La saga de la Argentina nuclear – XLIV

A Harry Daghlian, físico jovencito, atlético y anteojudo, se lo puede ver a la derecha, intensamente concentrado, armando “Trinity”, la primera bomba atómica de la historia. El muchacho de anteojos de aviador a su derecha es Lewis Slotin, otro físico experto en “carozos” de plutonio 239. Ambos murieron irradiados como consecuencia de “rampas críticas” accidentales del carozo que se muestra abajo

Los anteriores capítulos de la saga estan aqui

El plutonio militar no se compra en los quioscos.

 

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“Demon pit” (el carozo del diablo) bautizado así por sus colegas del proyecto Manhattan.

 

Voy a explicar el origen de una leyenda negra generada inadvertidamente en épocas del contraalmirante Carlos Castro Madero, y que todavía atormenta a algunos memoriosos pero científicamente desinformados habitantes de Capital Federal y de Ezeiza.

Pero para ello, tengo que referirme sí o sí a cómo los EEUU en 1945 pudieron ocupar el territorio metropolitano japonés casi pacíficamente, casi sin sufrir pérdidas. Ambos hechos están relacionados con el plutonio, y ambos dejaron secuelas históricas: Japón sigue militarmente ocupado por los EEUU, y en Argentina perdimos otras cosas de las que no sólo el argento de a pie sino su dirigencia no tiene la menor idea.

En 1987 y 1988, muchos porteños fueron persuadidos de que una instalación del Centro Atómico Ezeiza iba a transformarse en un Chernobyl criollo, aunque en general la propaganda lanzada por “vecinos preocupados” e incluso por la mutual médica bonaerense FEMEBA mostraba explosiones de armas atómicas, con la típica nube en forma de hongo.

En los textos, ya que no en las fotos, no hablaban de explosiones. Decían que el Laboratorio de Procesos Radioquímicos iba a causar los mismos efectos del derretimiento e incendio de una central nucleoeléctrica gigante, siendo apenas un laboratorio.

A todo esto en el Centro Atómico Ezeiza no hay centrales grandes ni chicas. Hay un pequeño reactor que, con sus laboratorios adjuntos, fabrica radiofármacos para diagnóstico y terapia de cáncer, enfermedades circulatorias, metabólicas, autoinmunes, neurológicas, y sigue la lista.

No hay muchos modos de derretir el núcleo de uranio de una central atómica que no existe, sobre todo porque no existe. Tampoco de hacer lo propio con una planta radioquímica que, por empezar, carece de núcleo. Pero además, según las imágenes, éste accidente tendría las características termomecánicas de la explosión de una bomba A: bola de fuego, térmicas huracanadas ascendentes chupando polvo y humo hacia lo alto, la formación de un hongo atómico y todo eso.

Como lo saben los chicos, el cuco se oculta en la oscuridad. Un poco de luz sobre el LPR, aunque ya no existe, puede disipar pesadillas viejas, si el lector sigue siendo vecino del Centro Atómico Ezeiza. El LPR iba a reprocesar plutonio, ¿pero se parecería en algo al plutonio militar, grado bomba, que todavía se usa en las armas nucleares de implosión? Ni un poco. Vamos a 1945, a la historia de la bomba y de la muerte de Harry Daghlian y Lewis Slotin, porque de otro modo no se entiende la muerte de nuestro LPR.

Buscando ahorrar plutonio metálico de altísima pureza en isótopo 239, cuyo costo de fabricación a fines de los ’40 era sideral, la gente del proyecto Manhattan buscó hacer una “carozo mini”, de masa muy subcrítica, de sólo 6,2 kg y 9,2 cm de diámetro. Y lo logró.

Mírelo con respecto: es esa aparente “bola de billar” de la foto de arriba es idéntica a la que el 9 de agosto de 1945 mató a 70.000 japoneses en Nagasaki. Según uno de los proponentes del “carozo mini”, Harry Daghlian, éste carozo debía ser un “faltan cinco para el peso” (a dime less than a buck), es decir debía tener una masa un 5% inferior a la crítica, con la que se inicia una reacción en cadena espontánea.

Ese carozo subcrítico tiene suficiente descomposición nuclear infusa y permanente como para estar todo el tiempo a una temperatura de 43º C, y emitir rayos alfa de mucha energía, pero muy poca penetración. Se lo puede llevar en la mano sin consecuencias, (por las dudas, use guantes, alcanza con que sean de algodón). Eso que Ud. carga con desconfianza costó una cifra con la que se podría comprar el palacio de Joe Lewis en el Lago Escondido, tiene casi 3 veces la densidad del acero y una tibieza permanente. Objeto raro, ¿no?

Más de lo que cree. Sometido a 100.000 atmósferas de presión, ese carozo cambia de personalidad. Tan bruta compresión se lograba mediante la implosión concéntrica y sincronizada de 32 explosivos envolventes de tipo “carga hueca”, que explotan todos direccionalmente, desde afuera hacia adentro.

Ante tan prepotente aplastamiento, el carozo colapsa, se vuelve un fluído compresible y pasa a otro estado alotrópico del metal, duplicando en ello su densidad de casi 20 a 40 gramos/cm3. Al hacer esto, se pone supercrítico y entra a reaccionar en cadena, fisiones desencadenan fisiones, etc. ¿Pero cuánto dura en ese estado?

Toda la tecnología de Fat Man, la bomba que eliminó a Nagasaki, la que fue modelo de decenas de miles de bombas más, involucra dos ideas: primero, tener un carozo hueco de un plutonio 239 muy puro, poco contaminado del isótopo 240. En el momento adecuado, se lo aplasta con explosivos.

Si hay demasiado isótopo 240 (más del 3 o del 7%, según distintos usuarios), es dificilísimo de transportar plutonio, incluso si usa el consabido truco de dividir la masa por la mitad: cada una irradia a lo bestia rayos gamma, muy energéticos y penetrantes. Sólo se puede manejar con brazos telecomandados, y desde atrás de una protección de ladrillos de plomo.

Peor aún, ese combo empieza a entrar en fisión espontánea aunque las dos secciones del carozo estén separadas entre sí por decenas de metros, porque se detectan la una a la otra y se bombardean con neutrones. Esto se llama predetonación, o “fizzle”, y supone un desperdicio considerable de potencia y dinero, e incluso de pilotos. A los ingleses les sucedió cantidad de veces, en la posguerra, cuando trataban desesperadamente de mostrarle a los EEUU que ellos también tenían la bomba, y había que sentarlos a la mesa para dividirse el mundo con la URSS.

La gente del Programa Manhattan para tener carozos “comme il faut” usó únicamente el plutonio fabricado en ciclotrones de la Universidad de California (“Calutrones”, en cortito).  Todo tiene un por qué: el que salía de los reactores plutonígenos de Oak Ridge, todavía demasiado primitivos y difíciles de controlar, venía “sobrequemado” y con trazas inaceptables de 240.

Todo esto fue descubierto por la patota Manhattan sobre la marcha, y duramente, aunque desde el principio hubo teóricos que podían predecir esa conducta del plutonio 239 «sucio» de modo puramente matemático. Mucha regla de cálculo, esos muchachos. Pero hay que ver cómo acertaban.

Japón no pudo rendirse más a tiempo. Lo hizo el 2 de septiembre de 1945, después de los bombazos de Hiroshima (6 de agosto) y de Nagasaki (9 de agosto). La dictadura militar y nobiliaria que dirigía el país pensó que se venía rápido una tercera bomba (con toda razón). Pensó también que el paso siguiente sería toda una campaña prolongada y sistemática de bombardeo atómico. Y eso no era cierto, por imposible.

Por una parte, ya no había mucho qué bombardear. Los japoneses ya no tenían país. Los B-29 yanquis del general Curtis Le May, con sus bombas de napalm y de fósforo blanco, habían vuelto cenizas las principales 67 ciudades del archipiélago, achicharrando entre 250.000 y 500.000 ciudadanos en ello. Tres años de bombardeos de Alemania por el Bomber Command de la RAF y el 8vo Ejército de la aviación yanqui no lograron lo mismo que Le May en medio año. Pero además los autodenominados americanos no tenían con qué bombardear (y ya llegará a ese tema), y tampoco para qué.

La población nipona urbana, aún viviendo en carpas o entre puras ruinas, era unánime con el emperador Hirohito: ante el inminente desembarco estadounidense en Kyushu, la isla más austral del archipiélago central, no habría distingo entre militares y civiles. Morirían peleando todos contra la invasión, incluidos mujeres y pibes. Las chicas de primaria ya practicaban en la escuela cómo ensartarle una lanza de bambú en la panza a un marine. Nadie pensaba en rendirse, y tampoco en llegar a adulto o viejo. Los sobrevivientes se harían matar y/o se suicidarían antes que entregarse.

Estas no son teorías o leyendas urbanas o inventos de la máquina propagandística aliada. Era exactamente lo que acababa de suceder dos meses antes en la isla japonesa de Okinawa, de apenas 1199 km2, en cuya captura se había insumido tres meses.

Y en esos tres laboriosos meses murieron 12.000 marines, 100.000 soldados imperiales y 160.000 civiles isleños. Estos últimos ni siquiera se sentían culturalmente japoneses y toleraban al imperio de Hirohito como una presencia extranjera, abusiva y colonial. Y sin embargo sobran testimonios cinematográficos de madres okinawenses que, para no rendirse, saltaron desde acantilados muy altos con sus hijos en brazos.

Si uno no ha estado inmerso un tiempo en la cultura japonesa no entiende nada: cree que la obediencia absoluta es humanamente imposible. Desgraciadamente no es así. Tampoco es un fenómeno exclusivamente japonés.

La URSS, por su parte, le acababa de declarar la guerra a Japón, estaba haciendo picadillo al Ejército Imperial en Manchuria y Corea, en cualquier momento intentaría un desembarco en las islas Kuriles y desde ahí era apenas un salto hasta invadir Hokkaido, la isla más boreal de las cuatro mayores del archipiélago nipón. Y de ahí, a Honshu, la isla central y mayor. ¿Quién los paraba?

Pregunta legítima, incluso para Japón. No era la primera vez que el imperio luchaba contra la URSS, pero siempre le había ido mal. En 1939, el hasta entonces imbatible Ejército Imperial había sido literalmente obliterado por el Ejército Rojo en la batalla de Khalkin Gol, por el control de Mongolia Exterior. El Imperio Nipón todavía estaba en su etapa de triunfalismo invencible, hasta que le sobrevino Khalkin Gol estaba seguro de conquistar Mongolia, y lueto territorio siberiano soviético hasta el lago Baikal.

Pero sufrió pérdidas tan desastrosas e inesperadas que tuvo que firmar un insólito acuerdo de paz con los soviéticos. Es más, ese acuerdo se mantuvo toda la guerra, incluso cuando la Wehrmacht llegó a 15 km. de Moscú. La URSS se había vuelto un post-trauma irreductible para el alto mando japonés: era lo único en el mundo contra lo que no podían. Hasta que, ya en 1945, con Japón expulsado de casi todo el Pacífico y acorralado por EEUU en su territorio insular metropolitano, Stalin decidió violar el tratado, porque ya era hora de hacer leña del árbol caído.

El generalato imperial había decidido la muerte honorable de todo su país, pero cambió de idea tras la segunda atómica, “Fat Man”, en Nagasaki. Ahora estaban ante dos novedades que no entendían y cuya potencia excedía lo imaginable: el átomo y el Ejército Rojo.

El emperador dio la orden de deponer las armas por radio. Su inexpresivo y breve discurso, pactado con sus generales pero también con el general Douglas McArthur, omite cuidadosamente la palabra «rendición»: habla en cambio de deponer la lucha, como si se hubiera tratado de una cortés deferencia ante turistas inesperados. Todavía hoy millones de japoneses te explican con naturalidad que nunca fueron derrotados, porque jamás se rindieron. Es lo que se enseña en la escuela. Y se lo creen.

Pero sí que se rindieron, y además sin cuestionamientos dado que la orden venía de un ser divino. No por nada los EEUU no tocaron demasiado la cúpula jerárquica del país que estaban invadiendo, y menos que menos, a la familia imperial. La necesitaban intacta.

Una vez ocupado el país por EEUU, McArthur le escribió al emperador Hirohito un discurso en que el monarca declaraba -y lo leyó también por la radio, en cadena nacional- que él no era una deidad sino una persona. Cosa que la población acató también con naturalidad, porque lo decía una deidad.

La suma de factures decidió que el alto mando se rindiera sin patalear. Para no morir irradiados, en primer lugar. No entendían el concepto, pero lo estaban viendo suceder en decenas de miles de sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki, que al decir de los médicos japoneses, parecían estar pudriéndose en vida. Y lo estaban: la radiación los había inmunosuprimido totalmente. No tenían linfocitos para luchar contra sus propias bacterias y hongos saprófitos, generalmente inofensivos.

Pero fundamentalmente la cúpula japonesa eligió que el país fuera ocupado por los autodenominados americanos antes que por los soviéticos, sabiendo que los primeros no tratarían de refundar socialmente al país, mientras que los últimos no tendrían miramiento alguno hacia la jerarquía empresarial y militar imperial. Paredón para todos.

En cuanto a la falta de bombas atómicas para asestarles, los generales nipones ignoraban que desde el 19 de agosto había un segundo carozo de plutonio listo para otra bomba implosiva tipo “Fat Man”, asignada probablemente a la ciudad de Kokura. Era la que seguía en la planificación Curtis Le May.

Sin embargo, por problemas industriales, no científicos, luego pasaría al menos un largo mes hasta que el Proyecto Manhattan lograra reunir suficiente material físil para una cuarta bomba, fuera de uranio 235 grado bomba o más bien plutonio militar. Éste es muchísimo más eficiente por su capacidad einsteniana de transformar materia en energía, y además, dentro de todo, es más pagable.

La tercera y cuarta bombas serían para, respectivamente, Nara y Kyoto. Luego, sobrevendría el grave problema de que no quedaban más ciudades en todo Japón. Bombardear con atómicas el campo, las montañas y los bosques no es militarmente redituable. ¿Cómo ocupar -y para siempre- un país cuya producción de comida quedará dañada durante décadas? Además, las bombas de plutonio, aunque más baratas que las de uranio, siguen siendo carísimas.

Quiero volver sobre esto: no sólo faltarían ciudades. Sobre todo y ante todo, faltarían bombas. Hasta agosto del ’46 no habría las cantidades necesarias de plutonio 239 de suficiente pureza para destruir con atómicas la retaguardia japonesa, en caso de desembarcos en las islas grandes, Honshu o más probablemente, Kyushu.

En suma, tras borrar Kokura del mapa y si Japón se obstinaba en seguir en pie de guerra, los EEUU debían resignarse a rascarse el higo casi un año en sus buques mientras hambreaban al enemigo por bloqueo naval. Pero mientras sucedía eso, era cantado que perdían Hokkaido bajo las botas del Ejército Rojo, y quién te dice, también la isla grande central, Honshu, o al menos su prefectura más boreal, Tohoku.

Por el contrario, una invasión de la isla bastante menor y menos poblada de Kyushu al estilo Normandía, con armas únicamente convencionales, significaba asumir la muerte de 1 millón de estadounidenses y al menos 4 millones de japoneses, fundamentalmente civiles. Esos eran los datos que le llegaban a Harry Truman, que por la muerte de Franklin D. Roosevelt, recién estrenaba sus zapatitos de presidente.

Y como suele suceder con los vicepresidentes de los EEUU, que ejercen roles más bien ceremoniales, en vida de Roosevelt, don Truman había sido puesto deliberadamente dentro de un termo para que no se enterara de casi nada. Cuando asumió, no sabía siquiera de la existencia del Programa Manhattan.

El núcleo de plutonio de las bombas sucesoras de “Fat Man” tardaba horrores en fabricarse en los “calutrones”. Un sincrotrón es primero y ante todo, un acelerador de partículas, un instrumento más académico que industrial: mueve muy poca masa usando demasiada energía eléctrica. Acumular los 6,2 kilogramos de plutonio “grado carozo” en 1945 y con tales medios era un trabajo de hormigas, algo así como llenar una pileta olímpica a cucharaditas o iluminar un estadio nocturno con fósforos.

Y Ud., que quería saber qué corno pasó en Ezeiza en la década de los ’80, y yo hablándole de carozos del diablo, físicos irradiados, soviéticos invencibles, islas japonesas y calutrones californianos.

Téngame paciencia y fe, no estoy tan perdido como parece. Estoy tratando de echar luz sobre algo importante que sucedió en nuestro país entre 1983 y 2000 y delante de nuestras narices,y cambió nuestra historia. Y no para bien.

Es algo de lo cual ni siquiera nuestra dirigencia conserva recuerdos.