Un COVID largo puede destruir tu capacidad de ejercicio. Ahora sabemos por qué.

Para muchas personas con COVID prolongado, uno de los principales síntomas es la dificultad para hacer ejercicio: cuando sobrepasan sus límites puede producirse un devastador ciclo de fatiga. Eso suele empeorar los resabios musculares de la enfermedad.

Esto se llama malestar postesfuerzo (MPE), y tiene iguales síntomas que la encefalomielitis miálgica, o síndrome de fatiga crónica (EM /SFC). Pero no es lo mismo.

Un estudio de Nature Communications da la explicación del bajón en el umbral del agotamiento. Lo que no da es una solución mágica. Dice que los pacientes con COVID largo sufren una serie de cambios en el reposo post-ejercicio, que incluye daño difuso y generalizado en la estructura profunda de los músculos, y alteraciones en su composición de fibras y en su metabolismo energético.

El estudio «muestra realmente el daño» casusado por el malestar postesfuerzo, afirma Lucinda Bateman, médico del Bateman Horne Center, especializado en el tratamiento de pacientes con ME/SFC y COVID prolongada. Como señala Bateman, esto incluye mostrar «la inflamación, el daño, las cicatrices, los coágulos», que se encuentran en los tejidos musculares de los pacientes con COVID prolongado. También se hallaron bajones de actividad en las mitocondrias, las organelas microscópicas que generan la mayor parte de la energía aeróbica de una célula moderna.

La respuesta sugerida al MPE: tomátelo con calma.

Malestar postesfuerzo provocado por la prueba de esfuerzo

En el estudio, los investigadores reclutaron a 25 pacientes con COVID prolongado. Todos ellos eran jóvenes -con una edad media de 41 años-, no padecían otras enfermedades preexistentes y venían cargando con una reducción significativa de su vida laboral y social. Condición de exclusión: tenían que presentar malestar postesfuerzo para ser reclutados por el estudio, afirma Rob Wüst, fisiólogo del ejercicio de la Universidad Libre de Ámsterdam y coautor del estudio.

Los participantes se sometieron a una prueba de esfuerzo cardiopulmonar en la que se les pedía que hicieran ejercicio hasta quedar exhaustos, lo que desencadenaba un episodio de malestar postesfuerzo.

Para caracterizar los cambios que experimentaba su organismo, los investigadores extrajeron sangre y realizaron una biopsia muscular una semana antes de la prueba de esfuerzo y un día después. Los resultados de estas pruebas se compararon con los de 21 pacientes sanos, que tenían la misma edad y sexo, y que sirvieron de «grupo control».

«Normalmente sabemos por todas las demás enfermedades crónicas que el ejercicio es bueno, que el ejercicio es medicina», afirma Wüst. «Sin embargo, estos pacientes empeoran». Es el mundo al revés.

Cambios en los sistemas energéticos del cuerpo

Los cambios clave que descubrieron Wust y colegas fueron diferencias en la capacidad del organismo para generar energía en comparación con los pacientes sanos. Esto incluía niveles más bajos de fosforilación oxidativa, un proceso bioquímico que produce ATP, una molécula que el cuerpo utiliza como reserva y fuente instantánea de energía «a demanda». También observaron que tras el ejercicio se producía una disminución de la actividad de las mitocondrias, las minúsculas centrales energéticas que fabrican las moléculas de ATP dentro de cada célula humana.

En la gente con COVID largo, la función mitocondrial se deteriora rápidamente tras el esfuerzo, afirma Wüst. Y los que están acostumbrados a un cuerpo que rinde y aguanta el ejercicio los hace entrar en un círculo vicioso, de nuevos esfuerzos excesivos que llevan de cabeza al colapso de la función mitocondrial y del metabolismo muscular.

Ambos grupos, el de testeo y el de control, pasaron por dos pruebas sucesivas de esfuerzo espaciadas 24 horas. En ambas se les pidió que hicieran ejercicio hasta el agotamiento.

Durante la prueba de esfuerzo del segundo día, los pacientes con malestar postesfuerzo mostraron una capacidad disminuida para fabricar energía y se agotaron mucho más rápido y con menos ejercicio que en el día anterior. Las personas sin malestar postesfuerzo hicieron cantidades de ejercicio similares ambos días, antes de «estrellarse contra la pared» (expresión de entrenadores yanquis, significa llegar al agotamiento).

El agotamiento suele ocurrir en el momento en que los miocitos (células musculares) abandonan el uso intenso de oxígeno para generar energía, y pasan a metabolismo anaeróbico, un proceso bioquímico más primitivo e ineficiente, que ocurre en el citoplasma extramitocondrial. En lugar de quemar glucosa (el combustible standard de todo miocito) y hacerlo de modo total hasta reducirla a agua y dióxido de carbono, el metabolismo anaeróbico desintegra la glucosa a medias y la reduce a ácido láctico. Cuando éste se acumula en los músculos, tiene efectos rápidamente tóxicos, los hace doler, les quita capacidad de contraerse, y es el momento en que uno «se estrella contra la pared». El metabolismo anaeróbico no da para esfuerzos prolongados.

Para los atletas entrenados, «la pared» puede llegar, por ejemplo, al final de una maratón de 41 km. En el caso de las personas con malestar postesfuerzo, aunque hayan sido atletas hasta que se contagiaron COVID, ese derrumbe sigue a actividades cotidianas, como dar una vuelta a la manzana, ducharse o hacer las tareas domésticas.

El umbral anaeróbico determina cuánta actividad se puede hacer antes de caer rendido por el agotamiento, dice Todd Davenport, investigador de la Universidad del Pacífico, cuya investigación se centra en el malestar postesfuerzo. No se funciona por encima del umbral anaeróbico durante mucho tiempo o muy bien, añade. Parte del entrenamiento de futboleros y de nadadores competitivos consiste en elevar poco a poco el rango en que el cuerpo soporta el esfuerzo anaeróbico, para ese titánico remate final que a veces decide triunfo o fracaso.

Eso se podía ver bien en las caras agotadas de la Selección Argentina en el tercer tiempo del partido contra Francia por la Copa Mundial. Y los franceses también estaban en las últimas de la anaerobiosis. Por algo les ganamos a penales.

Volviendo al tema, esta insuficiencia adquirida en la forma en que el cuerpo fabrica, almacena y gasta energía es exclusivo de los pacientes con malestar postesfuerzo. Viven en el tercer tiempo, aunque antes del COVID fueran atletas sumamente aeróbicos. Para los pacientes con otras afecciones que dificultan el ejercicio -como la insuficiencia cardíaca, la enfermedad pulmonar obstructiva crónica o la fibrosis quística- el ejercicio sigue siendo difícil, pero beneficioso. No hay pérdidas musculares fisiológicas y morfológicas inducidas por el sobreesfuerzo.

En suma, que el malestar postesfuerzo del COVID largo es algo muy raro, en términos metabólicos, pero nada infrecuente, en términos estadísticos.

Cambios en la composición de las fibras musculares

Otra diferencia clave que descubrieron Wüst y sus colaboradores fueron los cambios en la composición muscular de los pacientes con COVID prolongada. Estos individuos tenían una mayor proporción de fibras musculares de contracción rápida en comparación con los pacientes sanos.

Las fibras musculares de contracción rápida, llamadas también fibras blancas, son muy voluminosas porque tienen espacio para almacenar su propio combustible (glucógeno). Se utilizan para movimientos rápidos y explosivos, como levantar pesas o hacer piques cortos, pero no tienen aguante, se cansan rápido por acumulación de ácido láctico. Son las que buscan desarrollar los «patovicas».

En contraste, las fibras musculares de contracción lenta, o rojas, son largas, flacas y de un color rojo profundo, porque están enormemente vascularizadas y llenas de capilares, para absorber rápido el oxígeno circulante en sangre y desprenderse del dióxido de carbono generado. Queman «lo que se les tire»: glucógeno, hasta agotar su escasa carga inicial, pero luego empiezan la combustión metabólica de ese residuo tóxico, el ácido láctico.

Ese segundo quemado se produce en las mitocondrias, las organelas energéticas de las fibras musculares. En la fibra roja son muy abundantes, y degradan el ácido láctico hasta volverlo agua y dióxido de carbono, en un proceso molecular de quemado a fondo y sin llama que produce mucha más energía de un modo más sostenible. Esa energía se almacena en forma de ATP, una molécula que sirve de reserva para activar los procesos metabólicos de todo el organismo: viene a ser como el oro de respaldo en una economía como la del mundo previo a 1971. Es fácilmente fungible en todos lados, y sirve para cerrar cualquier gasto.

Las fibras rojas no sólo usan glucógeno o glucosa, sino ácidos grados como combustibles. Dada la cantidad de grasa en el cuerpo humano, mucho mayor que en otros primates, eso es como quemar no nafta ni gasoil, sino un fuel-oil de alta densidad, el hidrocarburo líquido más pesado y barato. Con la diferencia es que es una combustión mitocondrial, con enzimas, sin llama, con alto uso de oxígeno, y sin más residuos que vapor de agua y dióxido de carbono, que se expelen por los pulmones.

En las sabanas africanas, donde se fueron formando los homínidos de los cuales descendemos, particularmente el Homo erectus, el metabolismo aeróbico parece haber sido importante en las estrategias de caza de cuadrúpedos. El Homo erectus era menos veloz que sus presas, pero las cazaba por persecución prolongada hasta agotarlas, como los lobos, mucho más que por acecho o intercepción, como los felinos. Los Kung’ San, hombres modernos pero que siguen habitando ese mismo paisaje semiárido y abierto del sureste africano, siguen cazando por persecución prolongada. Si no tuvieran esas flacas musculaturas de maratonistas, deberían haber cambiado de negocio.

Estas fibras rojas generan menos fuerza, y las usamos para esfuerzos más sostenidos y predecibles: mantener la postura dorsal, caminar e incluso correr, pero distancias medias y largas, sin piques explosivos. Genética aparte, la forma de uso es el segundo determinante de las proporciones relativas de fibra roja y blanca de la gente. En los brazos de un pesista o en los muslos de un «sprinter» de 100 metros puede haber un 90% de fibra blanca, porque el esfuerzo es básicamente anaeróbico, con acumulación de ácido láctico.

Pero en las piernas de un ultramaratonista la proporción puede ser la inversa: predomina la fibra roja, porque a partir de los primeros centenares de metros de carrera, las riendas del metabolismo muscular las toman las mitocondrias, y los músculos rojos se insuflan de sangre y entran «en ciclo aeróbico». La temperatura general de todo el cuerpo sube uno o dos grados, la sudoración se activa para bajar la temperatura interna, y se entra en un estado parecido al de una fiebre sin infección.

Hay un tercer tipo de fibras intermedias, ni rojas ni blancas, rosadas, y ni que sirven para esfuerzo explosivo pero se cansan menos, aunque son menos resistentes a la fatiga que las fibras rojas. El «precalentamiento» de los futbolistas profesionales cuando salen del banco y se aprestan a entrar en juego es un intento de activar el metabolismo mitocrondrial en las tres grandes categorías de fibras musculares.

Más allá de que hay gente que nace flaca, fibrosa y casi para maratonista, y otros que vienen al mundo predeterminados para ser morrudos y fuertes, el predominio de la musculatura blanca, roja o intermedia lo deciden el cerebro y el tiempo. De acuerdo al modo de vida, las neuronas activan los músculos de modo distinto, y estos van adquiriendo mayor o menor predominio en volumen de estos tres tipos de musculatura.

Visto con ojos de economista, el trabajo muscular es insólitamente schumpeteriano: destrucción creativa. Las fibras musculares excesivamente solicitadas se rompen y generan microdesgarros, sólo visibles bajo microscopio. Pero en reposo, y máxime cuando el cuerpo sigue caliente, hay un trabajo minucioso de reconstrucción molecular y celular de cada músculo, y de transformación de células indiferenciadas en nuevos miocitos. Ésa es la base de ponerse musculoso, o al menos, fibroso.

De regreso a los que tratan de salir de un COVID largo y se quedan sin aliento con esfuerzos que antes ni registraban, el asunto es que durante la enfermedad hubo una transformación muscular solapada, y una pérdida funcional de fibra blanca. «Sabemos que es difícil cambiar los tipos de fibras en las personas y que (estos cambios) no ocurren con la inactividad», afirma Wüst. «Algo más está cambiando los tipos de fibra».

Aunque los fisiólogos no saben qué impulsa este cambio, puede ayudar a explicar parte de la fatiga que experimentan los pacientes. «Las fibras musculares de contracción rápida (es decir las blancas) consumen energía más rápido y, por tanto, se fatigan antes», afirma Wüst.

Cambios en la capacidad de recuperación del organismo

Además de los cambios en la capacidad del organismo para utilizar la energía y en la composición de las fibras musculares, Wüst y sus colaboradores también hallaron indicios de daño muscular.

En una persona sana, los músculos hacen microdesgarros difusos en el esfuerzo y se reconstruyen (con un «plus» a favor) en el reposo, y así se va fortificando con el ejercicio, dice Maureen Hanson, bióloga molecular de la Universidad de Cornell. Hanson investiga en el malestar post-esfuerzo en pacientes con COVID y ME/CFS de larga duración. «La persona sana tiene una respuesta al ejercicio, y esa respuesta es distinta de la respuesta del paciente con ME/SFC».

En varios estudios llevados a cabo por Hanson y sus colaboradores, los pacientes con COVID larga y ME/SFC muestran una capacidad disminuida para recuperarse del ejercicio. En una persona sana, el daño muscular causado por el ejercicio empezará a repararse en horas, y sigue durante días. En una persona con malestar post-esfuerzo, la reparación no ocurre y el daño por microdesgarros se va acumulando.

El estudio de Nature Communications constató ese deterioro tisular en los pacientes con COVID prolongado: signos de cicatrización muscular, inflamación y coágulos sanguíneos, tanto antes como después del ejercicio. «Vimos mucho daño muscular y signos de que había habido daño en el pasado», afirma Wüst.

«Los pacientes tienen oleadas constantes de malestar post-esfuerzo», dice Davenport, y añade que esto puede suceder con actividades diarias tan aparentemente banales como ir de compras o cepillarse los dientes.

La estrategia que por ahora dan los fisiólogos se parece un poco al «agua y ajo» de los traumatólogos cuando uno se queja de dolores post-operatorios. Hay que mantenerse bastante tiempo debajo de los nuevos límites del «crash» muscular, sin cejar pero sin forzar, y esperar que las cosas se vayan arreglando solas. Lo que sucede bastante, tras un par de años que suelen ser bastante malos. La estrategia de no cejar y ni forzar la gente con inclinaciones al spanglish la llama «pacing», traducción aproximada, «regular la cosa».

Lo dicho, agua y ajo. Hasta que sepamos más.

Daniel E. Arias