la señora Indira, era iniciar benéficas y maravillosas obras públicas, tales como la excavación de canales o de grandes reservorios subterráneos. ¿Para qué los reservorios? Bueno, para llenarlos de algo, ya se vería de qué.

Indira Gandhi no era idiota en absoluto, sólo se hacía. Con esto de la bomba, la popularidad del Congress Party y de su persona se fueron por las nubes. Se cansó de ganar elecciones. Eso no impidió que 10 años más tarde dos de sus guardaespaldas sikhs le pegaran 33 tiros -ni uno menos- para vengar la represión del Ejército Indio en el Punjab en 1982 (30.000 detenidos, más de 100 muertos).

Los sikhs tienen su propia religión, nada parecida al hinduismo, ansiaban nombrar sus propias autoridades policiales sin interferencias de Nueva Delhi y exigían la enseñanza del sikh en la escuela pública. El sikh debía enseñarse además del obvio idioma inglés, que pese a que Inglaterra se fue de la India en 1947 sigue siendo la única lengua posible de gobierno en todas las provincias y regiones de ese país tan multicultural, con 121 idiomas vivos, de los cuales 22 son oficiales. En suma, no es que los sikhs pidieran cosas tan raras.

Curiosamente, consignas similares tiene el 60% de los kashmiris, que por ser mahometanos querrían otro trato con Delhi, o más probablemente ninguno. No todos los ciudadanos indios del Kashmir quieren ser hijos de la Gran Madre India, y a muchos les tira bastante ser pakistaníes y vivir entre musulmanes. Los sikhs, como se ve, eran mucho más proclives a volverse una autonomía sin ruptura alguna del fortísimo federalismo indio. Pero además, son todavía hoy un bastión cultural dentro del Ejército de la India, y en la breve historia independiente del país, desde 1947 los sikhs pusieron 7 ministros de defensa. El modo brutal de tratar a los sikhs en 1982 de Indira Gandhi me obliga a repensar si sólo se hacía.

6 explosiones nucleares más tarde, incluyendo la de una bastante moderna bomba H “de tres etapas” tipo Teller-Ulam en 1998, las maravillas de ingeniería de suelos prometidas por doña Indira siguen sin hacerse en la India.

A falta de canales y reservorios, la India ya tiene entre 110 y 120 armas nucleares, así como los misiles Agni (5500 km. de alcance) necesarios para borrar del mapa las ciudades pakistaníes que haga falta, hasta que los vecinos entren en razón o se mueran. Pakistán, país aún más pobre que la India, le siguió emperradamente el tranco militar a Nueva Delhi, y tiene 130 cabezas, así como misiles Shaheen III de 2750 km. de alcance para que los indios entiendan de una vez por todas de quién es el Kashmir.

Siempre hay escaramuzas de artillería, atentados y algo así como una guerra de baja intensidad en esa frontera del Himalaya, bastante promovida por Pakistán. Con la perversa ambigüedad de todos los asuntos humanos, es evidente que si allí no se escaló a una guerra convencional a escala completa, (como la que desangró a Irán e Irak en tiempos del Ayatollah y de Saddam), es por causas geográficas. Los propios Himalayas son, como teatro de operaciones, un enemigo más brutal y letal que el enemigo, al menos para las tropas terrestres de ambos países.

Pero sin dudas, uno de los forzantes de la peligrosa y frágil paz entre Pakistán y la India es que hay demasiado caños nucleares en ambos lados de frontera.

De modo que la carrera armamentista nuclear local generó una suerte de hipótesis MAD (Mutual Assured Destruction, aniquilación mutua asegurada), la primera de la historia entre países estructuralmente pobres. Pero pobres de solemnidad, pobres de toda pobreza, y sobrepoblados muy por encima de su «capacidad de porte» en el sentido ecológico, es decir de su límite máximo geofísico para generar alimentos y agua potable.

Sobre este escenario MAD pesa, por suerte en contra, la severa interdicción de todas las superpotencias ajenas a que se arme una guerra prolongada entre Pakistán y la India. Son las mismas superpotencias que fogonearon aquella otra guerra de 8 años entre Irán e Irak (1980-1988), con la que se hicieron ricos vendiendo armas y traficando influencia. Son el Reino Unidos, Francia y los EEUU.

Esas benevolentes autoridades del Consejo de Seguridad, en los años ’80 no tuvieron problemas en fumarse y fogonear un conflicto que dejó “grosso modo” 1 millón de muertos, 2 de discapacitados y 4 de desplazados como el de Irak e Irán. Pudieron hacerlo porque era una guerra con armas convencionales, y los muertos, unos desharrapados ajenos. La OTAN y la UE le vendieron misiles, tanques y aviones a lo pavote a Saddam Hussein, que en aquella década les parecía un dictador buenísimo, genial, progresista, lo más.

Pero dichos líderes morales de la humanidad desde mediados de los ’80 no quieren saber nada de una escalada bélica de India y Pakistán. Harán lo que sea porque no suceda, porque quizás les va la vida en ello. Desde el 28 de mayo de 1998, cuando Pakistán estrenó su primer arma nuclear y la India, su primera termonuclear, se hizo patente que si Pakistán llegaba a perder una guerra convencional de gran escala contra la India, antes de arriar bandera, dispararía sus misiles.

Y eso, piensan las superpotencias, puede arrastrarlas a un sufrir ellas mismas las consecuencias de un conflicto nuclear. “Thanks, no dice”, como dicen los fulleros cuando no los dejan usar sus dados cargados.

Desde mediados de los ’80, las superpotencias están científicamente mejor informadas acerca del funcionamiento de la atmósfera que en los años ’70. Saben que aunque no se dejen chupar por ese maelström, una guerra nuclear regional entre India y Pakistán las hace puré, aunque estén lejos y por una vez, no anden metidos en nada raro para promoverla.

Sobran modelos atmosféricos que coinciden en que si cada contendiente de los mencionados usara apenas el 50% de sus arsenales atómicos sobre las ciudades del antagonista, la estratósfera planetaria –incluída la del Hemisferio Sur, oh, compatriotas argentos- se volvería tan enteramente opaca con el hollín de las ciudades quemadas que habría varios años de “invierno nuclear”, con oscuridad casi permanente a nivel del suelo, amén de sequías graves y fríos subcongelantes en las latitudes medias. Sí, en la Pampa Húmeda también.

Esto significa la interrupción de la fotosíntesis en todas los ecosistemas agropecuarios importantes del planeta. Dicho en cortito: que nos cagaríamos de hambre un tiempo, tías y tíos. Y también de sed.

Y de ceguera, de paso. Porque la capa estratosférica de ozono quedaría muy dañada por la liberación de moléculas que funcionan como radicales libres. Contradicción de contradicciones, viviríamos en una oscuridad brillantemente iluminada de luz ultravioleta A, B y C, de longitud de onda demasiado corta como para ser visible por nuestros ojos, pero de energía lo suficientemente alta como para llenarlos de cataratas de viejo a edades juveniles.

No sería el fin de la Humanidad en absoluto. Sí sería la caída de casi todos los estados-nación actuales, un quiebre de la historia tecnológica y organizativa de la especie, y un “ajuste demográfico” de algunos miles de millones de humanos. En tan impredecible reformateo de la historia, no habría siquiera garantías de que se salven todos los ricos y poderosos en los países ídem e ídem. Estos, por ende, no tolerarán el riesgo.

De modo que, con esa atroz ambigüedad que caracteriza a la historia, las bombas que acumularon los energúmenos religiosos en ambas vertientes del Himalaya, tras haber generado hasta los ’90 la frontera que el presidente Bill Clinton llamó «la más peligrosa del planeta», hoy son tantas que parecen tener al menos un lado bueno para ellos: los salvan de toda guerra convencional ampliada más allá de alguna que otra escaramuza. Que siempre las hay, en el Himalaya, pero por ahora no progresan. Mueren enanas.

El lado peor de esta mala vecindad lo soporta a distancia el resto de los humanos que no necesitan más “escenarios MAD” entre países pobres: ya hay suficientes con los halcones de la OTAN y los irresponsables del Consejo de Seguridad.

Pero dados el costo y duración de la carrera armamentista nuclear entre pobres que desató la señora Gandhi, ¿a cuántos millones de ciudadanos propios y además de pakistaníes ya mató de hambre en la infancia? ¿A cuántos sumió desde niños en la indigencia estructural? Querida Indira, Ud. que llevó semejante apellido, el del Mahatma, sin haberlo merecido un minuto, siquiera por parentesco, perdóneme que invoque su alma para sacarme las dudas. ¿Cuántos chicos de su mismo país y religión condenó a la miseria?

Mire, doña Indira, según un informe de 2015 de la FAO, la agencia de alimentación y agricultura de la ONU, la India terminó 2015 con 194,6 millones de subalimentados, una cuarta parte del total mundial de hambreados. Esto la vuelve la nación con la mayor población mundial en riesgo alimentario: el 15.2% de los ciudadanos de un país con 1,2 mil millones de habitantes. El 58% de los chicos de 2 años en la India mide debajo del peso, talla y desarrollo cerebral esperables, 1 de cada 4 chicos está desnutrido y cada día mueren 3000 de hambre.

Si lo que lleva gastado su país en armamento nuclear lo hubiera invertido en centrales nucleares, hoy la India tendría centenares de plantas nucleoeléctricas y quemaría menos carbón. La atmósfera de Nueva Delhi sería casi respirable, quién le dice.

No sucedería lo que sucede hoy, que de las 10 ciudades con mayor contaminación aérea del mundo, 7 son indias. No es poco decir: en su país -datos de Statista- en 2019 murieron al menos 1,66 millones de sus compatriotas por año debido a la calidad del aire urbano.

Eso sí, qué misiles que tiene su país, gracias a Ud.

Vuelvo al caso argentino, a cómo Ud., doña Indira Gandhi, desató la paranoia de los EEUU contra los programas nucleares independientes, como el nuestro. Con las consecuencias de que hoy no queda casi ninguno en todo el mundo. No fueran a seguir la misma deriva militarista que el suyo.

Ud. puso en marcha una máquina global de causas y consecuencias que nos llevaron, una vez recuperada nuestra democracia, a dejar de lado el eje más interesante y prometedor del desarrollo industrial argentino: el nuclear. Y debido a ello, a pasar décadas enteras de subdesarrollo, exilio y destrucción de nuestra industria pesada y/o avanzada.

Y no nos valió de nada que el programa nuclear criollo fuera incuestionablemente pacífico. Y eso porque la OTAN no quiere en absoluto que tengamos un desarrollo nuclear exitoso y exportador en energía, industria y medicina. No quiere, punto.

¿Y sabe por qué no quiere? Porque un país con semejante cultura atómica genera, sin decir siquiera una palabra, un mensaje diplomático genial. Es éste: «No tenemos la bomba no porque no podamos, sino porque no queremos.

Ergo, no nos jodan.

Eso Ud. podría haberlo pensado en 1974. No era difícil ni caro imitarnos. Los males que le habría evitado al mundo, empezando por su propio país. Tal vez me equivoco, y ese mensaje sólo funciona bien si uno tiene 25,45  millones de habitantes, como la Argentina aquel año, y no 610 millones como la India. Pero no hay modo de probarlo nada de eso.

Ese mensaje es -diplomáticamente hablando- pura ganancia y cero costos. Fue el de la Argentina desde 1950 hasta 1995, cuando el gobierno de Carlos Menem la hizo firmar el TNP. Puesto el gancho en ese papel, nuestro mensaje cambia. Se vuelve: «No tenemos la bomba porque los EEUU no nos dejan».

Con el mensaje anterior, el de «podemos pero no queremos, no nos hagan querer», no te obligás a vos ni a tus vecinos de mapa (Brasil, Chile) a desperdiciar fortunas en una carrera armamentista peligrosa, cara y al cuete. Pero inspirás un sano respeto «urbi et orbi». Todo el mundo prefiere que sigas pacífico. Con el otro mensaje, el de sumisión rastrera que nos dejó Menem, te llevan puesto.

Como viene sucediendo. Un país sudaca que tenga incluso la mitad del desarrollo nuclear independiente de Corea del Sur -y nosotros podríamos haber llegado mucho más lejos que Corea- es demasiado educado e industrial, entre otras cosas. No lo prepeás, no lo endeudás al pedo, no le hacés firmar tratados basura, no le sacás 1,65 millones de km2 de aguas territoriales sin que siquiera gruña, peor aún, sin que siquiera se entere.

Habrá que preguntarle a otra sombra esquiva, un militar que militó secretamente para impedir la Guerra de Malvinas, que hizo mucha fuerza para que no tuviéramos la bomba, pero al mismo tiempo lideró -muy a su manera- nuestro mayor período de crecimiento nuclear. Es una sombra más interesante y compleja, al menos para nosotros, que la de Indira Gandhi.

Es la del vicealmirante Carlos Castro Madero.

Ya la interpelaremos, cuando llegue la ocasión.

Daniel E. Arias