“En un país con el 50% de la población viviendo por debajo de la línea de pobreza, tenemos que apostar a la innovación científico-tecnológica. No podemos perder cuatro años más. ¿Qué esperamos?”
Esta pregunta obsesiona a Hugo Menzella, doctor en biología molecular, profesor, tecnólogo y emprendedor, una especie de genio loco acostumbrado a remar contra la corriente y el status quo. En un sistema científico que solo evalúa a sus investigadores por publicar papers y no por patentar sus hallazgos y transformarlos en tecnologías y productos innovadores para generar riqueza económica para el país, él se empecinó en patentarlos, asociarse a inversores privados y junto a sus colegas de la Universidad de Rosario crear empresas de base científico-tecnológica como Keclon. En 2021 inauguraron una fábrica modelo en San Lorenzo, Santa Fe, que utiliza herramientas de ingeniería genética, biología sintética y técnicas de evolución dirigida para producir enzimas para las industrias alimenticia, oleoquímica y farmacéutica. Una enzima que lanzaron al mercado recientemente incrementa la producción de aceite de soja en un 2,5%. Rovena y Molinos Agro, dos de las mayores aceiteras del mundo, ya la usan.
«Salvo honrosas excepciones, hasta ahora la mayoría de las autoridades y científicos del Conicet, así como los gobernantes que definieron la política del sector, no han apostado a la innovación científico-tecnológica como motor del desarrollo productivo de nuestro país»
La Argentina produce 10 millones de toneladas de aceite al año. Las tecnologías desarrolladas por Keclon permiten obtener más aceite y una mayor valorización de otros subproductos de la industria aceitera. “Considerando los mínimos y máximos de la cotización internacional del aceite de soja en los últimos cuatro años, esto equivale a un ingreso adicional de divisas para el país de entre 250 y 500 millones de dólares”, explica Menzella. “Es el doble del presupuesto del Conicet. Si hubiera 100 empresas como Keclon, la ciencia argentina podría generar miles de millones de dólares al año para sacar a millones de personas de la pobreza y a la vez autofinanciar el Conicet”.
Salvo honrosas excepciones, hasta ahora la mayoría de las autoridades y científicos del Conicet, así como los gobernantes que definieron la política del sector, no han apostado a la innovación científico-tecnológica como motor del desarrollo productivo de nuestro país. Es lo que hacen todas las naciones desarrolladas del planeta y también las que se deciden a serlo. Desde Estados Unidos a China, de Japón a Corea del Sur, de Israel a Canadá, Alemania, Islandia, Estonia, Noruega, Suecia, Finlandia e Irlanda. La lista es cada vez más larga. Estos países comprendieron que el conocimiento es la base del progreso económico y social sostenido, no los recursos naturales. Los commodities, como la soja, el petróleo y la minería, nos permitirán salir del pozo y mantener lo que ya existe si no los castigamos con retenciones y precios distorsivos. Pero si queremos crecer a tasas aceleradas, reducir la pobreza y apostar al progreso sostenido, tenemos que enriquecer nuestra matriz productiva. Hasta los jeques de Arabia Saudita, conscientes de que el petróleo tiene los días contados, están modernizando su país y quieren convertirse en líderes mundiales en inteligencia artificial. Ellos tienen que empezar de cero. Nosotros, en cambio, tenemos una larga tradición científica con tres premios Nobel e investigadores y emprendedores valorados en todo el mundo. ¿Qué esperamos?
El gobierno actual, para evitar una hiperinflación, decidió aplicar un ajuste feroz en todos los organismos públicos. Pero Menzella opina que al Conicet hay que reestructurarlo, no destruirlo: “Hay un montón de cosas que están mal y hay que cambiar, pero la innovación científico-tecnológica es nuestra última esperanza”.
«Menzella es más categórico aún. Sostiene que publicar hallazgos sin patentarlos previamente es ‘una estafa al Estado argentino’»
Su experiencia demuestra, como la de un puñado de científicos y emprendedores tecnológicos pioneros, que la ciencia argentina es uno de los tesoros inexplorados que puede sacar al país de la decadencia de décadas. Solo hace falta un cambio de mentalidad y de dirección. Por nombrar a algunos de los ejemplos más destacados: la investigadora Raquel Chan, que desarrolló semillas tolerantes a la sequía e impulsó a Bioceres, empresa de biotecnología que hoy cotiza en Wall Street. El matemático Emiliano Kargieman, de Satelollogic, que está creando una constelación de nanosatélites alrededor de la Tierra. Cites, incubadora y fondo de inversión creado por Sancor Seguros en Sunchales, una ciudad de 25.000 habitantes, para transformar ciencia en negocios de impacto. Galtec, empresa de medicamentos oncológicos de última generación desarrollados enteramente en el país y liderada por Gabriel Rabinovich, uno de los científicos más prestigiosos de la Argentina; y el desarrollo, por parte de equipos del Conicet junto con investigadores de otras instituciones, de una molécula para combatir el Parkinson, patentada en Estados Unidos y la Unión Europea.
Ceguera ideológica
“El Conicet está sentado sobre una mina de diamantes y no se da cuenta”, afirma el experto israelí Oren Gerschtein, socio de Cites. El especialista, de Tel Aviv, se asombra ante la poca vocación que ha demostrado hasta ahora nuestro país para impulsar la transferencia tecnológica, como se denomina al proceso por el cual se vincula a los investigadores con empresarios e inversores interesados en crear y financiar empresas, productos y servicios de alto valor a partir de sus hallazgos. “Parte de las ganancias que generan esos emprendimientos después vuelven al Estado en forma de impuestos y a los científicos y sus laboratorios en forma de regalías y dividendos para financiar más y mejor ciencia”, explica. “Así funciona el modelo israelí. Para eso es imprescindible patentar los descubrimientos antes de publicarlos, para evitar que otros los copien. Nadie va a invertir en un desarrollo tecnológico si no puede capturar su valor económico”.
Menzella es más categórico aún. Sostiene que publicar hallazgos sin patentarlos previamente es “una estafa al Estado argentino, que invierte unos 31 años en la formación de un investigador, desde el jardín de infantes hasta el posdoctorado, como en mi caso. Publicar sin patentar implica destruir un activo público”, sentencia.
La Universidad de Quilmes hizo un estudio pormenorizado, titulado “Trasferencia Ciega”, que demuestra que un alto porcentaje de los hallazgos en ciencias de la vida financiados por el Estado y publicados por investigadores argentinos en revistas internacionales fueron patentados como propios por universidades y laboratorios farmacéuticos extranjeros, por no haber sido protegidos adecuadamente.
El Conicet y los investigadores se han opuesto históricamente al patentamiento, aduciendo que implica “privatizar” conocimiento que debería permanecer en el dominio público. Subyace un falso antagonismo entre ciencia básica y ciencia aplicada (tecnología), sin advertir que los países líderes en ciencia son lo que más patentan y aplican ese conocimiento a la producción de medicamentos y todo tipo de desarrollos tecnológicos.
Un total de 157 países, incluyendo a China, Cuba e Irán, integran el Patent Cooperation Treaty (PCT), el Tratado de Cooperación de Patentes que regula y facilita estos temas a nivel global. Saben que la propiedad intelectual es la materia prima de la economía del conocimiento que mueve al mundo. La Argentina es de los poquísimos países que se niega a participar.
Espíritu de pionero
Menzella, que tiene 40 desarrollos patentados, cuenta lo compleja que fue su experiencia. Tras doctorarse en biología en la Universidad Nacional de Rosario (UNR), trabajó en San Francisco, California, durante cinco años como líder de proyectos de ingeniería de enzimas para la industria oncológica. Con el programa Raíces regresó al país en 2010, entró al Conicet y creó con sus colegas María Eugenia Castelli, Salvador Peiru y Andrés Aguirre el Instituto de Procesos Bioquímicos y Tecnológicos (Iprobyq) en la Facultad de Bioquímica de la UNR. Su sueño era formar tecnólogos e incubar empresas tecnológicas. Pero el biólogo confiesa: “Si hubiera sabido lo difícil que iba a ser, no creo que volvería a hacerlo”.
El edificio que les asignaron estaba en un estado terrible. “Hacíamos tecnología tumbera, literalmente. En cualquier momento nos podíamos electrocutar. Había alacranes y cucarachas, hasta que un día se cayó el techo”, recuerda el investigador. En esas condiciones nació Keclon, la primera startup, que en pocos años montó su propio laboratorio como empresa independiente y empezó a construir su fábrica. Pero el Iprobyq estuvo cerrado durante tres años. “Lo reabrimos los profesores y los alumnos en 2022, en un lugar alquilado fuera de la universidad, con dinero del Conicet y apoyo de la provincia de Santa Fe. En dos años incubamos 9 startups más, varias consiguieron capital de riesgo privado. En total creamos más de 100 puestos de trabajo de calidad. ¿Cuántas empresas y divisas podríamos haber generado en el tiempo que estuvimos cerrados?”
Keclon recibió 300.000 dólares de capital inicial del programa Empretecno del Ministerio de Ciencia y Tecnologia de la Nación y 600.000 adicionales del fondo privado Pymar. Después recibió 19 millones adicionales de inversores privados para el desarrollo de su portfolio de enzimas y la construcción de la fábrica. Este año espera facturar 6 millones de dólares y llegar a 50 millones en 2027. A pesar de estos logros, Menzella dice que la Argentina “es un país suicida, que no cuida a sus científicos y empresas”. Cuando empezaron la producción tuvieron que pagar 4 millones de dólares de adelanto de IVA. “Un crédito fiscal que quedó congelado con un dólar a 6 pesos y no recuperaremos jamás. Además teníamos el cepo: el dólar estaba a 1000 pesos y nos lo pagaban a 300″. La situación actual también es muy delicada. “Lo más duro es el fuego amigo”, confiesa Menzella. “Lidiar con la burocracia, las luchas políticas y el ahogo financiero que padecen las instituciones académicas y científicas”.
Cambio cultural
Nada lo desanima. El mes pasado invitó a Daniel Salomone, actual presidente del Conicet, a conocer el Iprobyq y Keclon. “Queríamos mostrarle con datos y evidencias lo que podemos hacer por el país. Muchos investigadores jóvenes hoy quieren crear valor económico a partir de la ciencia”.
La visita logró algo que en la Argentina de las grietas insalvables parece un verdadero “milagro” (palabra poco habitual en los claustros académicos). Al regresar a Buenos Aires, Salomone decidió reglamentar una iniciativa de su antecesora en el cargo, la doctora en química Ana Franchi, aprobada cuatro días antes del cambio de gobierno por el directorio del Conicet. Permanecía “bajo estudio”. El actual gerente de vinculación tecnológica del Conicet, Sergio Romano, se comunicó con quien ocupaba su puesto durante el gobierno anterior para entender los alcances de la medida y su puesta en funcionamiento. El 8 de mayo, el Conicet reglamentó la creación de una nueva categoría de institutos tecnológicos. Al igual que el Iprobyq, tienen por finalidad formar tecnólogos y crear empresas de base científico-tecnológica.
La palabra innovación se ha puesto muy de moda, pero es necesario aclarar que no significa solo inventar algo nuevo. En términos tecnológicos y económicos, significa inventar y producir un producto, servicio o proceso novedoso que el mercado adopta rápidamente y que genera ganancias. Si no es rentable, no es innovación.
Unir la ciencia y la producción es un hito mayúsculo en la historia del Conicet, creado bajo el gobierno del general Aramburu en 1958 y dirigida por nuestro primer premio Nobel, Bernardo Houssay, quien fue expulsado de la UBA en 1943 por firmar una solicitada contra el nazismo. Durante los años de ostracismo, Houssay continuó el trabajo junto a sus discípulos en el Instituto de Biología y Medicina Experimental (IByME), laboratorio creado gracias al financiamiento de uno de sus investigadores más destacados, Eduardo Braun Menéndez.
A lo largo de estas seis décadas, a pesar de sus magros presupuestos, cambios de rumbo y excesiva politización, el Conicet y los centros de investigación de las universidades públicas que operan bajo su órbita pusieron a la ciencia argentina en el podio internacional. Hay mucho para mejorar, pero como decía Houssay: “Los países ricos lo son porque dedican dinero al desarrollo científico-tecnológico, y los países pobres lo siguen siendo porque no lo hacen. La ciencia no es cara, cara es la ignorancia”.
Esperemos que el actual gobierno del presidente Javier Milei comprenda esto cabalmente y apoye con fondos suficientes la importante decisión tomada por el experto en clonación Daniel Salomone, a quien se le confió la conducción del Conicet. Si queremos que la Argentina vuelva a brillar entre las naciones prósperas, la educación, la ciencia y la innovación tecnológica deberán ser una prioridad. No hay ni una sola nación desarrollada que no sea líder en la economía del conocimiento. Este es un dato, no una opinión.
María Eugenia Estenssoro