Este lunes 27 de mayo se anunciaron cambios en el gobierno del presidente Milei. La intención de este artículo es marcar su importancia en el plano político. Prometen ser, y en política, las promesas influyen, si son creídas, una modificación radical -no ucerreísta- en sus relaciones con el resto de la dirigencia política, y también en la comunicación, clave para cualquier gobierno y en especial para éste.
Al mismo tiempo, quiero señalar que, en mi opinión, no modifican la naturaleza de su proyecto para la economía argentina, y, por lo tanto, para su sociedad. La economía no es el único factor, pero su peso no puede ser ignorado.
Al punto: el nombramiento de Guillermo Francos como Jefe de Gabinete, conservando bajo su órbita lo que era el Ministerio del Interior, ahora Secretaría, y el desplazamiento del inescrutado Nicolás Posse, significa que de la tarea de conversar y negociar con senadores, diputados, gobernadores, dirigentes partidarios, políticos en general, se encargará uno de ellos.
Uno de gran experiencia en distintos gobiernos, y con muchísimos amigos en ese mundo. A algunos de ellos -tal vez el ejemplo más notorio es Daniel Scioli- ha contribuido a incorporarlos a esta administración.
Es una coincidencia, pero no una casualidad, que ese mismo día se formalizó el envío de la propuesta del juez Ariel Lijo para la Suprema Corte.
Hay un aire menemista en estos pasos, que van más allá de la confesada admiración de Milei por el ex presidente Carlos Menem y su gestión. El cambio -político, comunicacional- es que hasta ahora Milei consideraba fundamental distinguirse, al menos en la imagen, de una «casta política» a la que llamaba inoperante y corrupta. Su discurso cuando asumió, de espaldas al Congreso, fue un símbolo poderoso.
Más allá de esa necesidad de diferenciarse, había y hay una ideología. Influido por los discípulos más extremos de los economistas (von) Misses y Hayek, Milei se proclama anarco-capitalista, y afirma que el Estado es una organización criminal. Un poder ilegítimo.
Pero ahora él está al frente del Estado. Y si sus discursos se escuchan en el mundo y dialoga con megamillonarios -todo eso le encanta y lo demuestra- es porque es el Presidente de Argentina. Que no es -ni nunca llegó a ser- una Potencia, pero es un país a considerar.
Y esos interlocutores de Milei también toman en cuenta -y discretamente se lo hacen saber, a través de sus consultores financieros- que ya lleva casi 6 meses en el gobierno, y todavía no consiguió que le aprueben ninguna ley importante.
Esto no le ha impedido hacer cambios, y vaya si han tenido impacto en la vida de los argentinos, desde los amplios poderes que la Constitución de nuestro país confiere al Presidente. En especial, el manejo de los recursos del Estado nacional, esa «organización criminal».
Esos cambios que ya produjo han tenido un impacto considerable en la vida de los argentinos. Pero no ofrecen las garantías de estabilidad y permanencia que exigen los inversores que inmovilizan capitales importantes (no inversiones financieras, que podrían retirarse con un clic en Internet).
Así, parece evidente que Javier Milei ha decidido aplicar el realismo que mostró el riojano, dejar de lado en esta etapa su ideología, salvo para los discursos, y negociar, y compensar, a los dirigentes de cada sector cuyo apoyo -o discreta ausencia- resulte necesario para seguir con su proyecto.
Que, en los huesos, no es diferente del que llevó adelante por 10 años, el entonces presidente Menem: transformar la Argentina, a través de grandes inversiones que modernicen su estructura productiva y «la abran al mundo». Para conseguirlo, en un entorno global menos propicio que el de los ´90, ofrecer condiciones que eso grandes capitales encuentren atractivas.
Ese es el sentido del Régimen de Incentivos de Grandes Inversiones, evidentemente preparado -como otros proyectos legislativos de este gobierno, por estudios jurídicos que confeccionan una especie de «lista de deseos» de sus clientes.
Como es inevitable, esto despierta la resistencia de muchos sectores de nuestra sociedad. Entre ellos, también la de grandes empresarios, como el CEO de FATE y ALUAR, cuyas reflexiones también publicamos esta semana en AgendAR.
Más allá de ese justificado rechazo, quienes defienden esos «incentivos» ignoran -deliberadamente?- que esas inversiones vinieron, en los tiempos de Menem y también después. Pero no sirvieron -es muy visible- para proporcionar esa necesaria estabilidad a la economía argentina, y un desarrollo sostenido. No hay soluciones mágicas, ni ideología que garantice resultados. Los requisitos son conocimiento de la realidad productiva argentina y mundial, prudencia y patriotismo.
Abel B. Fernández