La saga de la Argentina nuclear – XLVI

Los anteriores capítulos de la saga están aqui

MUCHA OBRA DURABLE POR DESHACER, Y CÓMO LA FUERON DESHACIENDO

Ud. leyó el viernes pasado el capítulo XLV de la saga, pero hoy sonó el teléfono y era otro «apóstol» de aquellos 12 que se paseaban con Sabato y discutían. Y me llamó para discutirme y mandarme… a paseo. Por una vez, he sido fino.

Según él (y esas cosas las vivió, subrayó mi interlocutor, no se las relataron como a mí) los dos primeros laboratorios de reprocesamiento de la CNEA fueron la Unidad Alfa y el LR. Alfa estaba en el Centro Atómico Constituyentes, y el LR en el de Ezeiza, y los que realmente entendían del «business» de la recuperación de plutonio hasta el año 1973 fueron los doctores Juan Flegenheimer y Federico Kauffmann, así como varias veces mentado en esta saga, Carlos Aráoz.

Los tres fueron destituidos por las asambleas de aquel año en que la CNEA se horizontalizó totalmente. Creo que se hicieron muchas imbecilidades en ese tiempo.

A mi capítulo 45 mi interlocutor le cayó encima como los vikingos a París. Estuvo dos horas deshaciéndolo sin parar de hablar. Lo conozco desde 1986 pero jamás lo escuché tan enojado. El LPR, resumo según el, estaba sobredimensionado y mal hecho. Por lo demás, así como el uso de un ligerísimo enriquecimiento en el uranio natural de Atucha 1 terminó dando un resultado económicamente muy bueno, tratar de hacer lo mismo con plutonio reciclado no hubiera funcionado jamás.

¿Por qué?, traté de meter bocado. No porque Atucha 1 con su nuevo combustible no pueda quemar plutonio (de hecho, lo genera y quema a velocidades casi equivalentes). Eso me contestó mi interlocutor -sin haber oído siquiera la pregunta- sino porque a la hora de las cuentas, como «polenteador» del quemado, es diez veces más caro que el uranio.

¿Cuál plutonio es más caro que cuál enriquecido?, traté de conseguir un poco de precisión para ese dato vago. No me dio más información ni detalles, me mandó (euphemism alert!) «a paseo» y me estaba por cortar cuando le ofrecí que escribiera su propia versión de la historia del reprocesamiento, y así con su historia vivencial del asunto aclarara los tantos. Y que lo hiciera hoy en esta misma Saga Nuclear Argenta de AgendAR.

El tipo vive apurado. Lo pensó a velocidad warp y me contestó que no le da el tiempo para ello, porque tiene que cortar el pasto, ocuparse de sus nietos y tratar de que la próxima central nuclear argentina sea una CANDU y no una central de uranio enriquecido china, y eso último exige no poco pasillo, y a su edad…

Le contesté con sinceridad que si lograba lo de la CANDU, yo le cortaba el pasto y me ocupaba de sus nietos. Me mandó por tercera vez al mismo paseo que las dos anteriores, y esta vez sí me cortó.

Tras esta casi conversación, amén de un par anteriores con otros interlocutores y similar contenido y tono, sospecho que el Dr. Federico Kaufmann fue quien me hizo recorrer el LPR por dentro. Mis apuntes de 1987 sobre aquel viaje a Ezeiza no dicen nada al respecto, lo que es rarísimo: es posible que haya sido mi Cicerón y me haya pedido reserva. De Flegenheimer había oido hablar siempre bien, aunque en 38 años de periodismo jamás lo vi. A fines de 2021, la CNEA le hizo un homenaje conjunto a él y a Jorge Sabato. Ups.

Entre los discursos estuvo el del vicepresidente de la casa, Diego Hurtado, uno de mis referentes en la historia de la CNEA. Resumió así a Flegenheimer y Sabato: «Sus trayectorias se dieron en lo que se llama el Primer Ciclo de Industrialización, lo cual es esencial para entender la trayectoria de la CNEA… cuando la característica no era buscar la frontera tecnológica sino concentrarse en la generación de capacidades nacionales, en la generación de entornos institucionales-empresariales”.

Sí, Dr. Diego, bien dicho. Sabato era básicamente un troesma social: trataba de volver tecnológicamente culta a una burguesía que él calificaba -y en voz bien alta- como «chanta». Detalles, después.

Del Flegenheimer, Diego Hurtado resaltó que se doctoró en Química en 1954 en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, y pasó a discípulo del físico alemán Walter Seelman-Egebert, discípulo a su vez de Otto Hahn, el descubridor de la fisión nuclear, allá en la preguerra. Seelman-Egebert fue el padre de la radioquímica criolla, y Flegenheimer fue uno de los grandes en esa disciplina. Hurtado subraya que «el punto más alto de su carrera fue en 1968, cuando al frente del Grupo de Radioisótopos pone en marcha la planta de reprocesamiento en el Centro Atómico Ezeiza”.

De Flegenheimer y Sabato, Hurtado dijo: «Ambos trabajaron por el desarrollo de la Argentina y Latinoamérica. En 1977, Sabato escribió ‘la llave de la independencia de América Latina es el entendimiento argentino-brasileño, y la llave del entendimiento argentino-brasileño es la cooperación nuclear.´ Dos años después de su fallecimiento, en noviembre de 1983, se produjo la cumbre entre Alfonsín y Sarney que abrió la cooperación nuclear binacional y sigue siendo ejemplo global hasta el día de hoy».

Mi propia acotación a la de Hurtado es ésta: la plantita de enriquecimiento de Pilcaniyeu logró algo más importante que ponernos a salvo de boicots sobre el uranio enriquecido. Logró el control recíproco de inventarios de materiales físiles entre Brasil y Argentina.

Y el Mercosur salió de ahí.

Algo que en mis apuntes aparece con insistencia es el equipamiento del LPR en la captura de efluentes gaseosos, que uno se imagina forzosamente cargados de productos de fisión en forma de aerosoles. Nunca había visto filtros de aire de los llamados «absolutos», ni sabía que existieran, puestos en este caso para lograr un impacto radiológico aéreo del LPR sobre el entorno cercano a cero. Ahí había muchos filtros absolutos, y de un tamaño considerable. Eso no parecía un laboratorio destinado a un experimento de duración limitada. Todo en el LPR tenía dimensiones más industriales que experimentales.

Una de las críticas internas que escuché años más tarde sobre el LPR era que le faltaban al menos U$ 200 millones más de inversión para neutralizar y gestionar los efluentes líquidos, que en términos químicos y radiológicos uno supondría más que jodidos. Eso tal vez seguía en planos: recorrí todo el edificio sin que me la mostraran. Desconté que en un futuro improbable habría alguna, y forzosamente, no habría sido un edificio chico.

El reprocesamiento Purex, inventado en EEUU durante el Programa Manhattan, es químico: aprovecha que el plutonio se combina con el magnesio o el calcio, pero no con el cesio o el iodo. Las especies radioactivas del cesio y el iodo son los productos más clásicos y dominantes de los muchísimos producidos por la fisión del uranio 235, y que por ahora, resultan basura nuclear inútil. Desde los ’40 se han inventado otros métodos de reprocesamiento al parecer ventajosos sobre el Purex, no me meto en ello. Como primer sistema en la historia de recuperación de plutonio, indudablemente útil y aún más indudablemente dual, el Purex es un modo de apartar la paja del trigo.

¿Las plantas de reprocesamiento son inocuas, por lo tanto? Por antecedentes históricos, las militares, ni un poco. Las que se fundaron en EEUU bajo control del general Leslie Groves tuvieron impactos ambientales fortísimos. Los ejemplos de libro son Hanford, en las estepas frías del estado de Washington, en el noroeste de los EEUU. Pero del otro lado de la Cortina de Hierro estuvo Mayak, o Kyshtym, como la llaman aún los rusos, en la ladera oriental de los Urales.

En Hanford, el problema fue (y sigue siendo, 80 años más tarde) la fuga de líquidos química y radiológicamente contaminados de depósitos metálicos “transitorios”… que terminaron siendo permanentes, y se corroyeron, y generaron pérdidas a suelo y napas. Fue un desastre en cámara lenta que involucró la indiferencia de tres generaciones de burócratas con charreteras y mucho manejo del secreto militar de estado.

Hoy la remediación del enchastre la sobrellevan dos agencias civiles federales (el DOE o Department of Energy y la EPA o Environmental Protection Agency). Promete durar más la solución que el problema, y costar más que el Programa Manhattan, cuando se termine. Si se termina.

Hanford era ideal para fabricar plutonio militar. Tenía abundante electricidad en represas cercanas, y estaba apartada de las grandes ciudades y rutas comerciales. Pese a la hostilidad del clima continental desértico, con inviernos duros y unas tormentas de nieve, viento y polvo que te las cuento, ese condado distaba de ser enteramente desierto.

Había algunos centenares de quinteros por irrigación que habían hecho del lugar un pequeño polo frutihortícula llamado Richfields, comparable en desarrollo con nuestros pequeños oasis hechos a punta de pala de gringo: los viñedos de Mendoza y San Juan, y las quintas frutihortícolas del Alto Valle del Río Negro, en la estepa patagónica.

Por su origen similarmente laburante, Hanford se había vuelto casi próspera y tenía de todo, hasta escuela secundaria, y bonitamente construida.

En su lucha global por la democracia, a esos “farmers” blancos el general Leslie Groves, capo del Programa Manhattan, los desalojó a patadas de abogados del Pentágono apoyados por infantería. Lo hizo en apenas dos meses y con una compensación inferior a los U$ 0,50 por hectárea. Y eso porque había que tratarlos bien a aquellos patanes, dado que eran blancos.

A los aborígenes que intercambiaban inmemorialmente pesca por productos de cacería en las orillas del Columbia, el mayor río americano hacia el Pacífico, Groves los echó a bayoneta. No les dio un mango, pero sí la promesa –jamás cumplida- de que el gobierno de los EEUU les devolvería sus tierras cuando finalizara la guerra. Desde entonces pasaron muchas guerras.

Estamos hablando de un frente costero fluvial muy escénico, de 80 kilómetros, aproximadamente y 10 kilómetros de profundidad. El sitio quedó tan estragado radiológica y químicamente que, según los tataranietos de los indios desalojados, hoy su remediación insumiría unos 500 años de trabajo de las citadas agencias federales. Que desde hace dos décadas no saben técnicamente ni cómo empezar.

La foto muestra la herencia de la Guerra Fría: se ven 3 de los 9 reactores plutonígenos y plantas de reprocesamiento de Hanford, en el sureste desértico del estado de Washington. Nadie sabe cómo vitrificar y gestionar el inventario de residuos radioactivos generados allí desde inicios del Programa Manhattan hasta 1987. Son 208 millones de litros contaminados con 46 especies de radioquímicos que contienen 176 millones de curios de radioactividad, el doble de lo liberado por el accidente de Chernobyl en la URRS. Sólo el traslado por caños del material hasta la futura planta de vitrificado es un trabajo de U$ 13.400 millones, según Scientific American. Fecha posible de inicio de obras: 2022 (vencido sin que pasara naranja). Fecha de término de la vitrificación: 2068. Nadie cree en tales fechas por la dificultad técnica del trabajo. No importa en qué país ni bajo qué régimen político, en las plantas de armas nucleares a cargo de militares, la radioprotección es una contradicción en término.

En Mayak, en 1957 hubo un accidente que hoy calificaría como el tercero más importante de la historia después de Fukushima y Chernobyl, con un grado INES 6. Una explosión de sustancias químicas destruyó la tapa de un depósito de productos de fisión en estado de polvo, y la pluma aérea resultante contaminó de cesio 137 y estroncio 90 una superficie de 1,8 millones de km2. Esto obligó a la evacuación de 22 ciudades y aldeas a sotavento.

Los milicos soviéticos ocultaron exitosamente todo, de modo que a fecha de hoy las víctimas radiológicas son conjeturales. Ha de haberlas, porque algunas respuestas a la irradiación interna, como las leucemias, pueden demorarse una década hasta pintar en las estadísticas. Sin embargo, la diáspora forzada de los evacuados y la censura militar posterior probablemente diluyeron toda estadística local en el océano de números de la epidemiología oncológica general de los 270 millones de habitantes desparramados por los 22,4 millones de km2 del territorio soviético.

En suma, las plantas viejas de “repro” que alimentaron de sus primeras bombas atómicas a los EEUU y la URSS, tienen una mala imagen bien ganada. Las nacidas bajo autoridad civil y profesional de La Hague y Marcoule en Francia y Sellafields en Inglaterra tienen décadas en lo suyo y trabajan decentemente (al parecer). La Hague es inmensa.

El problema, en Argentina, es qué poco trabajo les dio a los yanquis entre 1986 y 1988, operando a través de las tapaderas institucionales más insólitas, en hacerle creer al compatriota promedio que el LPR iba a ser Hanford, Mayak y Chernobyl, todo junto. Justamente ellos, miralos vos.

Y es que sus voceros aquí eran locales y con autoridad médica, o formaban parte de «los guerreros del arcoiris». Todavía no se habían quemado políticamente, se los suponía jóvenes idealistas que salvan las ballenas durante la semana, y los findes al planeta entero, y todo sin apoyos raros de gobiernos o empresas. Eran ecologismo, término nuevo, no guerra híbrida, término inexistente.

Ahí se vio también que la CNEA, en sus primeros 30 años de gloria, dormida en su prestigio decentemente ganado, lo daba muy por seguro, lo creía intocable. No había hecho demasiado trabajo educativo capaz de asegurarle un mínimo de simpatía popular en tiempos más duros. ¿Y para qué? Si hasta Walt Disney, en su programa Disneylandia, los viernes a las 20:00 horas por Canal 13, nos ponía en la Era Atómica, y de yapa más felices y con la vida más resuelta que los Supersónicos.

Casi nadie previó los actuales tiempos duros, el insólito regreso a los peores combustibles fósiles, como el carbón o el fueloil. El futuro era atómico, tíos y tías. Y la CNEA tenía la llave.

Pero en 1977 YPF descubrió un yacimiento gigante de gas «fácil», con el cual no hay que penar frackeando rocas, sólo es perforar y sale a muy alta presión. Ese monstruo metanífero estaba en el centro geográfico de Neuquén, en laderas de las Sierras Blancas, se lo llamó Loma de la Lata y resultó tener 280.000 millones de m3 de gas, amén de cantidad de «condensados» (es decir líquidos asociados, nafta natural, bah).

En 1986, cuando el gobierno de Raúl Alfonsín terminó de perforar Loma de la Lata y lo unió Loma con la red de gas de las ciudades de la zona centro del país mediante el gasoducto Neuba II, se calculó que ahí el ispa tendría gas barato para 60 años más, y eso suponiendo que el PBI creciera un promedio del 6% anual. 60 años sin agotarse, incluso si Alfonsín lograba reconvertir todo el transporte público a GNC, gas natural comprimido.

Eso Alfonsín no lo pudo o quiso hacer, por oposición de los colectiveros urbanos. Pero logró sin proponérselo que en poco tiempo nos volviéramos el mayor fabricante y exportador mundial, durante unos años, de equipos de GNC para autos, con clientes en 50 países, el dominio del 30% del mercado global, una facturación anual de U$ 130 millones y un crecimiento interanual de la misma del 24% en 2010.

Eso no tuvo la debida publicidad. Pero es raro que don Raúl, dado que este pequeño milagro fue todo suyo, no haya sacado cuenta, al menos tardíamente, de que con la energía pasan esas cosas: lo que crea trabajo calificado y duradero, lo que te hace Gardel, no es vender gas, o petróleo, o electricidad, sino tecnología. En el caso nuclear sucede lo mismo.

Menem tampoco hizo cuentas. Pero no trabajaba para la Argentina.

Alfonsín fue un político típico criollo: abogado, fiera de bufete y de comité, inteligentísimo, pero de formación en ciencia y tecnología medible en números negativos. Si le hablabas de vender tecnología atómica argentina, te daba la razón pero no te creía ni un poco. Al átomo a duras penas si lograba verlo como un enchufe. Y uno menor, además.

Pero además venía envenenado contra el Programa Nuclear Argentino por sus asesores (algunos eran de cuarta). Lo veía más como un engendro militarista caro y un eterno problema diplomático con EEUU, que como una solución energética. Loma de la Lata fue uno de los tres clavos finales para cerrarle el ataúd a la CNEA. Era gas barato en cantidades de escándalo.

Con una producción despampanante (300.000 m3 diarios) que a partir de 1986 llegaban por caño al AMBA, Loma de la Lata parecía el modo más elegante de paralizar todo el despliegue nucleoeléctrico de tiempos de Carlos Castro Madero. ¿Para qué penar partiendo el átomo, don Raúl? Electricidad iba a sobrar, y de yapa mucho más barata y segura, le decía su secretario de Energía, Jorge Lapeña.

Se podía dejar morir de muerte natural, es decir sin terminar, todos aquellos elefantes blancos nucleares de Castro Madero, como Atucha II o la Planta Industrial de Agua Pesada. Y la luz se iba a prender igual. Sobre todo, con el aporte de base de dos represas hidroeléctricas verdaderamente gigantes, ya construidas y pagadas por los milicos.

Y de yapa, esos dos pilares hidroeléctricos del Sistema de Interconexión Nacional (SIN) eran muy distantes una de otra: 1568 kilómetros hay desde El Chocón, en el Comahue, hasta Salto Grande, sobre el río Uruguay. Semejante distancia hacía climáticamente independientes a ambas centrales, una de otra. ¿O no?

Con tales certezas de su arúspice en la materia, Alfonsín apostó tranquilo a vivir de hidroelectricidad y a espera de que SEGBA, EPEC, EDELAP, EPE y otros grandes productores eléctricos estatales se reequiparan con nuevas turbinas a gas y centrales de ciclos combinados, ahora que llegaba gas a espuertas a la Región Centro. Pero no sucedió.

Lapeña no le dijo a Alfonsín que el parque térmico de la región (muy viejo, quemaba fuel-oil) estaba hecho percha por años sin mantenimiento. Probablemente él también lo ignoraba, y si lo sabía, no lo remedió.

Tampoco sabía que una oscilación climática enorme, de tipo Niña, te puede dejar caminables por el fondo de puros secos los ríos Limay y Uruguay, y fuera de combate sus grossas centrales hidro. Sí, lector, tal como acaba de suceder nuevamente entre 2019 y 2022, y estuvo cerca de . Esas cosas desde los años ’70 pasan con frecuencia e intensidad crecientes. Se llaman Cambio Climático.

¿Por qué tenía que saber de semejantes cosas mecánicas y climáticas un secretario de energía? Casi todos sus colegas entienden de concesionar baratito a las multis el petróleo y el gas descubiertos a riesgo por YPF. No les pidas más.

El segundo clavo en el ataúd nuclear llegó de afuera. Embalse se logró terminar 4 años tarde y a pulmón, porque el proveedor canadiense AECL había recibido orden de no colaborar debido al bombazo nuclear de Indira Gandhi en 1974. Con los canadienses ya no se podía contar más, paciencia.

Pero no sin cierto paralelismo con lo de Canadá, la obra de Atucha II se frenó con colaboración soviética: en 1986 la muy mal diseñada central RBMK Chernobyl 4 en Ucrania se hizo puré, y la energía nuclear en Occidente se volvió anatema.

Abel González, ingeniero nuclear, jefe de planta de Atucha 1, director de ENACE y primer constructor de Atucha 2, doctor en radioprotección, miembro del Comité Científico de las Naciones Unidas para el Estudio de las Radiaciones Ionizantes de las Naciones Unidas y del Comité de Seguridad del INSAG (Grupo Internacional Asesor en Seguridad Nuclear) del Organismo Internacional de Energía Atómica, actual asesor de la Autoridad Regulatoria Nuclear de la Argentina.

En aquel momento publiqué una frase de Abel González, exjefe de central de Atucha 1, que merece recordarse: a valores de 1986, nuestra máquina sobre el Paraná de las Palmas había costado U$ 1800 por KW instalado, de los cuales la mitad estaba en sistemas de seguridad. Chernobyl sólo había costado U$ 200 por KW instalado. Y los sistemas de seguridad, te los debo.

Como excusa para sacarle el tapón a la CNEA y dejarla irse por los caños, Chernobyl era genial. Todo el mundo aplaudía el apagón nuclear de Alfonsín: la Embajada, los petroleros, el Ministerio de Economía, ahora que se había podido darle el raje a aquel incómodo industrialista, Bernardo Grinspun, todos aplaudiendo, todos, la prensa amarilla y aquella novedad verdosa, Greenpeace. Joder a la CNEA se había vuelto un deber ético.

Atucha II tendría que haberse terminado en 1987, pero antes se enfriaría el infierno que al Subsecretario de Hacienda Mario Brodersohn se le escapara un mango para ello. Y Jorge Lapeña daba seguridad a su Presi de que el Sistema Interconectado Nacional estaba firme como rulo de estatua.

Hay estatuas y estatuas… En 1987, 1988 y 1989, por salidas irremediables de servicio de las máquinas a fuel-oil, la Región Centro empezó a caer en cortes de luz primero planificados, luego imprevisibles pero cada vez más frecuentes y largos, y finalmente disruptivos a tiempo completo sin importar día u hora, especialmente en verano y en el AMBA. De yapa, el Chocón y Salto Grande se habían quedado simultáneamente sin su «combustible», que es la lluvia.

El personal de la CNEA se había resignado a los arbitrios del gauleiter Alberto Costantini: tras las 33 desapariciones de 1976 los gremios nucleares estaban desarticulados. Es más, las huelgas y tomas de instalaciones no imprescindibles, como los laboratorios, aulas y oficinas, se habían desacreditado mucho entre 1973 y 1975: no tenían prensa ni producían ningún resultado, salvo la confusión que deriva del nombramiento en altos cargos de gente floja de currículum pero con alta oratoria en las asambleas. No tenía sentido volver a eso. Y a más que asambleas inocuas no se podía escalar: un paro en las plantas nucleoeléctricas, como Atucha 1 y Embalse, era y es un delito penal.

¿Cómo recurrir a la desorganización, además, si el nuevo administrador civil garantizaba su propio caos dejando esquilmar a 4 manos a la institución por las constructoras que Clarín llamaba «los capitanes de la industria», y el personal nuclear, «la patria contratista»?

Amén de la movida clásica (reducir el presupuesto nuclear del año anterior a la mitad del año en curso), en 1984 Alfonsín lo dejó clavado ahí, en pesos. Eso, con un gobierno que a lo largo de su estadía en la Rosada acumuló el 3079% de inflación.

Los nucleares, acostumbrados durante 3 décadas a una administración insólitamente honesta y a sueldos tolerables, ahora eran nuevos pobres y se fumaban un carnaval de contratistas que cobraban como terminadas obras incompletas, y ojo con el que protestara. Constataban con asombro que eso al resto del país le interesaba un carajo: por primera vez en su historia, la CNEA estaba sin paraguas militar o civil alguno. Ya no estaba ni Walt Disney en la tele con «Mi amigo el átomo». En lugar de ser motivo de discreto orgullo popular, como estaba acostumbrada, ahora vivía asediada por la hostilidad múltiple y perfecta de embajadores, ecologistas, petroleros y medios de opinión.

Costantini siempre supo irse a tiempo. Eso permite que hoy se haya olvidado de su autoría, en 1961, del intento de cierre del 32% del tendido ferroviario argentino y de todos sus talleres, y de la respuesta obrera: la primera huega general ferroviaria por tiempo indeterminado de la historia argentina. Que tuvo que quebrar su sucesor, militarizando los ferrocarriles. Porque don Alberto, tras firmar el recorte y viendo tormenta en el horizonte, se había tomado el piróscafo y renunciado.

Ese saber cuándo hacerse humo le permitió a don Alberto que Alfonsín se olvidara de que había sido el Rector de la Universidad de Buenos Aires elegido por el dictador Videla, con un órdago de alumnos y profesores desaparecidos. Y que lo nombrara al frente de la CNEA, sin haber sabido en su vida Costantini lo que se dice un pito del Programa Nuclear, pero con patente de corso para desmantelarlo.

El ingeniero supo medir, como en otras ocasiones, la bronca acumulada, se vio venir la huelga general de la CNEA, se volvió «de los buenos» entre gallos y medianoche y renunció a su dirección con un portazo, no sin echarle públicamente la culpa a Alfonsín del atraso de obras nucleares y del vaciamiento intelectual de la institución. Una trayectoria coherente.

Alfonsín llamó en su auxilio a la única militante radical con prestigio nuclear, científico y cívico, Emma Pérez Ferreira, física atómica, y la nombró presidenta de la CNEA. Emma asumió «pro patria» y recibió el amor absoluto de todo el personal nuclear, unánimemente ilusionado de que volvieran mejores tiempos: no podía haberlos peores.

Creo que Emma no se hizo ilusiones. Sabía que su jefe la acababa de designar capitán del Titanic, y que a Alfonsín le alcanzaba con que el barco se le hundiera al siguiente presidente, no a él. Pero la veterana física se cargó esa mochila sin chirriar, y en 1988, cuando se rompió Atucha 1, esa mujer increíble resultó ser en serio la salvación, al menos transitoria, de la CNEA. Pero esa historia queda para después.

La ruptura de Atucha 1 fue un regalo para Lapeña: le pudo echar la culpa de un quilombo eléctrico desmesurado (y de su entera autoría y firma) a esta relativamente pequeña central nuclear. A la que, como agravante, le había suspendido paradas obligatorias de mantenimiento por la negativa de Brodersohn a adquirir repuestos.

De todos modos con aquella engañapichanga no alcanzó. La verdadera salvación para la Región Centro habría sido Atucha 2, cuya inauguración prevista inicial, en 1981, era justamente 1987. Pero el gobierno había paralizado la obra, apostando alegremente a que el parque de generación térmico se arreglara solo, y a que lloviera.

Con Baires sin iluminación nocturna, sin cines, sin vidrieras, sin semáforos y sin agua en los pisos altos, la sensación de «¿Adónde está el piloto?» se volvió nacional, y facilitó la hiperinflación de 1989, ese primer «golpe de mercado» asestado a Alfonsín por la City, Clarín y La Nación, y que barrió con ese gobierno y puso de presidente al hasta entonces impresentable Carlos Menem. Quien para la CNEA fue como ir de la sartén al fuego.

En materia nuclear, Menem de movida hizo la clásica: demediar el presupuesto y clavarlo en sopes. Pero luego fue mucho más lejos: cerró el ingreso de expertos nuevos a la CNEA y apostó a que el combo de edad y frustración por choreo y obras y proyectos inacabables iría eliminando, por jubilación anticipada o común, el incómodo problema de tener unos 3000 expertos de clase mundial en asuntos nucleares, y todos muy propensos a opinar de lo suyo.

Ni Mauricio Macri, mucho más tarde, lograría ser tan letal para el desarrollo nuclear como lo fue Menem. Eso porque Macri ya agarró todo demasiado estropeado, y fundamentalmente porque no logró quedarse diez años. Todavía cuando se fue Macri quedaba mucha obra durable de Castro Madero por deshacer.

Y es que fue mucha obra. Cualquier crítico de su administración -y yo lo soy- se queda un poco apabullado con el crecimiento del Instituto Balseiro, la única universidad nuclear de la región, la creación de la carrera de Ingeniería Nuclear, la construcción del reactor experimental RA-6 en el Centro Atómico Bariloche, la expansión de la Medicina Nuclear con un primer centro especializado en Mendoza, el FUESMEN, el desarrollo de la tecnología para la fabricación de tubos de zircaloy, la instalación de la Planta de Elementos Combustibles de CONUAR, la construcción del LPR en Ezeiza, la terminación de la Central Nuclear Embalse en Córdoba, la adjudicación e inicio de obras de Atucha II, la construcción y puesta en marcha de la Planta Experimental de Agua Pesada, la licitación de la Planta Industrial de Agua Pesada, y la más destacada y la única clandestina: la creación de la plantita de enriquecimiento de uranio en la localidad de Pilcaniyeu.

Pilca fue el primer secreto en serio de la CNEA y probablemente, el último. Inglaterra, que acababa de ganarnos una guerra, sacó cuentas de que la planta había empezado a funcionar cuando en las islas demasiado famosas todavía sonaban los tiros. A la Prime Minister Maggie Thatcher se le habrán parado los pelos de punta, pese al mucho spray.

De toda esa lista, sólo tres comentarios: a) habría sido imposible semejante obra con una administración deshonesta, b) si el el LPR necesitaba más construcción no lo sabremos, porque se lo demolió, y c) todavía existe el sentimiento de muchísimos reactoristas y combustibleros, ya jubilados, de que la Central Nuclear Nro 3 no debió ser de recipiente de presión, sino de tubos de presión. La obra podía hacerse en pesos, no en dólares, y sin ningún auxilio de la AECL. ¿Por qué no? Embalse se hizo prácticamente sin su ayuda.

En cuanto a Pilca, no fue una respuesta a una guerra perdida por Argentina. Fue una planta construida a partir de 1980 y para defender exportaciones nucleares, respuesta a un embargo de uranio enriquecido que nos cayó encima en el ’78.

Y Pilca fue enteramente obra de un presidente de la CNEA que en el verano de 1982 se arriesgó al límite de la insubordinación para disuadir al almirante Jorge Isaac Anaya de detener la captura de las Malvinas.

La escena, transcurrida en el modesto chalet de 3 ambientes que Castro Madero estaba terminando de pagar a crédito, la cuenta un alfonsinista puro y duro, el embajador Max Gregorio-Cernadas en su libro «Alfonsín, una épica de la paz», obra publicada por Eudeba en 2016 y que recomiendo.

Lo de la defensa de exportaciones nucleares es muy concreto. Si queríamos seguir exportando con alguna libertad, teníamos que tener alguna capacidad práctica de enriquecimiento de uranio. Eso podía garantizarle a nuestros futuros compradores de reactores no sólo el caballo, sino también el pasto. Porque a nuestros clientes también les podría caer encima boicot yanqui, ¿o no?

Cuarenta y tantos años tras la decisión de construir Pilca, la Argentina tiene vendidos los 2 reactores de Perú, 1 de Argelia, otro en Egipto, otro en Australia (considerado la mejor planta multipropósito del mundo), otro en Holanda y uno más en Arabia Saudita. INVAP se volvió la más respetada (y temida) empresa en este tipo de instalaciones. Gana casi todas las licitaciones, y generalmente por calidad, no por precio o financiación.

Curiosamente, la planta política y comercialmente más útil de la CNEA, la que nos ganó el puesto de mejor exportador de reactores, pasó casi toda su vida cerrada.

Tras reabrirla para no desilusionar a Sarney como visitante, Alfonsín volvió a desactivar Pilca y tuvo a la gente que trabajaba allí vegetando o yéndose con un portazo. Menem fue más lejos y la hizo abandonar. Castro Madero, muerto a fines de 1990, comentó al respecto que un presidente de la Nación podía hacer lo que quisiera con Pilca, incluso bombardearla, pero no podría destruir la capacidad tecnológica adquirida.

Sí se puede, don Carlos. Sólo que hay que ser muy turro. Menem y luego Fernando De la Rúa y mucho después Mauricio Macri apuntaron directamente a destruir los recursos humanos de la CNEA por envejecimiento del plantel, mediante unos sueldos ridículamente bajos, por parálisis de proyectos y por desmoralización. La capacidad tecnológica no está en los fierros: está en los cerebros. Y los neoconservadores tratan de lograr nuestro Alzheimer Nuclear.

Nadie sabe si el Programa Nuclear Argentino sale vivo de otro gobierno de JxC. De dos al hilo, probablemente no. Y nada indica que siga muy vivo después de otro más que, como el actual, dio muestras constantes de querer terminar con la laboriosa y compleja Saga Nuclear Argentina, que ya lleva 73 años.

Paga políticamente más rascarse y dejar vaciar Vaca Muerta por las multis y por Chile. No de otro modo Menem hizo vaciar en 10 años Loma de la Lata -que iba a durar 60 años- por las multis, Repsol a la cabeza, y por Chile, que revendía el gas argentino a Lejano Oriente a 10 veces el precio nuestro. La Argentina jugó ya dos veces a ser Qatar, 150 veces más chico en superficie y con 18 veces menos población, más garrafa con monarcas que estado-nación.

Bueno, quizás si puede. Pero no por nada, Qatar tiene sólo 313.000 ciudadanos NYC (nacidos y criados) que viven de rentas, y 2,3 millones de expatriados flotantes venidos de hasta 100 países distintos, mayormente del Sudeste Asiático. En general son los desharrapados que viven en gamelas y se desloman bajo el rayo de sol, con pasaporte retenido por el patrón y trato de semiesclavos.

La aristocracia económica argenta, que incluso en sus rumbosos e industriales años ’60 Jorge Sabato llamaba «burguesía chanta» dado que hacia caja con negociados y golpes de estado, ahora es mucho más neoconservadora. Si la dejan elegir libremente, prefiere el modelo qatarí.

Para el cual, además, no le hacen falta siquiera expatriados semiesclavos. Como dijo Aldo Ferrer de los planes económicos de Martínez de Hoz en 1976: buenísimos, pero sólo sirven a un tercio de la población y de la superficie. Sólo que aquí, en lugar de expatriados flotantes, optamos por compatriotas hundidos. Bienvenidos al extractivismo, lectores.

El LPR, hoy una batalla olvidada, con o sin justicia fue la primera derrota política seria del Programa Nuclear Argentino. Y fue derrota doble porque de su existencia no se enteró nadie, así como tampoco de su cierre. No por nada, al toque de asumir y con un discreto aplauso de embajadores de la OTAN, Alfonsín y Costantini cerraron también Pilca, en el corto plazo  mucho más necesaria y significativa.

Estas derrotas anunciaron otras derrotas, antes impensables. Muchas perviven. Seré curioso: ¿está activa Pilcaniyeu?