En 2017, después de sufrir una crisis epiléptica, Alberto (nombre ficticio) recibió una noticia terrible. Ese año, en la Fundación Jiménez Díaz de Madrid, le diagnosticaron un tumor cerebral extraño al que sus médicos no sabían bien cómo enfrentarse. Indecisos, “decidieron no darme quimio ni radio y ver qué pasaba”, comenta. “Después –recuerda–, empecé a tener crisis convulsivas cada vez más frecuentes y decidieron operarme de nuevo”. Esa operación la realizó otro cirujano, que le ofreció extirparle el tumor completo. Tras la operación, perdió la movilidad del lado derecho de su cuerpo y debió comenzar una dura rehabilitación.
“Recuerdo sentirme perdido al ver que los médicos no sabían qué camino seguir. Eso me hizo buscarme por mi cuenta otro cirujano y acabé encontrando al doctor Sepúlveda”, dice. Juan Manuel Sepúlveda, coordinador de la Unidad de Neurooncología del Hospital Universitario 12 de Octubre de Madrid, se sorprendió al escuchar que no había recibido ni radioterapia ni quimioterapia, pero le contó que, en esta ocasión, la suerte había estado de su lado. Sepúlveda se encontraba en ese momento reclutando a pacientes para el ensayo Indigo, diseñado para probar un nuevo fármaco en pacientes que no habían recibido más tratamiento que la cirugía.
Los tumores como el de Alberto son los conocidos como gliomas de grado bajo, y fue un glioma de este tipo el que sufrió el conocido golfista Severiano Ballesteros, fallecido en 2011. Esos tumores se caracterizan por tener una mutación en los genes IDH 1 y 2. Esta alteración genética, hallada gracias a los proyectos de secuenciación masiva de los genomas de decenas de tipos de cáncer lanzada en 2008, cambia la actividad de dos enzimas esenciales en el funcionamiento del organismo, que siguen haciendo su tarea, pero empiezan a generar un metabolito tóxico que daña el ADN. Con el paso del tiempo, el daño se acumula y proliferan las mutaciones que azuzan el crecimiento del cáncer.
Cirugía y deterioro
Desde hace décadas, las personas con esta dolencia se someten a una cirugía para extirpar el mal y después reciben quimioterapia y radioterapia para controlarlo. Estos tumores no se curan con cirugía y suelen volver, aunque el regreso se puede retrasar hasta cinco años. Con la quimioterapia y la radioterapia era posible prolongar la vida entre 10 y 20 años, con buenas condiciones. Después, los daños de la radioterapia se empiezan a manifestar y aparecen problemas de memoria, desciende el rendimiento intelectual o resulta difícil caminar rápido. Normalmente, en 12 o 14 años los pacientes no pueden hacer una vida normal e independiente.
El descubrimiento de las mutaciones de IDH permitió desarrollar medicamentos dirigidos a inhibir la acción de esa enzima alterada que intoxica el cerebro. Según cuenta Sepúlveda, el vorasidenib, un medicamento con una especial capacidad para alcanzar el cerebro, se empezó a utilizar –como casi siempre sucede al principio con los medicamentos experimentales– en personas con enfermedad avanzada, “gliomas difusos que ya se habían tratado con quimioterapia y radioterapia, en algunos casos en varias ocasiones”. “Pero solo respondía entre el 30% y el 40% de los pacientes”, advierte.
Aquellas cifras hicieron pensar que el fármaco no servía, pero después se plantearon que quizá lo habían utilizado demasiado tarde, cuando la modificación en la expresión de los genes y la evolución de los clones del tumor habían descontrolado la situación y la inhibición de una enzima ya era inútil. “Entonces decidimos ir al principio”, explica Sepúlveda. “Hicimos un estudio para pacientes con glioma de grado 2 que habían sido operados, pero no habían recibido quimio ni radio”, apunta. Los resultados de aquel trabajo se acaban de presentar en el encuentro anual de la Sociedad Americana de Oncología Médica, en Chicago, y se publicaron en la revista New England Journal of Medicine.
El estudio Indigo, que incluyó 331 pacientes de todo el mundo, mostró que el fármaco, desarrollado por la farmacéutica Servier, incrementaba el tiempo en el que la enfermedad no progresaba tras la cirugía, desde los 11,1 meses cuando se recibía placebo hasta los 27,7 meses con vorasidenib. Dos años y medio después del comienzo del estudio, la enfermedad había progresado en un 28% de los participantes, frente al 54% de los que recibieron placebo. El principal autor del estudio, Ingo Mellinghoff, del Memorial Sloan Kettering Cancer Center de Nueva York, contó en una presentación ante los medios de comunicación, que “los resultados ofrecen una oportunidad de cambiar los tratamientos de este tipo de gliomas con una nueva terapia dirigida”.
“De momento, podemos decir que retrasamos el contador 27 meses hasta el momento en que estas personas tienen que recibir tratamientos más agresivos con más secuelas a largo plazo”, relata Sepúlveda, que cree que “va a haber un grupo de muy largos sobrevivientes, porque es gente muy sensible a estos fármacos”. “Hay un paciente que empezó a tomarlo hace tres años, el tumor se redujo y no se ve, y no sabemos cuánto puede permanecer así”, ejemplifica.
“Esto abre la puerta a la medicina personalizada para estos pacientes. Esta enfermedad es rara, es un tipo de tumores muy poco frecuentes, y estos resultados dan esperanza para una enfermedad en la que había poca investigación”, opina Cristóbal Belda, ahora director del Instituto de Salud Carlos III y antes oncólogo especialista en tumores cerebrales. En su momento, trató a Ballesteros. “Es un avance excepcional”, afirma.
Seis años después de su diagnóstico y tras períodos horribles, en los que necesitaba una gran cantidad de medicación contra la epilepsia y ni siquiera podía salir a la calle o acudir a rehabilitación, Alberto vive con esperanza. “Ahora estamos bajando la medicación y sigo notando mejoría porque había perdido mucha capacidad física. No podía ni ponerme delante de la computadora, porque me daba un ataque epiléptico”, detalla Alberto, que antes trabajaba como ingeniero informático. “Ahora puedo salir de casa y caminar, que te parecerá una tontería, pero para mí es increíble, y he vuelto a una rehabilitación intensiva. Estoy muy contento”, resume.
Comentario de AgendAR:
Es un avance minúsculo y enorme a la vez, por lo que implica como posible cambio de paradigma clínico para gliomas de bajo grado.
Si se logra convencer al mundo oncológico, el tratamiento debería empezar por este «mib» (un anticuerpo monoclonal murino), y seguir la vía normal de radioterapia, quimio y cirugía después de que el foco inicial vuelve a ponerse agresivo, y sólo si lo hace.
Abre caminos en medicina personalizada: si detectás los dos genes defectuosos activos en un portador sano, silenciarlos antes de que logren generar cancerización. Imposible no preguntarse si algo de este nuevo paradigma podrá aplicarse a neuroblastoma multiforme, otro cáncer cerebral más común y letal.
Daniel E. Arias