La investigación, que se compara con la secuenciación del genoma humano, también explora los cambios que producen las enfermedades neurológicas
En el año 1600 se produjo un momento estelar de la historia de la ciencia. Tycho Brahe, un noble danés obsesionado por medir con precisión los movimientos de los astros, se encontró en Praga con Johannes Kepler, un alemán de origen humilde con una inclinación por la mística y la ciencia que hoy parece contradictoria. Kepler, inspirado por Copérnico, intuía que el sistema solar tenía más sentido con la estrella en el centro, pero necesitaba datos para corroborar su modelo.
En aquella época, los astrónomos elaboraban cartas de navegación y predicciones astrológicas con observaciones burdas recogidas siglos antes y pocos consideraban necesario recabar medidas precisas. Brahe había acumulado esas medidas, pero mantuvo la Tierra en el centro de su sistema solar y ocultó sus observaciones a Kepler, que solo pudo verlas tras la muerte del danés, en 1601. Aquellos datos permitieron a Kepler describir matemáticamente los movimientos de los planetas alrededor del Sol y allanó el camino para que Isaac Newton nos explicase, con la gravedad, por qué se mueven así.
Cuatro siglos después, los científicos aspiran a una revolución científica igual de significativa o más que la liderada por los que descubrieron la posición de la Tierra en el cosmos. Pese al progreso de la neurociencia desde los años de Santiago Ramón y Cajal, lo que se desconoce sobre el cerebro, sobre cómo genera la conciencia o la memoria o sobre cómo curar muchas enfermedades neurológicas sigue siendo muchísimo. La revista Science publicó ayer una serie de artículos que muestran el esfuerzo por obtener los datos que son la base de cualquier avance significativo del conocimiento.
Los trabajos son parte de la Brain Initiative Cell Census Network (BICCN), un proyecto lanzado en 2017 por los Institutos Nacionales de Salud de EE.UU. (NIH, por sus siglas en inglés). La iniciativa involucra a cientos de científicos que utilizan las últimas tecnologías para localizar las células en cerebros de humanos y otros animales, y caracterizarlas una a una por su expresión genética, su forma y otros rasgos. Ya lo han hecho con más de 3000 tipos de células humanas, revelando aspectos que las distinguen de las de otros primates y que permitirán identificar, por ejemplo, cuáles de ellas son más propensas a mutaciones específicas que causan enfermedades neurológicas.
Uno de los hallazgos de la colaboración es que, como en la cocina, con los mismos ingredientes se pueden preparar distintos guisos. Aunque hay células propias de algunas regiones cerebrales, muchas diferencias entre regiones se producen porque tienen distintas proporciones de los mismos tipos celulares. Según explican en uno de los artículos Alyssa Weninger y Paola Arlotta, de las universidades de Carolina del Norte y Harvard, respectivamente, hay excepciones a esta regla general. Por ejemplo, la corteza visual primaria contenía tipos de neuronas inhibidoras particulares. Los datos muestran que la evolución no ha producido la aparición de nuevos tipos de células cerebrales que justifiquen las distintas funciones del cerebro, sino que son pequeñas variaciones dentro de los mismos tipos celulares y cambios en la abundancia de estas células por región los que crean circuitos cerebrales distintos.
No hay un cerebro humano
Juan Lerma, investigador del Instituto de Neurociencias de Alicante, apunta que la ingente cantidad de datos obtenidos con las nuevas técnicas “no va a darnos la solución a los problemas del conocimiento del cerebro humano y pone de manifiesto cosas que ya se sabían, pero esta es la manera de demostrar que el conocimiento es sólido”. Uno de los aspectos destacados para Lerma es la gran variabilidad que se encuentra entre cerebros, “algo que se había visto en las pruebas de imagen cerebral no invasivas en humanos”.
“Esto nos dice que es importante que los estudios en humanos incluyan un gran número de casos, porque puedes tener un estudio con 500 cerebros que te dé unos resultados y, después, haces un análisis de 30 de esos cerebros y los resultados son diferentes”, ejemplifica. En un estudio liderado por Nelson Johansen, del Instituto Allen, en Seattle, se analizó la expresión genética de células individuales de la corteza cerebral de 75 individuos y solo encontraron pequeñas diferencias que se pudiesen explicar por factores como la edad, el sexo, la ascendencia o si procedía de personas sanas o enfermas. “No existe un humano prototípico”, resumen Weninger y Arlotta.
“El conocimiento derivado de estos estudios va a ser fundamental para responder algunas preguntas clásicas en neurociencia, como cuáles son las diferencias fundamentales entre el cerebro humano y el de nuestros parientes más cercanos, como los chimpancés”, afirma Ignacio Sáez, investigador en el Hospital Monte Sinaí, en Nueva York.
Uno de los trabajos que publicó ayer Science, que firma como primer autor Nikolas Jorstad, del Instituto Allen, analiza la expresión genética de las células del giro temporal medio, una región crítica para la comprensión del lenguaje, en humanos, chimpancés, gorilas, macacos y monos tití. Los investigadores vieron que todos estos primates comparten, en gran parte, los mismos tipos de célula que aparecieron en un momento de la evolución y se han ido conservando con la aparición de nuevas especies. Solo unos pocos cientos de genes mostraron pautas de expresión que solo se ven en humanos. Estos datos sugieren que las obvias diferencias entre un tití y un humano surgen de unos pocos cambios moleculares y celulares.
Entre los artículos de Science, también hay trabajos que analizan células en momentos clave del desarrollo del cerebro antes y justo después del nacimiento. El conocimiento de estos instantes también puede ayudar a producir mejores modelos para estudiar el cerebro humano, algo muy difícil de hacer con voluntarios de carne y hueso, o entender mejor qué modelos animales pueden ser útiles para avanzar en el conocimiento del órgano de la conciencia. Arlotta es una referencia internacional en la construcción de organoides, unos modelos tridimensionales creados a partir de células madre que simulan la estructura del cerebro.
Javier de Felipe, investigador del CSIC que ha participado en grandes colaboraciones internacionales como el Human Brain Project, cree que este tipo de proyectos ayudan “a mejorar la comunicación entre los científicos”, al poder definir con precisión “cuántos tipos de neuronas hay en el cerebro, que es algo que no conocemos, y también ver la relación que tienen esas características genéticas o morfológicas de las células con la función que desarrollan”. “Este tipo de proyectos nos dan muchos datos a los que luego tendremos que empezar a dar sentido”, explica. Juan Lerma coincide en que esto, “de una forma similar a lo que significó la secuenciación del genoma humano, es un mapa”. “Cuando tú tienes un mapa de un territorio, lo siguiente que tienes que hacer es empezar a explorar ese territorio”, afirma.
Como sucedió hace 400 años con Brahe y Kepler, los datos, y las caras y precisas herramientas que se necesitan para cosecharlos, precederán a los grandes descubrimientos que cambiarán nuestra visión del mundo, también la de quienes no entienden de transcriptómica o de movimientos planetarios. Como entonces, detrás de este proyecto para conocer todas las células del cerebro, su localización y sus funciones, está el dinero de un magnate. Paul Allen, cofundador de Microsoft y fallecido en 2018, creó en 2003 el Instituto Allen para la Ciencia del Cerebro, la organización que, junto a los NIH, lidera la iniciativa. A diferencia del noble danés, la institución creada por el tecnomillonario pondrá los datos obtenidos en este proyecto a disposición de todos los nuevos Kepler que intenten conocer la realidad con ellos.
Daniel Mediavilla