AgendAR es consiente que existe una tradición enciclopédica en las carreras universitarias en Argentina. Y es cierto que en la mayoría de los país desarrollados existen títulos intermedios que habilitan al ejercicio profesional pero hay que tener presente que una universidad donde no se hace investigación original es solo un «enseñadero», en todo caso es prioritario elevar el nivel de la educación secundaria.
“Nosotros no tenemos profesionales que van a trabajar solo en la Argentina, y no estamos en un mercado en el que hay una persona que nació, estudió, vive y trabaja acá. Hoy muchas personas se van afuera y hacen que se produzca este diálogo”, cuenta Ignacio Tomé, director de Relaciones Institucionales de la Universidad Católica Argentina (UCA). “Este diálogo” al que hace referencia plantea la posibilidad de disminuir la duración de las carreras de grado. De hecho, en los últimos dos años el Gobierno y las universidades, públicas y privadas, se reunieron con la intención de discutir este potencial cambio.
La discusión, que se enmarca en el mundo globalizado actual, tendría la intención de implementar un sistema de educación superior que se asemeje a los de Europa y América del Norte, donde las carreras suelen durar entre tres y cuatro años –lo que provee al estudiante un título de bachelor, equivalente a uno intermedio en la Argentina– y se complementan con posgrados.
Si bien las universidades argentinas se rigen por la Ley de Enseñanza Superior (N°24.521), para conocer la extensión de una carrera es necesario recurrir a la resolución ministerial N°6, que fija un piso de 2600 horas reloj de forma presencial a desarrollarse “en un mínimo de cuatro años académicos”. Pero en la aplicación los planes de estudio superan ese tiempo, lo que puede perjudicar a los estudiantes.
“Estudié diseño de indumentaria en la Universidad de Buenos Aires (UBA) durante muchos años –cuenta María Travi, de 36–. El Ciclo Básico Común (CBC) tiene dos materias extras: dibujo y proyectual, que son anuales”. Travi no terminó la carrera: cursó hasta la etapa final, la de tesis, que en esa facultad implica cursar un año, pero al desaprobar la primera parte, tuvo que esperar más de seis meses para anotarse de nuevo y decidió no hacerlo. “La carrera es muy buena, pero tiene mucha carga horaria. A veces hacía doble turno, y encima me quedaba noches enteras preparando las presentaciones de las materias. Ya para el final estaba muy cansada y bastante frustrada”, confiesa.
Debate
En los últimos años, el Ministerio de Educación puso el debate sobre la mesa, buscando soluciones acordes al mercado globalizado actual y a las nuevas tecnologías. LA NACION quiso contactarse con Jaime Perczyk, ministro del área, y le envió una serie de preguntas, pero no obtuvo respuestas.
“El tema fue debatido en oportunidades anteriores, se plantea desde los 90. Muchas carreras de grado del sector privado tienen una duración formal de cuatro años. En principio es deseable que la duración sea menor, teniendo en cuenta también la necesidad de cursar posgrados para alcanzar una formación avanzada”, explica Ana García de Fanelli, investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) en el área de educación superior del Centro de Estudios de Estado y Sociedad (Cedes).
La mención a los años 90 se refiere al Plan Bolonia, un acuerdo firmado entre varios países europeos que buscaban establecer parámetros comunes para el intercambio de alumnos y, a la vez, adaptarse al ritmo que exige el mercado laboral. “Se decidió acortar el grado a tres años y luego establecer dos años para las maestrías y los doctorados. En el tiempo en que un europeo recorre los tres niveles, en la Argentina solo se cumple con el de grado”, detalla Guillermina Tiramonti, investigadora del área de educación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso). Además, agrega que el ritmo de cambio de los conocimientos exige trayectorias cortas y flexibles que se articulen entre sí, “muy diferentes a las que hoy ofrecen las universidades argentinas”.
La Universidad Tecnológica Nacional (UTN) es una de las instituciones nacionales que, si bien no llegó a implementar una extensión semejante a las extranjeras, pasó de un mínimo de seis años de cursada a cinco. Guillermo Oliveto, el decano, cuenta que allí se cursan nueve carreras de ingeniería: “Tienen una duración nominal de cinco años (un año más que en algunas partes del mundo), pero antes duraban seis”. Remarca la “duración nominal” para oponerla a la realidad de varios alumnos que, pese al mínimo estipulado, demoran más tiempo en graduarse: “Tenemos un promedio general de duración de siete años. Para algunos puede durar más; para otros, menos”.
Resistencia al cambio
Aunque para muchos la disminución horaria es recomendable, la posibilidad no está exenta de resistencia. Julio Durand, secretario académico de la Universidad Austral, opina que “hay varios factores que influyen en esto. La sociedad argentina es conservadora y piensa que la reducción de las carreras implica bajar el nivel. Por otro lado, acá los títulos son habilitantes: alguien que se recibe está habilitado automáticamente por una serie de alcances; en otros países no es así”.
En el mismo sentido, Catalina Nosiglia, secretaria académica de la Universidad de Buenos Aires (UBA), explica que “en el caso de la Argentina, las universidades, además de otorgar el grado académico, habilitan para el ejercicio de la profesión, a diferencia de otras –en Europa o Estados Unidos–, en donde la habilitación profesional se obtiene en el posgrado o luego de rendir un examen específico. El título de bachelor de estos lugares no habilita el ejercicio de la profesión”.
Además, sobre la posibilidad de disminuir la carga horaria, Nosiglia sostiene que “la UBA tiene 13 facultades que ofrecen en su conjunto 107 carreras de pregrado y grado. Por lo tanto, en referencia a la duración de las carreras debe considerarse la diversidad de necesidades de formación de las distintas disciplinas”.
Al igual que para todas las universidades del país, esta también se encuadra en el mínimo que plantea la Ley de Educación Superior. Sin embargo, como en otras universidades, Nosiglia continúa explicando que ese mínimo se supera ampliamente. “Por ejemplo, en Ciencias Médicas el mínimo es de 5500 horas y en Odontología es de 4200″, explica. Es decir, a veces puede superarse el límite estipulado por más del doble de horas.
A esto deben adicionarse los estudios de posgrado: a los cinco o seis años que implica una carrera cursada en tiempo y forma, se les suma un mínimo de dos años más para maestrías o doctorados. “El trayecto formativo de nivel superior se alarga mucho, especialmente si tenemos en cuenta que una proporción alta de los y las estudiantes también trabajan y, por tanto, la duración real de las carreras suele ser un 50% mayor a la duración formal”, detalla García de Fanelli.
Títulos intermedios
Esto puede promover que los estudiantes abandonen las carreras antes de graduarse. Pero, dado que no es tarea sencilla plantear una disminución horaria manteniendo la calidad, una opción que aplican varias universidades es la emisión de títulos intermedios para acreditar saberes.
Esta modalidad busca tanto disminuir la deserción de los estudiantes, que pueden abandonar una carrera por priorizar un trabajo, como amoldar el sistema educativo al mercado laboral: en menos tiempo se podría acceder a una certificación que permita ingresar en ese mundo.
Respecto de la UBA, Nosiglia cuenta que la institución entrega títulos de pregrado dependientes, que surgen de la necesidad de reconocer un trayecto aprobado por el estudiante en el marco de una carrera de grado. “Más de diez carreras de grado cuentan con títulos intermedios que se obtienen al aprobar una cantidad de asignaturas establecidas por el plan de estudios”, agrega Nosiglia. Y comenta que desde 2019 se incorporó la entrega del título académico de bachiller universitario –como en Europa y Norteamérica– que implica una carga horaria mínima de 1600 horas y el reconocimiento de trayectos formativos de un área de la carrera.
Oliveto cuenta que en la UTN están, además, trabajando en “microcredenciales”, que si bien no implican un título, sí son capacitaciones para trabajar que permiten la obtención de habilidades en tramos cortos. “Eso por lo menos estimula, porque un joven que se para frente a una pizarra y ve la cantidad de materias que significa ser ingeniero muchas veces se puede desalentar”, opina el decano.
Durand, de la Austral, sostiene un punto de vista similar respecto de la necesidad de promover títulos intermedios para beneficiar a la población estudiantil: “Ya hay varias universidades que los tienen, pero el mercado todavía no reconoce estas titulaciones y siguen pidiendo el título de grado”, argumenta.
Mercado laboral
“La globalización está llevando a que una enorme cantidad de profesionales graduados argentinos se movilicen o vayan al exterior. Eso se da al revés también –cuenta Tomé–. En este ida y vuelta tenemos ventajas y desventajas al mirar otros sistemas universitarios. No tener un bachelor, que dura cuatro años, es una desventaja”. Por razones como esta, el Gobierno viene dialogando sobre las distintas posibilidades y modificaciones que podrían implementarse. De todas formas, para Tomé “son tiempos lógicos. Nadie modifica [la carga horaria] solo porque competís en un mercado”.
Pero para Tiramonti la realidad es cuestionable: “Hay un hecho interesante. Las empresas del conocimiento desarrollan estrategias para captar alumnos. Muchos de estos jóvenes no se gradúan. Nuestras carreras son largas porque están organizadas no acorde a los intereses del mercado o del desarrollo del saber, sino basadas en los intereses de la propia universidad, de sus docentes y de la política universitaria”, sostiene.
En sintonía con la especialista, Oliveto se refiere también a la captación de los estudiantes por parte del sistema del mercado laboral. “Esta es otra cuestión que tenemos analizada y que provoca que el alumno retrase su carrera. Hay estudiantes que están diez años [para graduarse] porque toman un trabajo que les lleva mucho tiempo o los hace viajar”, detalla.
Natalia, quien prefiere no dar su nombre completo por cuestiones laborales, estudió el traductorado de inglés en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Comenta que la carrera es larga, con materias no promocionables y finales extensos que se deben resolver en tres partes: teórico, oral y producción. “La duración de la carrera y las dificultades para estar medianamente al día hacen que, además, salgamos superdesactualizados”, explica, y añade que muchos estudiantes que trabajan a la par reciben sueldos precarizados. Otra desventaja: muchos de los que egresan ya son grandes para encarar especializaciones que, a veces, resultan necesarias.
Pablo Hernández Molteni, secretario de Promoción e Ingreso de la Universidad del Salvador (USAL), plantea su postura sobre la situación laboral: “El despliegue de la vocación es mucho más que nuestro trabajo. Pensar en la salida laboral como prioridad es sesgar parte de la experiencia. La elección de una carrera es una de las primeras grandes decisiones que debe tomar un joven en lo que se refiere a la construcción de su proyecto de vida”.
Sin embargo, la realidad muestra que no todos los jóvenes ingresan a la facultad en igualdad de condiciones, lo cual dificulta el buen funcionamiento de un sistema que no actúa como tal. Según Oliveto, “se podrían acortar las carreras, pero deberíamos tener una visión sistémica de la educación. Plantear un acortamiento sin mirar los estadios anteriores es un error. Lo que llamamos sistema educativo no funciona como sistema. Son compartimentos estancos, cada uno hace una cosa. Cuando uno mira a otros países, otros modelos educativos, ve que hay mayor preparación en la escuela media para la universidad. Acá no”. Aun así, no descarta que haya que acortar las carreras, trabajar con la tecnología educativa y analizar con qué preparación llegan los estudiantes a las universidades.
“El desafío es grande –dice Durand–, porque el mercado busca en las personas una serie de competencias más allá de la titulación, pero al mismo tiempo se habla de no reducir los estudios universitarios, porque se supone que la universidad agrega otro tipo de valor: la capacidad analítica, es decir, la capacidad de aprender. Para mí hay que encontrar un equilibrio entre la presión del mercado y lo que es propio de una educación superior”.