Según la última estadística disponible del Renaper, en la Argentina hay 15.491 personas con más de 100 años; para 2040, se espera que sean más de 40.000
Tiene varias explicaciones Josefa Calabró de por qué está por celebrar el mes que viene los 108 años con toda esa vitalidad. En la cuadra en la que vive, en el pasaje Gazeta de Buenos Ayres, en Villa del Parque, ya es una leyenda: la señora que por las tardes sale a hacer una caminata hasta el jazmín de la esquina, solo para olerlo y que cuando vuelve, se sostiene del árbol de paltas que ella misma plantó en la vereda de la casa de su nieta y hace ejercicios como subir y bajar el cordón y estirar un poco las piernas para mantenerse en estado y no caerse. Ese es el único temor que tiene en estos días. Por lo demás, todos son días ganados. Habiendo superado la expectativa de vida nacional en más de 30 años, se siente una privilegiada solo por seguir respirando.
¿Cómo llegó hasta los 108 años? Josefa se ríe. Y no revela tan fácil la fórmula. Nació un 14 de octubre de 1915. “No sé. Todas mis amigas se fueron yendo. No sé por qué será. Esa es una de las cosas más difíciles de llegar hasta esta edad, que te quedás sin amigos. Todos son más jóvenes, de otra generación”, dice.
Tal vez, por eso, aventura, le gusta ir a oler el jazmín. Porque le hace recordar a un Buenos Aires de otra época, en el que ella creció. Cuando su papá, que vino de Italia compró un terreno en Villa Urquiza y era todo campo. Y ella se tomaba un colectivo para ir al centro a entregar las prendas de costura fina que confeccionaba su madre, y la referencia de la parada era el coquito, un árbol de cocos.
Tenía unos 13 años, un día que estaba por cruzar una avenida de Mayo con el vestido para entregar en las manos, sin que se arrugue, cuando y un hombre la detuvo del hombro. “Me paró y me dijo que ya venía, que no podía pasar, que la calle estaba cortada. Me tuve que quedar ahí y lo vi desfilar al mismísimo Hipólito Yrigoyen”, cuenta. Es una de las historias favoritas de Mercedes y de Gabriel, sus nietos. Pueden escucharlas cientos de veces, y no se cansan. Porque la abuela es un libro de historia abierto.
Pero Josefa no es la única. Los datos del censo sobre la población mayor de 100 años en Argentina todavía no están disponibles. Sin embargo, según la estadística del Registro Nacional de las Personas (Renaper), de hace tres años, en el país había 15.491 personas con más de 100 años. Unos 4105 que tenían en ese año 100 años exactos y unos 11.385 habían superado esa edad.
Cuando una persona cumple 100 años, automáticamente desaparece del padrón electoral. Por eso, hace unos años, cuando Josefa quería ir a votar, no se encontraba dónde le tocaba. La nieta averiguó por qué no figuraba y descubrió que esa era la razón. Haciendo un trámite de reinscripción en la Cámara Nacional Electoral consiguió en Josefa volviera a poder votar, lo mismo que otros cuantos argentinos centenarios que votaron estas elecciones. Por supuesto que cuando fue, la aplaudieron.
El número de los habitantes con más de 100 años superó las expectativas del propio Instituto Nacional de Estadísticas y Censo (Indec), hechas en base al censo 2010. En ese momento, los mayores de 100 años eran 3496 en todo el país y las proyecciones estimaban que para 2023 iban a ser más de 13.000, cifra que se superó unos tres años antes. En base a esos primeros cálculos, el informe del Indec estimó que para 2040, en la Argentina va a haber más de 42.000 personas de más de 100 años, tres mujeres por cada varón.
Quiere decir que la población de los supercentenarios, así se les llama a los que superan la barrera de los 100 años, será para 2040 la población de mayor crecimiento en todo el país: mientras que, según las proyecciones de Indec la población general se multiplicará por 1,3, los mayores de 85 años se duplicarán; los de 90 años se triplicarán; los de 95 años se quintuplicarán. Y a los más mayores habrá que multiplicarlos por 12.
Vida citadina
“Hace algunos años, en el PAMI, quisieron hacer una investigación sobre los centenarios. Encontraron que había más de 5000 en su padrón. Y lejos de la hipótesis inicial, de que iban a encontrarlos en un medio rural, como en Formosa, arando con un buey, llevando una vida sin el estrés de la gran ciudad, se encontraron con que la mayoría de ellos vivía en la ciudad de Buenos Aires, en Barrio Norte, Recoleta, Belgrano, Palermo. También en el corredor Norte, en Olivos, Vicente López. La idea de que la vida rural, natural alarga la esperanza de vida no tenía sustento. Quienes están viviendo más son personas que además de tener una buena genética, que les permite envejecer más lento que los demás, sin enfermedades características del deterioro de la vejez, vivieron mejor toda su vida, en el sentido de acceso a servicios, comodidades y recursos. Además, aquellos que vivieron en un entorno familiar que pudo acompañarlos”, explica Enrique Amadasi, sociólogo referente del Observatorio de la Tercera Edad de la Universidad Católica Argentina e investigador de la Fundación Navarro Viola.
“Yo creo que las proyecciones del crecimiento de la población supercentenaria son un poco exageradas. Sí hay un aumento de la esperanza de vida, pero hay que tomar en cuenta las variables de la crisis económica que significan un gran deterioro para la calidad de vida de las personas mayores”, dice Amadasi.
“Quienes pasan el umbral de los 85 años tienen mayor nivel de bienestar psicológicos que los adultos mayores más jóvenes. Deja de importar el proyecto de vida a futuro y el día a día tiene un peso enorme en la felicidad cotidiana. Probablemente porque se llega a un mejor promedio entre las expectativas y la realidad. Y en personas que llegaron cerca de los cien años, en buenas condiciones, con una familia que los acompaña, despertarse y estar vivo es una alegría cada día”, apunta.
“Por ahí yo tengo la culpa –dice Josefa–. La culpa de haber vivido tanto”. ¿A qué se refiere? “Todas las noches, cuando me voy a dormir, le agradezco a Dios la vida. Hago una pausa y enseguida le pido, bueno, dame un día más. Y así se me fueron haciendo los 108 años”, confiesa.
¿Cómo pasó la pandemia? Es la pregunta obligada, pero ella contesta: “¿Cuál?”. Lúcida. Sagaz. “La última la pasé tranquila. La de la polio me preocupó más, porque mis hijos eran chicos“, dice. Esta última pandemia la transitó sin mucha preocupación. No quiso vacunarse. Ni ella ni su hija. Finalmente, cuando se contagió de Covid, fue poco más que un resfrío, del que se había recuperado un par de días más tarde.
Josefa vive con su hija Emma, de 86 años, que fue enfermera toda la vida y ya está jubilada y con su nieta Mercedes Román, que es administradora de empresas y que no solo la cuida sino que disfruta cada día con ella. Todas las mañanas, Josefa amaga con despertarse tempranito, pero si ve que está fresco, duda y se queda en la cama. “No me gusta madrugar y despertar al resto”, dice.
Por esa razón, puede remolonear y dormir hasta las 11. Después, se levanta, va al baño, se lava el pelo todos los días, aunque haga frío, se higieniza, se viste y sale a encontrarse con la familia hecha una pinturita. Los anteojos los deja sobre la mesa, por si necesita leer algo muy chiquito. Para todo lo demás, con sus ojos le alcanza. Se sienta a la mesa, y mientras se toma su taza de leche con Nesquik, lee el diario, ritual que disfruta enormemente. “Me gusta estar informada”, dice.
La única pastilla que toma es la Levotiroxina, porque está operada de las tiroides, hace muchos años. Ni pastillas para la presión, ni Alzheimer, ni vitaminas, ni pastillas para el corazón. Nada. “Más sana no se consigue”, bromea Roberto Martín, su nieto.
Cuando va a visitar a su médico, la revisa y al descubrir que sus brazos tienen no solo fuerza sino también músculos, el doctor se ríe de costado y le reconoce que está tocando de oído. Ella es su primera paciente de 108 años. Hace unos años, cuando falleció su hija menor, con la que vivía, Josefa decayó. Estuvo internada y pensaron que eran sus últimos días. Hasta ese entonces había sido súper independiente, vivía con la hija pero era ella la que mandaba, como si viviera sola. Todas las semanas, se cruzaba a la almacén, compraba la harina y amasaba fideos para toda la familia el domingo.
La tristeza de la pérdida
Pero con la tristeza de haber perdido una hija, se vino abajo. Estuvo un mes y medio internada, se le formó una escara en la espalda. Entonces Mercedes decidió llevársela a vivir a su casa. Y santo remedio. Desde ese día, no paró de repuntar. “Vino un cardiólogo, que es deportólogo. Le miró el electro y no lo podía creer. Se lo volvió a hacer. Pensó que había un error, después nos dijo: tiene el corazón de un jugador de la primera de Boca”, cuenta el nieto.
Hay un ritual que nunca saltea Josefa: encremarse. Después de leer el diario, se sienta en la mesa del living y mientras mira las noticias, se pone crema en las manos, en la cara, en las piernas, en los brazos. “Me gusta estar humectada”, dice.
Eso sí, aunque sea pleno invierno, ella va a vestir siempre de polleras. “Ya no me pongo enagua. La combinación como le decíamos antes. Ya no se usa más”, dice.
¿Le gusta Javier Milei? Josefa hace cara de pocos amigos. “No me gusta. Hace mucho barullo. Grita mucho”, dice.
De la época de Perón no habla mucho. “Yo no me metí nunca en política”, dice. En cambio sí se acuerda de Eva. “A Evita la fui a ver varias veces. Primero a Bienestar Social, porque habíamos comprado una casa con mi marido y nos habían estafado. Fui a ver qué podía hacer. La segunda vez, fui a Olivos, pero no me dejaron pasar. Ya la tenían encerrada los militares, pobrecita, estaba muy enferma. No me pudo ayudar”, dice.
Pero tiempo después con su marido, que era chofer de los camiones de una empresa constructora, pudieron tener su propia casa en Villa Urquiza. Poco después de cumplir los 60 años, de tanto fumar, se enfermó de los pulmones y murió. Josefa lleva 51 años de viuda, aún así conserva la libreta de matrimonio en la mesita de luz. ¿Nunca quiso volver a formar pareja? No, dice. La nieta le pregunta por un señor y ella pone cara de disimulada. “Ah, no, era solo un amigo”, dice.
Todavía se acuerda del primer lavarropas que tuvo, un Eslabón de Lujo. Su hijo, que estudiaba en una técnica, había aprendido a soldar y lo convocaban de las fábricas para armar y después para reparar lavarropas. “Era increíble poder lavar la ropa y no tener que hacerlo a mano. Eso sí que fue una liberación”, dice.
A su hijo le fue tan bien que se lo terminaban disputando las empresas y se fue a vivir a Estados Unidos donde triunfó como ingeniero. Lo volvió a ver unas pocas veces. “Murió joven, también a él se lo llevó el cigarrillo”, dice.
“Lo que más extraño es a la gente de mi época. Ahora la calle está peligrosa, uno tiene que andar con cuidado. Antes, con la palabra alcanzaba. Porque la gente tenía palabra. Tenía honra. Ahora, aunque te firmen 100 papeles te engañan lo mismo. Por eso me gusta ir a oler el jazmín. Voy caminando despacito, me paro en la esquina y respiro. Total, es gratis. Me gusta ese olor, porque me hace acordar a mi tiempo, a las cosas como eran antes”, dice.