La saga de la Argentina nuclear – XLV

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Los materiales físiles explican el 90% del costo de aproximadamente U$ 44.000 millones del Proyecto Manhattan (valor actualizado a 2022). Son la parte cara, más aún que el personal experto y la logística.

Para evitar la sobredetonación, aún con plutonio 239 casi puro, los Manhattan Boys desarrollaron dos trucos de fabricante, esos secretos de cocina que sólo se desarrollan a fuerza de darse palos y fracasar en un enfoque «hands on», pero que empezaban a poder predecirse a fuerza bruta de cálculo.

Significativamente, ambos son asuntos de una disciplina entonces a punto de nacer: la ciencia de materiales, que arrancó como un híbrido de la metalurgia con la mecánica cuántica.

El primer secreto de cocina es mezclar el plutonio con un 3% de galio, que absorbe neutrones. Pero además otorga plasticidad a la aleación y favorece su moldeado en caliente (a 450º C) hasta obtener un carozo perfectamente esférico, sin tener que andar torneándolo y desperdiciando material muy, muy caro.

Así, Ud. o yo podemos agarrar esa pesadísima esferita sin que nos tengan que amputar la mano a las pocas horas. Nada de guantes, ¿OK? Ud. primero, caballero, faltaba más.

El otro secreto de cocina: una envoltorio de plástico impregnado en boro empaquetando el carozo. El boro es otro buen absorbente de neutrones.

Pero todos los trucos no servían de nada ante la sobrerreactividad del plutonio 240. Como pudo demostrar a tiempo el físico italiano Emilio Gino Segrè, el plutonio que estaban entregando los reactores de Oak Ridge y Hanford estaba contaminado con ese isótopo por sobreirradiación, y era imposible eliminarlo en el corto plazo. El plutonio 239 realmente puro, libre de contaminación de isótopo 240, había que producirlo en ciclotrones. Era un proceso lentísimo, la guerra en Japón se complicaría por la más que probable invasión del archipiélago por el Ejército Rojo.

La sencillez conceptual de una bomba «tipo cañón» como Little Boy, en la que una bala de uranio 235 muy enriquecido se estrella contra un blanco del mismo material para formar una masa supercrítica.

Puesto en una bomba sencilla, de tipo cañón, ese plutonio tan desprolijo conllevaba siempre el peligro de un “transient”, un fogonazo, una excursión crítica, una rampa breve de fisiones espontáneas, que sin terminar en una explosión propiamente dicha, podía resultar en una deflagración de suficiente energía termomecánica para destruir y dispersar en forma de gases los componentes metálicos y plásticos del “physics package”. Ése es el eufemismo adoptado por la muchachada del Manhattan para darle nombre al corazón funcional de la bomba.

Los físicos de armas viven haciendo cosas raras con el lenguaje.

Esto tenía consecuencia tácticas. Si no se usaba plutonio 239 de la pureza adecuada, tales fogonazos por exceso de reactividad podían matar en tierra a a los que intentaban integrar los componentes de la bomba, o posteriormente en el aire a la tripulación del B-29 en vuelo hacia su blanco. En suma, que todo el proyecto Manhattan odiaba al plutonio 240.

De hecho, el 240, contaminante inevitable del 239 si el proceso de fabricación no es óptimo, forzó a más de 700 físicos a abandonar 4 años de trabajo en su primer objetivo: una bomba lineal, tipo cañón, “Thin Man” (hombre flaco), al parecer muy prometedora por la sencillez de diseño. Era un artefacto que podría haber acortado notablemente la guerra en el Pacífico. Es más, podría haber llegado tanto antes, que su blanco quizás hubiera sido Berlín.

Thin Man habría sido funcionalmente bastante parecida a la “Tall Boy” de uranio 235 que reventó Hiroshima. Hasta 1944, la idea de una bomba esférica con un carozo a supercomprimir era exclusiva de un elenco de 5 físicos algo marginales en el presupuesto y en el gallinero de mando de aquella ciudad improvisada y secreta en medio del desierto de New Mexico, Los Álamos: Leo Szilard, Hans Bethe, Ernest Lawrence, Klaus Fuchs y Glenn Seaborg. Pero esos 5 terminaron teniendo razón, y eso a Seaborg le valió un Nobel en la posguerra, como descubridor del plutonio en 1941, y la dirección de la Atomic Energy Commission en 1971. En cambio a Klaus Fuchs, que le pasó el secreto de la bomba implosiva de plutonio a la URSS, la ranada le valió 14 años de prisión en 1949.

Sólo muy tardíamente y ante el peligro de que la guerra terminara sola, por ocupación soviética de Japón y sin que Manhattan pudiera haber borrado del mundo alguna ciudad, los 5 marginales impusieron su plan B como línea principal. Eso sucedió después de que el líder científico del programa, Robert Oppenheimer, los escuchara en serio, y se tomara el trabajo de convencer al coronel Leslie Groves, un tipo sin mucha fìsica y de ideas un tanto rígidas, pero absolutamente terrorífico en el arte de imponer el secreto militar a 700 académicos acostumbrados a la libre discusión de sus ideas.

Por algo Groves los había hecho traer desde todo el país y recluido en Los Álamos, una especie de villamiseria militar de madera en medio de la nada, donde la mitad de los días las casas se quedaban sin agua, y las posibilidades de comunicarse con el exterior medían en números negativos. Pero adentro de las alambradas, las discusiones entre físicos a veces llegaban cerca de la agarrada a piñas. Oppenheimer flotaba, impasible, sobre ese caos con su pipa y sombrero de cowboy, como un árbitro imparcial.

De no haber sido por aquellas internas que atrasaron todo casi un año el Programa Manhattan, la primera ciudad del mundo en desaparecer enteramente del mapa en pocos segundos habría sido Berlín.

demon-pitMire bien este carozo que le costó la vida a dos físicos y un soldado, y quizás mató a otro científico más de leucemia aplástica, años más tarde. Costó, además, años de discusión.

Para volverlo bomba, otros dos trucos garantizaban el rendimiento termomecánico y radiante: la implosión estrellaba una contra la otra dos piezas metálicas, relativamente separadas entre sí, que formaban brevemente una esfera de berilio. Ésta envolvía el carozo y, como un espejo, le devolvía reflejados hacia adentro los protones liberados hacia afuera, fogoneando aún más las fisiones. Un espejo no muy duradero, eso sí.

Otro envoltorio transitorio, externo a la esfera de berilio, y formado también durante la implosión, estaba hecho de pesado uranio 238. Reforzaba básicamente el trabajo del liviano berilio: impedir la fuga de neutrones y reflejarlos hacia adentro. Y en eso era importante la inercia, ya que el uranio no es tan insustancial como el berilio sino uno de los elementos más pesados de la tabla química. Esa inercia mantendría confinado durante unos nanosegundos adicionales el plasma de plutonio, a millones de grados. Eso garantizaría que al menos 2 kg. de los 6,2 del carozo entraran en fisión antes de que toda esa masa se dispersara en forma de gases a velocidad hipersónica.

Pero esa última y pesada envoltura de uranio cumplía otro rol más: parte del uranio 238, transformado instantáneamente en 239 por captura de neutrones, entraría también en fisión debido a la hiperabundancia transitoria de neutrones libres, y eso añadiría un tercio de potencia termomecánica extra a la reacción.

El que diseñó la fantástica y transitoria ingeniería básica de las bombas Trinity y Fat Man (hombre gordo) fue un canadiense flaco y muy joven, Robert Christy. Le añadió además un núcleo adicional al carozo, algo así como el carozo del carozo, que bautizó «The Urchin» (el erizo), y está hecho de una aleación de polonio y berilio que emite neutrones, como para que no falten en la fiesta. Tipo longevo, Christy llegó a los 96 y se murió en 2012. Todavía a su invento se lo llama «The Christy Pit» entre los ingenieros de armas.

Como le dijo a Vannevar Bush, el Consejero Científico de Presidencia al todavía vivo Franklin Roosevelt, poniéndolo al tanto de las polémicas y avances del Proyecto Manhatan, el plutonio parecía mucho más efectivo que el uranio enriquecido, y se necesitaría una masa físil mucho menor. Pero tenía que ser plutonio «del bueno».

Pero como de ése no había, se tendría que usar plutonio «del malo», con una ínfima contaminación de isótopo 240. La bomba resultante tendría una ingeniería más complicada que envolver una bicicleta, un raro artefacto con forma de esfera, que a duras penas cabía en la bodega de bombas de una Superfortaleza B-29, con una aerodinámica horrible y casi imposible de apuntar a un blanco. El truco de esa bomba pasaba por poder transformar mágicamente una masa subcrítica, es decir relativamente estable, en supercrítica, es decir reactiva.

La sencillez ingenieril de Little Boy es llamativa, frente a la complejidad de Fat Man. Little Boy fue un dispositivo tipo cañón, una bala subcrítica de uranio 235 bastante puro se estrella contra un blanco igualmente subcrítico del mismo material, todo dentro de la recámara y el tubo de un cañón, lo que explica la forma más o menos alargada de la bomba. A la Fuerza Aérea le gustaba: era bastante aerodinámica. Pegaba más o menos adonde apuntabas.

El aplastamiento de la bala contra el blanco genera una brevísima masa hipercrítica de 64 kg. de uranio, del cual apenas 1 kg. entra en reacción en cadena de fisiones. Pero todo eso desaparece por la transformación einsteniana de 1 gramo de masa en energía pura en forma de neutrones, rayos gamma, X y ultravioleta, luz visible y rayos infrarrojos.

El problema con Little Boy era de producción: aquellos 64 kg. de uranio enriquecidos al 80%  promedio eran el fruto de muchos meses de trabajo separativo. El mineral de uranio había venido del Congo Belga, y se había ido eliminando el uranio 238, el isótopo preponderante del uranio natural, en sucesivos y minúsculos pasos hasta aumentar 113 veces la proporción del isótopo 235.

Una vez gastados esos 64 kg. en destruir Hiroshima, cosa que sucedió el 6 de Agosto de 1945, no habría suficiente enriquecido de alto grado para una segunda bomba de uranio hasta Diciembre de aquel año. No era imposible que la guerra se complicara mucho antes con una invasión rusa de Japón.

La compleja ingeniería de Fat Man, bomba implosiva de plutonio 239. El carozo de la bomba es una esferita hueca subcrítica de apenas 6,2 kg., para mitigar la hiper-reactividad del material por su relativa contaminación con el isótopo 240. La implosión sincronizada a la millonésima de segundo de decenas de cargas huecas aplasta el metal al doble de su densidad y lo vuelve supercrítico.

Pero Fat Man, la bomba de plutonio, es endiabladamente más barata, simple y compleja a la vez, estaría lista antes. La masa de plutonio (6,2 kg.) es deliberadamente subcrítica para que no haga pre-detonación, o excursión crítica, dado que finalmente hubo que hacerla con el único plutonio disponible en cantidad suficiente, el de los reactores de Oak Ridge y de Hanford. Ese material sólo llegará a criticidad al ser comprimido explosivamente al doble de su densidad inicial. La bomba real se ensambla únicamente durante la explosión, y se potencia con ella. Y logra una reacción más profunda del plutonio: hace entrar en fisión 1/3 de la masa físil inicial. Pero, como se dijo, el plutonio adecuado no crece en los árboles.

En contraste, Alemania y Japón nunca llegaron ni cerca de tener suficientes elementos físiles en la suficiente cantidad y con la suficiente pureza. Como dijo después el físico puro inglés Richard Feynman, que estuvo tan en la movida del Proyecto Manhattan que podría haber firmado la primera y la segunda bomba, pero luego se ganó un Nobel por cosas más inocentes: “Aquello no fue tanto ciencia como ingeniería”.

Ya finalizada la guerra y ocupado Japón, la muchachada del Manhattan, llena de prestigio y con mucha gloria académica por delante, siguió un tiempo bastante largo recluida en aquella piojera de tablones y chapa perpetrada por el general Leslie Groves en el único estado de los EEUU con más ganado que población humana. Todavía buscaba elevar el umbral de criticidad del carozo, paso a paso. Por ejemplo, rodeándolo gradualmente de ladrillos de carburo de tungsteno, que también son reflectores de neutrones.

La Guerra Fría estaba por comenzar. Los tipos buscaban mejores “tampers” para un carozo “mini-mini”, algo que pudiera caber en un misil tierra-tierra como la V-2 alemana. Y es que resultaba claro que derrotados alemanes y japoneses, también habría que derrotar a los soviéticos, si se les ocurría invadir Europa Occidental. Y eso pintaba militarmente difícil, al menos con armas convencionales.

La búsqueda de carozos chicos la motivaba también que el costo de producción del plutonio. Aunque ya empezaba a venir más puro por un reprocesamiento mejorado desde los reactores plutonígenos de Hanford y Oak Ridge, seguía por las nubes. El que lograra un carozo ahorrativo en masa, sería Gardel, allí en New Mexico.

Como concepto de seguridad radiológica, el experimento que liquidó a Harry Daghlian, el irradiado del que prometí hablar, era una estupidez propia de la actitud de cowboy de los “pibes del Manhattan”, vigente aún en 1946. El mejor de todos aquellos físicos nucleares, el italiano Enrico Fermi, vivía diciendo que aquellos muchachos eran unos idiotas y se iban a matar. Tuvo razón en dos ocasiones.

Mientras Daghlian iba apilando ladrillos de carburo de tungsteno alrededor del carozo, uno se le cayó encima, tapando el conjunto. Eso provocó una “excursión crítica” o “transitorio” o “rampa crítica”. Fue apenas un fogonazo azul brevísimo. Pero en 25 días de agonía atroz, la radiación gamma y los neutrones absorbidos se llevaron a Daghlian y a un inocente guardia de seguridad que custodiaba la puerta del hangar, el soldado Bob Hemmerly.

trinityA Daghlian se lo puede ver a la derecha, intensamente concentrado, meses antes, mientras arma “Trinity”, la primera bomba atómica de la historia, dotada de “su” carozo subcrítico. Trinity liberó una energía termomecánica equivalente a la explosión de 20 toneladas de TNT. 20 kilotones, o 0,20 megatones, en la jerga.

En esa foto histórica, el muchacho de anteojos de aviador frente a Daghlian es el canadiense Louis Slotin, otro genio canchero. Y lo mató otra excursión crítica accidental del mismo “carozo” cuando buscaba los límites de la criticidad con otro reflector de neutrones mucho más delgado que los pesados ladrillos de Daghlian, una cúpula de tenue berilio. Mientras hacía un show para la gilada de colegas visitantes, a Slotin se le resbaló la cupulita del destornillador con que evitaba que ésta cubriera totalmente el carozo: FSSSS, fogonazo azul. Otra vez.

Slotin murió 9 días más tarde, con lo que los forenses llamaron “el equivalente tridimensional de quemaduras de sol en todos sus órganos internos”. Ese carozo fue bautizado de ahí en más “The Demon Pit”, “el carozo del demonio”. Desapareció del mundo en el testo de la bomba “Able”, en el atolón de Bikini, perteneciente a las islas Marshall, en 1946. Donde contribuyó a joderle la vida a miles de anónimos isleños expulsados «pacíficamente» de sus islas por el Ejército de los EEUU, bajo la promesa de que luego se las devolverían. 63 pruebas nucleares y 77 años más tarde, todavía no cumplieron.

Bueno, perdón por tanto academicismo histórico. Es que mi deber es explicar que no con cualquier plutonio se hacen bombas, y que el bueno-bueno no crece en los árboles, y eso lo sabe hasta el físico más nabo.

david-albrightAhora fíjese, oh lector/a, en este detalle. El pulcro, frío, aburrido y ritual David Albright, por físico y por matemático, sabía perfectamente que el maldito LPR de Ezeiza iba a emplear combustibles gastados de Atucha I. Eso supone que su contenido de plutonio tendría una contaminación de 240 superior al 20%. Por todo lo dicho y narrado antes, oh lector, habría sido tan útil para hacer bombas como un bate de baseball para la neurocirugía.

Pero el quía se había venido hasta aquí de todos modos con su valijita y su cara de vinagre a jodernos la vida, y a empiojar el desarrollo de una instalación que habría duplicado o triplicado la duración de los yacimientos de uranio argentinos. Y también venía a buscar fisuras en la CNEA con voluntad de ir limando desde adentro el proyecto argentino de autonomía en combustibles nucleares. Proyecto por el cual, entre marzo y abril de 1976, y probablemente no sin una orden secreta de los EEUU, habían sido asesinados 33 físicos, radioquímicos e ingenieros nucleares argentinos.

Mírele bien la trucha al tipo. Todavía anda suelto. En 2003 se encargó de persuadir, como gran experto, al Congreso de los EEUU de que había que invadir militarmente a Irak para frenar el programa atómico militar de Saddam Hussein… que según el Organismo Internacional de Energía Atómica, no existió jamás. Hace 20 años ya que ese estado dejó de existir, y lo único que hay allí es una guerra infinita y unos 380.000 civiles muertos. Sí, deje en paz su bate de baseball. A mí tambíen me dieron ganas, no es personal.

Dado que el hombre quería entrar en contacto con líderes de la CNEA, le presenté al Dr. Carlos Aráoz, uno de “los doce apóstoles de Sábato”, un capo en combustibles y aleaciones especiales. Albright debe haber creído que yo lo pondría delanta de un posible «topo», cuando lo que hice fue dejarlo atado (al menos un par de horas) delante de una máquina intelectual de picar turros.

Entre sus antecedentes, Aráoz tenía una larga negociación con Alemania hasta que su gobierno aceptó que se usaran combustibles argentinos en Atucha I sin retirar las garantías: Carlitos no es un duro: es de piedra.

La conversación giró sobre la necesidad «objetiva» de que la Argentina desmantelara el proyecto LPR, firmara el Tratado de No Proliferación, y terminara con sus devaneos con el enriquecimiento de uranio o la fabricación de agua pesada. ¿Por qué?, quiso saber, cortés y sucinto, Aráoz. «Para no ser catalogados como proliferantes por los EEUU, porque esas tecnologías nos hacen creer que pueden estar escondiendo un programa de armas nucleares», dijo Albright, casi con convicción.

Carlitos lo miró filosóficamente. «Que Uds. crean eso de nosotros, ¿no viene a ser un problema de Uds?», preguntó, mientras encendía, tranquilo, su pipa.

La charla duró 2 horas y creo que el yanqui se volvió a su hotel con una úlcera. O eso espero. Mientras yo volvía a mi casa, me decía que el LPR ya estaba perdido desde el mismo segundo en que el ing. Alberto Costantini reemplazó al contraalmirante Castro Madero en la presidencia de la CNEA. La mía fue una venganza de muy bajas calorías, pero me sentí un poco menos peor.

Aráoz seguramente ya se olvidó de aquello. Hizo cosas bastante más importantes en su vida. Un saludo, si estás leyendo la Saga, Carlitos.

En cuanto a los de la citada mutual médica bonaerense, no creo que hayan entendido jamás de asuntos atómicos. No es lo suyo. Pero como cualquier institución argentina, le tiene más miedo a Clarín que al plutonio.

No sin razón.