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CÓMO DESARMAR A UN IDIOTA CON NO POCA INTELIGENCIA
El presidente brasileño general Artur da Costa e Silva, quien en 1967 nos convidó “a bombas”, y le contestamos amablemente: “Ud. primero”.
Uno de los objetivos de esta saga “incubada” por AgendAR es demostrar que nunca fuimos proliferadores nucleares. Ni siquiera en las épocas más idiotas y belicistas del ispa. La cultura institucional de la CNEA y su “weltbild” lo impidieron siempre. Mucho decir para una institución fundada por un general en 1950 y dirigida hasta 1983 por tres sucesivos contraalmirantes.
A más de un estudioso yanqui –por caso, John Redick, del Henry Stimson Center– lo nuestro le parece contraintuitivo, una rareza. ¿Por qué la Argentina no optó por seguir el camino de la India en 1974, si le sobraban quilates técnicos para imitarla? Es más, ¿por qué no imitó a Brasil? Bueno, al menos hay UN yanqui que nos cree buenos, aunque no entiende por qué.
Como causa suficiente “to go nuke all the way”, Argentina tenía en su vecino de puerta a un rival públicamente comprometido a ello desde 1967. Comprometido por boca, además, de su presidente, el general Artur da Costa e Silva. Aquel año, éste dijo ante el Consejo Nacional de Seguridad lo que debía desarrollar la agencia atómica brasuca, la entonces poderosa CNEN: “No las llamaremos bombas, las llamaremos artefactos que pueden explotar”.
El general se aseguró de que sus dichos se filtraran a la prensa.
Aquí, en cambio, el fúnebre general Juan Carlos Onganía, pese al susto ante el despliegue industrial e hidroeléctrico de los vecinos –tenemos la baja Cuenca del Plata, ellos la Alta- no estaba para pelotudeces. Estaba demasiado ocupado con cosas más reales. Debía aprobar la decisión de hacer Atucha I con la alemana KWU, en lugar de con la canadiense AECL.
Alguien le había dicho a “La Morsa” que a los primos les llevábamos suficiente ventaja tecnológica nuclear como para dormir sin frazada, y que valía más concentrarse en sumar capacidades pacíficas, en este caso la nucleoeléctrica. En términos geopolíticos (palabra tan de moda entre aquellos milicos), tener la primera central nuclear de la región generaba más prestigio y respeto que hablar al cuete de “artefactos que pueden explotar”.
Y de paso, evitaba chocar de frente con los EEUU, que no es poco.
Con da Costa e Silva tan entregado a su diarrea verbal, el contralmirante Oscar Quihillalt en 1967 tuvo que estudiar seriamente una vía rápida a la bomba “just in case”. Si el generalato brasileño probaba las palabras de da Costa e Silva con hechos, ¿qué remedio habría? De todos modos, don Oscar propuso -y no hubo votos en contra en la plana mayor de la CNEA- NO levantar aquel guante brasuca.
Tras aquel primer concordato, a Quihillalt le quedaba la tarea más bien dura de calmar la paranoia profesional del Ejército. Pero contaba con dos ases en su mano: diseño propio en reactores, que los vecinos no tenían, y la sorprendente participación de industriales nacionales que se iban anotando para la electromecánica de la central nucleoeléctrica Atucha I. No es lo mismo comprar «a paquete abierto» que «llave en mano», como Brasil adquirió su primera Westinghouse, a la que le faltó llegar terminada y envuelta en celofán.
Por lo demás, hubo bastante intervención de la CNEA sobre planos, especialmente en el diseño del circuito primario de refrigeración de Atucha 1, y la insistencia en que tuviera dos generadores de vapor (GV) y no uno, pese a la potencia tan reducida -320 MWe- de la máquina. Como los GV son los principales sumideros de calor del núcleo, tener un par aumenta la seguridad si se pincha uno.
Esta discusión suponía «per se» una inversión de roles: un puñado de argentinos discutiendo de igual a igual la ingeniería del país que la plana mayor del Ejército, comprador histórico de fierros Krupp, Mauser y hasta cascos de infantería germánicos, siempre consideró el “nec plus ultra” tecnológico mundial.
Era una diferencia de enfoque con Brasil, que aunque ya iba para país más industrial que la propia Argentina, todavía compraba todo fierro complejo llave en mano y “a paquete cerrado”. Podía pagar la transferencia de tecnología, y sólo si le interesaba la producción local.
“Cancha mata billetera”, decía la CNEA, más cultora de la investigación tecnológica propia. Y a esto se añadía nuestra elección del uranio natural como combustible, frente a la opción brasileña de enriquecido para Angra I. Ahí el mensaje era parecido: “Autonomía mata potencia”.
Onganía estaba obsesionado entonces porque los primos estaban haciendo demasiadas obras aguas arriba del Paraná y el Uruguay sin preguntarnos a los de aguas abajo. Y llovido sobre mojado, da Costa e Silva anunciaba bomba. Lo que le mostraba Quihillalt al Ejército Argentino, era que en know-how nuclear teníamos mejor manejo de la pelota. Mucho mejor.
Quihillalt no era un hippie pacifista, título que el generalato sí le prodigaba más bien a Jorge Sábato, que de hippie no tenía nada pero sí de pacifista. El mensaje del contralmirante era que si Brasil nos convidaba a bombas, los podiamos dejar pasar a ellos primero, y que de paso, se aguantaran ellos la reacción yanqui. Después, con el know-how nuestro, los alcanzábamos caminando. Y al State Department le diríamos entonces que la bomba argentina era inevitable, puesto que existía la brasileña.
En aquel momento a Quihillalt lo escuchaban generales con un considerable toque industrial nacionalista, como Juan Enrique Guglialmelli. Un tipo de ese calibre intelectual entendía el mensaje de la CNEA incluso por señas de truco: no había que venderle nada.
Pero abundaron siempre más los gorilas de denso pelaje, inmersos en la persecución de peronistas y comunistas y muy proclives a chirridos con nuestros vecinos de mapa, y generalmente por cuestiones de mapa. Pero incluso los duros-duros en ese bando no estaban totalmente exentos de materia gris: Osiris Villegas, por dar un caso, que como jefe del Consejo Nacional de Seguridad creado por Onganía, tuvo algún grado de decisión sobre la elección del combustible de nuestra primera central, y posiblemente sobre el proveedor.
Todos escuchaban a Quihillalt: mejor primerear a Brasil con una central nucleoeléctrica, ganar en «soft power», dar un poco de envidia y no pagar los costos desaforados de una carrera nuclear de armas regional. Porque si corríamos una con Brasil, se sumaría a la misma Chile, a la zaga pero de algún modo.
Guglialmelli llegaba a plantear –y en los 60 eso era anatema entre generales- que con los brasileños había que dejarse de matoneos hidroeléctricos por ver quién la tenía más larga en el Paraná, y en cambio tejer algún gran proyecto industrial común. Y a todo ello, el menguado de Costa e Silva hablando de «artefactos que pueden explotar»… Qué modo de sacarle la espoleta a la situación, don Quihillalt.
Quihillalt no macaneaba respecto de nuestras capacidades autónomas. Como consecuencia de ellas, 47 años más tarde, en 2014, antes de la entrada en línea de Atucha II, nuestras dos centrales, envejecidas y todo, tenían factores de disponibilidad del 95,8% anual, casi 10 puntos arriba de las comparativamente más nuevas de los vecinos, y 17 puntos por encima de la media mundial.
Por si el dato interesa a alguien.
Medio siglo después de que da Costa e Silva hablara de cosas que pudieron explotar pero no lo hicieron, en los estados ricos del Sur de Brasil la medicina nuclear es posible gracias a algunos radioisótopos de diagnóstico y terapia fabricados por nuestro ya cachuzo RA-3, diseño y construcción 100% argentos.
La producción específicamente nacional de radioisótopos en Brasil tiene lugar principalmente en el reactor IEA-R1 de 5 MW térmicos, instalado en el IPEN, organismo autárquico administrado por la Comisión Nacional de Energía Nuclear (CNEN) en el campus de la Universidad de Sao Paulo.
Pero el IPEN es básicamente un importador. Con un presupuesto de unos U$ 15 millones, cubre el 85 % de la demanda nacional de medicina nuclear, el 80% de la cual pasa a su vez por un único radioisótopo de diagnóstico, el molibdeno 99 metaestable.
El Mo 99 m es de vida tan corta que no resulta estoqueable. Hay que producirlo no muy lejos de sus sitios de uso, y si exporta, a tiro de un aeropuerto. El suministro tiene que coincidir con el uso, y al IEA-R1 le falta potencia para fabricarlo. La demanda de los vecinos es considerable, de modo que además del RA-3 de la CNEA en Ezeiza, con 10 MW térmicos, el IPEN gasta buena plata en importarlo, junto con otros radiofármacos desde Sudáfrica, Rusia Australia y Holanda. Y el consumo está básicamente en el Sur de Brasil. El Norte es más pobre y allí hay tanta medicina nuclear como fútbol en la revista Para Tí.
Sí la hay en Argentina, ya con 14 centros especializados en las provincias, y también en Perú, gracias al reactor RP-10, bastante similar al RA-10 argentino… como que fue construido por la CNEA e INVAP.
No es que Brasil no tenga planes de tener fabricación propia. Claro que los tuvo, máxime durante el pico del desabastecimiento mundial de Mo 99 m, que se volvió verdaderamente trágico a partir de 2009, y continúa siéndolo bastante, aunque la gente fina no se entere de ello.
Pero siempre con esa tendencia a comprar llave en mano y pagando por la tecnología, en lugar de sudar el guardapolvo en laboratorio, el IPEN trató más de una década de que se la transfiriera Francia. Con ese país, desde la primera presidencia de Lula, que data de 2003, había gran romance por compra de submarinos de Naval Group por parte de la Marinha Brasilera. Sin embargo, Madame la République es algo estrecha, y Brasil jamás logró nada que no fueran las habituales propuestas «llave en mano», es decir, si messieurs les brasiliens veulent un réacteur, lo entregamos terminado y con un moño, quoi!.
En 2010, ya con Dilma Rousseff como presidenta, Brasil terminó acordando que le diseñáramos una fotocopia del RA-10. No confundir nuestro actual RA-3, reactor de 1967, con este monstruo todavía a terminar, el RA-10. Pero debo explicar cómo el RA-3 contribuyó a la paz regional, y a mantener la rivalidad con los primos en el fútbol.
Aquí ya veo que voy a sucumbir -me pasa siempre- a una disgresión, pero es imprescindible. Prometo volver al tema: el general da Costa e Silva asustándonos con «artefactos que pueden explotar».
Y el pito catalán que le hicimos.
El RA-3 fue la primera gran obra nuclear de la CNEA, y una apuesta contra el embajador estadounidense que le hizo ganar U$ 350.000 al jefe del proyecto, el ingeniero Jorge Cosentino. Era MUCHA guita. La cifra era una parte de un crédito que los EEUU nos daban para que les compráramos una planta de 5 MW llave en mano a General Dynamics. Cosentino contestó: «Minga, lo hacemos nosotros». No usaba muchos circunloquios. El representante de General Dynamics, L. Saccio, retrucó que la Argentina no iba a poder sola con un reactor tan grande como el RA-3… y apostó esa plata. Corría 1961.
Cuando Cosentino inauguró el RA-3 en 1967, presente en la ceremonia atiborrada de milicos y curas, como era norma, Saccio se portó como un duque y pagó la apuesta. Cosentino depositó el cheque en la cuenta de la CNEA, y ésta no es la única anécdota por la que ha pasado a la historia nuclear criolla, en la que no sobra la cordura, con el sobrenombre de «El Loco».
El RA-3 inauguró la medicina nuclear argentina. Conforme se iba creando la demanda, porque los radioisótopos en la medicina pública resultaban una enorme novedad, se le fue ampliando la potencia de 5 MW iniciales a 7 y desde esa cifra a los actuales 10 MW.
Evidentemente el diseño original del Loco Cosentino era sensatamente previsor y aguantó mucha reingeniería. Pero nunca tanta como la que se le tuvo que hacer en 1978, cuando la Argentina se bancó un boicot de uranio enriquecido al 90% de EEUU, y hubo que rehacer de pe a pa todo el núcleo, la refrigeración y los espacios de irradiación para funcionar con enriquecido al 19,7%. Hoy el RA-3 es como un auto muy pisteado, al que le triplicamos misteriosamente la potencia pese a que el tanque de nafta hoy carga un 80,3% de agua.
Como sea, el RA-10 será el remplazo del RA-3, que ya está viejito y tiene demasiadas salidas de servicio por reparaciones. El fastuoso RA-10 será a su modo una versión potenciada y pisteada del OPAL de 20 MW, considerada por Australia, Canadá, Holanda y EEUU la mejor planta de irradiación del mundo, por disponibilidad y capacidades.
Con su habitual modestia, Argentina concuerda con esta caracterización: la barilochense INVAP, fundada por la CNEA, le vendió el OPAL a Australia en 2000 y lo terminó en 2006, en tiempo y forma, por U$ 300 millones. Y eso tras haber sacado del ruedo a la oferta estadounidense (además de la canadiense, la francesa, la rusa, la japonesa y la coreana). Conclusiones inevitables:
1) EEUU ya no pierde cheques contra nosotros, pierde obras nucleares,
2) El dólar evidentemente se ha devaluado, y sigue,
3) INVAP se puso de moda como proveedor de reactores,
4) Los brasileños se hartaron de melindres franceses. Como dice el Cantar de Gesta de don Rodrigo Díaz de Carreras, de Les Luthiers: «¡Nos descubrieron, por fin nos descubrieron!»
Australia y Argentina se autoabastecen en Mo 99m y exportan, mientras en Europa, Japón y el resto de las Américas y Asia, falta. Y en Brasil, para qué vamos a hablar… Desde 2006, según admite Canadá, eterno competidor y perdedor ante nosotros, el OPAL es el mejor reactor del mundo en esto de producir molibdeno 99 m. Trabaja y trabaja sin romperse. Y además, sirve para decenas de cosas más en ciencia, tecnología y educación.
En suma, que en 2010 los brasucas vinieron al pie y tras un anuncio conjunto de presidentas, Dilma Rousseff y Cristina Kirchner, el IPEN compró a INVAP y por U$ 70 millones la ingeniería básica del futuro RBM, o Reator Brasileiro Multiproposito, de 30 MW, el reemplazo del actual IEA-R1. La CNEN ya le asignó un terreno de 200 hectáreas en Iperó, São Paulo, y tiene resueltas las licencias regulatorias ambientales y de seguridad nuclear. La mesa está puesta: lo que falta es la comida.
Si el RBM no se construyó en los 13 años que pasaron es porque el lobby radiofarmacéutico brasuca quiere monopolio sobre la venta de la producción de un reactor en el que no ha puesto ni pondrá un mango. Para sangrar, tienen a la CNEN, que es el estado. La Rousseff no se fumaba estas cosas.
Pero por algo la tiraron, y después de ella llegaron a la presidencia señores como Michel Temer y Jair Bolsonaro, ambos proclives a este, en fin, «modelo de negocios». Es el que explica que siga la crisis del Mo 99m en el planeta entero. En Francia, Sudáfrica, Holanda y Bélgica, países que dominan el mercado mundial de radioisótopos, los reactores los construye y mantiene el estado. Las farmacológicas, en cambio, se ocupan del packaging, del márketing y de algún otro sustantivo anglosajón, hacen caja salvaje y no devuelven un cobre.
Ergo, cuando el reactor llega a la «edad kaput», que anda por los 50 pirulos de funcionamiento continuo, no hay plata en el estado para una unidad de reemplazo. Por eso sigue faltando Mo 99m. Y por ello conseguir un diagnóstico decente por imagen nuclear en Norteamérica y Europa es difícil, y los seguros médicos se hacen los giles y te despachan con tests de menor resolución, su ruta. Eso cuesta vidas. Allá, no aquí.
El RA-10 es otro monstruito de 30 MW, y probablemente tendrá resto no sólo para expandir la medicina nuclear a TODAS las provincias argentinas, sino para remediar la situación en Brasil, incluso en el Norte, mientras éste país se decide a ver cómo sigue el show con el RBM.
El RA-10, con sus 30 MW de potencia térmica y su sofisticación de diseño, nos podría dar el dominio del 20 al 30% del mercado mundial de radioisótopos médicos, particularmente el de molibdeno 99, que hoy vale aproximadamente U$ 6300 millones/año, y que desde hace 20 años no hace sino crecer.
Si estuviera en marcha, podríamos estar facturando arriba de U$ 1260 millones/año, para empezar. Y eso con un reactor que terminará costando U$ 400 millones con toda la furia a fecha de entrega. Y que debería durar al menos 50 años en operaciones. Es decir, se pagaría con los primeros 4 meses de facturación.
Debería haberse inaugurado en 2022. Pero el gobierno de Mauricio Macri en 2016 le demedió el presupuesto 2015 a la CNEA, y luego clavó a la casa con esa plata en pesos en el fugaz inframundo de la Subsecretaría de Energía Atómica, dirigida por (¡¡!!) un sociólogo mandado a su vez por un petrolero de la Shell. La obra se paró en 2019.
Con mejor presupuesto y una conducción más profesional y menos antinuclear en Energía, el Dr. Herman Blaumann de la CNEA, quien dirige la obra «ab initio» (2006), supone que en 2024 el RA-10 estará terminado y produciendo. Ojalá. Pero hay elecciones. Nunca se sabe.
Todo esto para volver sobre el tema de la bomba brasileña. En 1967, con el RA-3 recién inaugurado, hasta Osiris Villegas e incluso Juan Carlos Onganía, entendían que la superioridad tecnológica en asuntos nucleares pasa fundamentalmente por lo civil. Habían estado en la inauguración. Tenían la prueba delante de las narices.
Por eso ya en 1968 habían adoptado la postura de la CNEA: no responder a da Costa e Silva y concentrarse en construir, además del primer reactor de irradiación, la primera central nucleoeléctrica sudaca, y hacerla rápido y bien, y con mucha industria propia metida en la menesunda. Y que nos echen los perros o nos quiten lo bailado. Hacemos cosas útiles, cosas buenas, cosas propias. «Soft power». ¿Se entiende?
Esto explica por qué en general Argentina no tiene problemas en transferir su tecnología nuclear como argumento de venta: en realidad, con el vecindario viene siendo nuestro mejor argumento de paz. Y de paso a veces eso ayuda a decidirse al cliente difícil, ya que INVAP suele no tener un mango y no puede ofrecer financiación, Esto la obliga a ganar casi exclusivamente por calidad de oferta, raramente por precio.
¿Somos tan buenos que nos copian la tecnología? Seguro. No problem. Es de la mejor calidad, en serio, en reactores multipropósito. En esos que sirven tanto para fabricar radioisótopos como para experimentar con nuevos combustibles, y de paso y cañazo para formar nuevos expertos, somos Gardel. Si nos quieren copiar, que nos copien.
Pero mejor que nos compren. Como en la CNEA nunca paran de investigar en combustibles, materiales y termohidráulica, lo que nos pirateen hoy, en cinco años INVAP -que transforma en ventas toda esa I&D- lo habrá mejorado y ya será un poco viejo.
Éste no es un lujo que nos damos sino una necesidad: vendemos así no porque nos sobren los clientes o la plata, como a AREVA, la empresa nuclear francesa, o ROSATOM, la rusa, sino para que no nos sobren los recursos humanos nucleares. Que no queden al cuete, desesperados, ganando poco y viendo cero progresos en el país y en sus vidas.
Nuestro peor drama nuclear no ha sido perder ingenieros, físicos y químicos nucleares de la CNEA, que se han ido centenares. Lo peor ha sido cuando cierran su división nuclear las empresas proveedoras calificadas, o cuando quiebran las medianas. Por eso vendemos al mundo nuestro “know how” con manga ancha. Nuestro marketing no es un asunto ideológico ni tiene nada que ver con la filantropía. Más bien, con la supervivencia.
Comparado con el alto oficial promedio de su arma, o de las otras dos, Quihillalt fumaba bajo el agua. Lo dicho: ésa ha sido una característica no demasiado personal, sino de casi todos los altos oficiales de Marina y Ejército que pasaron la vida en la CNEA, y más aún, los que egresaron con algún título del Instituto Balseiro. Salían reformateados, «sabatizados». Es una lástima para el país que los milicos ya no vengan como antes. Es una lástima para sus armas.
Es conveniente recordar que el “soft power” de la CNEA hasta bien entrados los ’80 estuvo acompañado de una dependencia directa con el Poder Ejecutivo, no de un ministerio y menos aún de una secretaría. Hasta 1983, el presidente de la CNEA entraba al despacho del Presidente de la Nación con un simple telefonazo, y en el día. Si llamaba era, fija, por algo estratégico.
Lo que no podía predecir siempre el contralmirante Quihillalt era a quién se iba a encontrar en el resbaladizo sillón de Rivadavia: vio desfilar sobre el mismo a 18 presidentes, algunos francamente incompatibles con los otros. Pero todos esos se vieron beneficiados.
La relativa paz en la que hemos vivido en la región es en parte consecuencia de nuestro dominio casi monopólico de una de las tres tecnologías duales que modelaron a escoplazos la historia del siglo XX, y continúan. Las otras dos son la aeroespacial y las TICs, y desde los ’80 hay que añadir las biociencias. En esa última también brillamos.
El reciente embajador argentino en Hungría, Max Gregorio Cernadas, narró con buena pluma cómo en 1986 Alfonsín evitó una segunda carrera armamentista nuclear sudaca.
Sólo añado que antes de Alfonsín hubo otro tipo que evitó una primera carrera con Brasil que pudo ser mucho peor, cuando nuestro vecino nos convidó abiertamente a bombas.
Y ése fue Quihillalt, nada recordado.