La preocupación cero por la salud pública no es marca exclusiva del gobierno de Javier Milei. Sólo que la está llevando a terreno desconocido. La temporada de dengue 2023-204 cerró con 583.297 casos oficiales y 419 muertos, pero la Dra. Andrea Gamarnik, del Instituto Leloir del CONICET, cree que los infectados fueron millones. En tal caso, la mortalidad fue mucho mayor y la sabe el Dr. Magoya, notable epidemiólogo.
Gamarnik no habla al cuete. Es más, generalmente no habla, hace. La ANMAT acaba de autorizar su último desarrollo en diagnóstico, que se suma a sus desarrollos previos en Covid (ver aquí). Ésta vez se trata de un test de detección instantáneo de las cuatro cepas del virus del dengue. Obviamente va a servir para que los contagiados diagnosticados que evolucionen a graves se enteren a tiempo de qué les está pasando. Si se pierde el tiempo y no se contienen los síntomas agudos, empiezan las hemorragias múltiples y difusas, y fuiste.
El nuevo kit de Gamarnik permite aislar a los infectados, para que no infecten a la población de mosquitos que todavía no es portadora. Y por último, podría ponerle números precisos al tamaño de una pandemia que en Argentina se multiplicó por ocho desde 2019, pero se triplicó del anteúltimo verano al último.
La vacuna antidengue desarrollada por el laboratorio japonés Takeda, válida para las 4 cepas virales del dengue, había sido aprobada por la ANMAT en 2023. Inmuniza contra infección al 61,2% de los vacunados, e impide la hospitalización del 84,1%. Pero de campañas masivas, olvídate cariño. El precio al público de la dosis anda por los $ 94.000, y se necesitan dos.
Mientras se escatimaba en vacunación, el país entero se quedó sin repelentes para mosquitos. Los laboratorios provinciales de Santa Fe, San Luis, Formosa, Chaco y la provincia de Buenos Aires que fabricaban repelentes con base a DEET colapsaron y el mercado quedó en manos de la marca Off, de Johnson. Hermoso momento monopólico.
Y fiel a su nombre (que puede leerse como «rajá»), el Off desapareció de anaqueles para venderse en el mercado negro a precio de locos. Sí, la libertad avanza, y sobre tumbas.
Eso sucedió sin que el impasible, ignoto, remoto y finalmente efímero Ministro de Salud 1.0, Mario Russo, hiciera nada salvo farfullar las imbecilidades propias de su palo: descacharrar, pero eso no es cosa del gobierno. ¿Vacunarse? El que quiera garpar, pero no con la mía. Y vestir colores claros, usar mangas largas y joderse.
Desde el 3 de noviembre lo reemplaza un cardiólogo y gerenciador de sistemas de salud, Mario Lugones, cargo agravado por haber sido consejero en las sombras del actual gabinete. Vino precedido por su fama de negar autorizaciones de diagnóstico y tratamiento en la Fundación Güemes. Se va un Mario, entra otro, el 2.0. El 3.0, si llega, tal vez sea incluso más temible.
Los Ministros de Salud de este gobierno probablemente no aspiran a terminar mandato en 2027. Es probable que eso lo impida la coincidencia de un ajuste despiadado sobre la salud pública, y la tropicalización del clima en las 5 megalópolis argentinas. Tendremos más mosquitos Aedes aegyptii, difíciles de combatir porque son intradomésticos: fumigar en las calles es puro «pour la gallerie» de intendentes que quieren al menos fingir acción de gobierno. Pero es posible que los Ministros de Salud, pararrayos de impopularidad bien ganada, se vuelvan fusibles de reemplazo rápido.
Otra cosa sería diseminar mosquitos machos esterilizados con rayos gamma, o de ambos sexos, pero infectados en forma deliberada con bacterias del género Wolbachia. Usando ambas técnicas en forma masiva, el extremo norte y más tropical del estado australiano de Queensland acaba de declararse libre de dengue, primera vez en más de un siglo.
¿Hay mosquitos? Sí, pero menos que antes, y los que hay no son portadores de dengue. Los mosquitos se liberaban al ambiente urbano en vasos de plástico colgados de los árboles o de los postes de alumbrado, uno cada 50 metros, en muchos casos por los vecinos. Es caro, pero funciona. Como las vacunas de Takeda.
Aquí la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) estuvo liberando unos 80.000 machos de Aedes aegyptii irradiados por semana en el Barrio Uno, contiguo del Centro Atómico Ezeiza. No se conocen resultados epidemiológicos del programa, que se venía planificando durante años anteriores. Más allá de su continuidad en el tiempo, el problema es el alcance geográfico limitado del experimento: es probable que el impacto clínico, si lo hubo, no sea fácilmente medible: la población que trabaja o estudia a distancia del Barrio Uno seguramente tuvo amplia oportunidad de contagiarse fuera del mismo. Lo que se buscó es que haya menos mosquitos, punto.
En teoría, la población de mosquitos Aedes aegyptii debería declinar de modo medible con la liberación de machos infértiles. Las hembras son las únicas que pican: usan las proteínas de la sangre humana para multiplicar su puesta de huevos. Los machos son más «hippies»: se alimentan sólo de polen, puro flower power. La eficacia del método se debe a que la hembra se aparea una única vez en su corta vida (de unos 90 días). Y cuando lo hace con un macho irradiado pone huevos infértiles.
La técnica de la infección deliberada de mosquitos con Wolbachia parece, en teoría, aún más incisiva: los machos infectados infectan a las hembras sanas, las hembras infectadas a los machos, y lo que sigue parece magia: misteriosamente esta bacteria parece vacunar a las hembras contra la portación de virus del dengue. Tal vez incluso de los de la fiebre amarilla, el zika y la chikungunya. Las hembras pueden volverse portadoras sanas no infectantes, porque el virus no logra colonizar sus glándulas salivares, que te inyectan un mix de moléculas anticoagulantes y anestésicas. ¿Te pican? Sí, cuando se te va el efecto. Y te rascás y puteás, pero no te infectás.
Wolbachia es un género con miles de especies, dado que aparentemente es el parásito de la clase de artrópodos más diversificada y extendida del planeta: infecta a entre el 40 y el 60% de los insectos que conocemos. Obviamente, elegir qué especies usar para «vacunar» más eficazmente a qué mosquitos y contra qué es un tremendo desafío científico, técnico y social.
Los australianos ya saben cuáles especies funcan bien: repartieron billones de mosquitos infectados con ayuda activa de 165.000 pobladores desde 2011 a 2017 en las regiones urbanas y periféricas de Cairns y Townsville, y los nuevos casos de dengue bajaron un 93%. En 2019, habían desaparecido, incluso tras 5 años de no renovar la campaña. Todavía no se sabe la efectividad en zika, chikungunya y fiebre amarilla.
Obviamente, ninguna de ambas técnicas tiene viabilidad si detrás de su implementación no está el estado nacional, para garantizar su continuidad en el tiempo, su extensión en la geografía, y la aceptación y colaboración de los vecinos. En general, la población urbana argentina no está ni enterada de que existen estos métodos de abatimiento de la población de mosquitos y la del virus. Tampoco sabe que probaron efectividad. Porque reclamaría que no es el momento de hacer experimentos amarretes para comprobar lo sabido, sino campañas.
El gobierno parece el primer interesado en que nadie lo sepa, no sea que tenga que gastar un mango.
LES DEBEMOS UN CEMENTERIO. ¿TERMINARÁN SIENDO DOS?
Dato a tener en cuenta: a los Aedes aegyptii los porteños les debemos un cementerio. El mayor del país.
Estos bichos vinieron desde África, debido a que Buenos Aires fue un próspero mercado de esclavos durante los siglos XVIII e inicios del XIX. Los Aedes hoy son la argentinidad al palo, porque bajaron de los barcos, como dicen que dijo uno que dicen que fue presidente. Bajaron de los barcos negreros, origen de tantas fortunas y abolengos porteños.
Y se encontraron con una población blanca, india, criolla y mestiza virgen. Ñam-ñam.
En 1871 causaron una epidemia gigantesca de fiebre amarilla. Mató, entre el verano y un bruto rebrote otoñal, al 8% de la población de la ciudad. De 20 muertos por día en Baires se pasó a 500 y los cementerios se colmaron rápidamente.
¿Hubo fiebre amarilla antes? Sí, varios brotes, pero la prepotencia epidémica de la plaga de 1871 llegó a la zona centro del país desde Paraguay, con el retorno masivo de los soldados obligados a marchar a aquella guerra necesaria. Necesaria para el Reino Unido, que detestaba que el Paraguay tuviera industria propia, pero no deuda, y para el Imperio Brasileño, cuyas plantaciones se habían quedado sin esclavos.
Argentina no ganó nada, salvo alinear a punta de bayoneta a las provincias del NOA y NEA admiradoras del progreso tecnológico y la autonomía económica de Paraguay. Este disciplinamiento interno costó unos 30.000 soldados muertos. Entre ellos hubo un número desproporcionado de descendientes de esclavos, dado que en el pobrerío rural y orillero criollo, los negros eran, por portación de cara, los que menos lograban evadir los reclutamientos forzosos al voleo. Y toda esa gente murió más de fiebre amarilla que de balazos paraguayos.
No bien la fiebre amarilla bajó hasta Corrientes, ante los primeros casos locales el honorable presidente de la Nación (Domingo F. Sarmiento) y el gobernador bonaerense Emilio Castro y el municipal, Narciso Martínez de Hoz se rajó de la capital hacia las lindas quintas de fin de semana de Belgrano. No estuvieron solos en la heroica fuga: los acompañó la Corte Suprema en pleno, los cinco ministros del Poder Ejecutivo Nacional y la mayor parte de los diputados y senadores.
Entonces, Belgrano era un municipio entre rural y cheto, con bosque y quintas a horcajadas de las barrancas hacia el río. La estación de tren estaba separada del núcleo de la epidemia por una decenas larga de kilómetros de campo. Para los Aedes, al menos en 1871, fueron una barrera geográfica: son bichos flacuchentos y débiles, inaptos para la intemperie rural o volar a distancia.
Allí en Belgrano nuestros próceres organizaron gobierno (es un decir).
A contramano de la prensa, que negaba la existencia de la fiebre amarilla, el poeta y periodista Evaristo Carriego llamó a una asamblea popular en la actual Plaza de Mayo. E increíblemente le salió, colmó el lugar, llamado entonces Plaza de la Victoria.
Aquella asamblea, al más puro estilo de la Comuna de París, nombró a una comisión de dirigentes, entre ellos el médico Adolfo Argerich, y el abogado Roque Pérez, para administrar la ciudad y la epidemia. Por lo pronto, hubo que sacar los muertos que se pudrían en conventillos y casas donde no había quedado nadie con vida, y enterrarlos en algún lado. Además, hubo que organizar a la policía, carente de órdenes, para evitar los saqueos de tanto domicilio vacío.
La Comisión debió adoptar medidas bravas, a veces brutos palos de ciego: no se había establecido que los mosquitos Aedes aegyptii fueran vectores del virus de la enfermedad, ni que estos se criaban a torrentes en las zonas cenagosas de la cuenca del Riachuelo. A saber, la medicina de entonces no conocía siquiera la idea de vectores o de virus, y no había aceptado la teoría de que las enfermedades infecciosas estuvieran causadas por microorganismos.
Entre los palos de ciego, estuvo la idea de incendiar los inquilinatos más afectados: los de San Telmo, Monserrat, Barracas y los pantanos, zanjas y saladeros del sur de la ciudad. Si eso sirvió de algo, también lo sabe el célebre epidemiólogo, el Dr. Magoya.
Pero entre las muchas urgencias acertadas, «La Comisión» expropió 7 hectáreas de la estancia de veraneo del Colegio Central, la llamada Chacarita (o chacra chica) de los Colegiales, y la volvió el mayor cementerio del país. El futuro Colegio Nacional Buenos Aires perdió así la quinta de veraneo de sus estudiantes venidos de provincias remotas, y dos municipios muy rurales y de extramuros pasaron a llamarse definitivamente Colegiales y Chacarita.
El improvisado enterratorio fue servido logísticamente por la línea del «tranguay» Lacroze, hoy la línea de subtes B, que en horario nocturno transportaba los muertos dejados en la vereda por sus familiares, y envueltos en trapos. Y es que en la ciudad ya no quedaban ataúdes, ni carpinteros vivos o que no se hubieran pirado. Se las tomó un tercio entero de la población fija. Las calles estaban vacías.
Aquel otoño se registraron hasta 564 entierros en un día. Algunos, demasiado apresurados, de gente que salió de su sopor febril en la fosa común y dando alaridos, cuando ya le caían encima las primeras paladas de cal.
Las dos figuras más recordadas de La Comisión, Naón y Argerich, «la quedaron» porque se quedaron: los mató la fiebre amarilla haciendo de gobierno de una ciudad, una provincia y un país sin gobierno alguno. Los recuerdan una corta avenida en Belgrano R y un enorme hospital en La Boca.
Cantidad de médicos murieron, resignadamente heroicos, en sus puestos, administrando medidas terapéuticas en general ineficaces contra una fiebre inespecífica de tantas, que mataba -como tantas fiebres-, de hemorragias internas y fallo multiorgánico por deshidratación, entre diarreas y vómitos. Faltaban algunos años para que el médico cubano Carlos Finlay estableciera que el Aedes aegyptii transmitía la fiebre amarilla y no «el aire corrupto» de los pantanos. A Finlay, por tanto pantano desecado y tanta vida humana ahorrada, lo nombraron 7 veces para recibir el Nobel. Jamás se lo dieron.
La acción más recordada de gobierno de Sarmiento durante la epidemia fue ordenar al Ejército que acorralara, en sus barrosos barrios de Barracas al Sur, a las familias de los muchos excombatientes del Paraguay, con orden de no dejarlos salir y de tampoco suministrarles agua o víveres. Nuestro país trata como la mierda a sus veteranos de guerra, no es asunto nuevo. Tampoco su racismo. Separados los morochos y orilleros del sur del resto del país por una línea de bayonetas, los mosquitos dieron cuenta de ellos. Fue una limpieza étnica, como se dice hoy, y no la primera.
Pero a todo esto estaban llegando los fríos otoñales de Mayo, y los mosquitos y la fiebre amarilla estaban remitiendo, y Sarmiento pudo volver a La Rosada. Como dicen los libertarios, y en realidad el chiste antes se aplicó largamente a los radicales, los problemas se dividen entre los que no arregla nadie y los que se arreglan solos. Si las guerras de los rusos las gana el General Invierno, al gobierno del Domingo Faustino lo salvó el Coronel Otoño.
Para no contarle al Padre del Aula sólo las cagadas, al año siguiente Sarmiento empezó un tremendo programa de saneamiento. Consistió en la primera red de agua potable, la primera red cloacal y la pavimentación de la ciudad para eliminar lodazales. Para ello tuvo que contratar a un ingeniero inglés, John Bateman, ya que los argentinos, a diferencia de los británicos, al parecer no nacen ingenieros y jamás saben usar una pala.
La sanidad pública nació, entonces, concesionada a gringos, hasta que en 1912 Roque Saénz Peña, refractario y pelucón como era, la tuvo que nacionalizar para que no se limitara a cobrar y rascarse el higo.
Don Roque es el mismo presidente que estableció el voto obligatorio y anónimo. Refractario y pelucón como era, ya sabía que los presidentes impopulares elegidos a fraude caían en insurrecciones generales. Para más INRI, la de 1890 que, había barrido con Miguel Juárez Celman. Sáenz Peña sabía también que en una emergencia sanitaria ningún gobierno argentino podría sobrevivir inaugurando sólo cementerios.
Con tanta obra de saneamiento como hizo el estado nacional, los mosquitos Aedes no murieron, pero empezaron a tener problemas habitacionales. Otras ciudades del interior hicieron lo propio. La fiebre amarilla no volvió nunca al país, al menos no en esa escala. La tenemos cerquita, sin embargo, con 100.000 casos en Brasil.
Los Aedes aegyptii hoy transmiten no sólo la fiebre amarilla y el dengue, sino la chikungunya y el zika, virus jodidos que dejan secuelas, a veces transgeneracionales, y que recién estamos empezando a conocer. La última vez que en la Reina del Plata estos mosquitos tan polivalentes fueron combatidos con alguna eficacia por algún gobierno fue en los años ’60.
Si hay que señalar a presidentes de la Nación, entre mis recuerdos infantiles hay mucha acción pública contra los mosquitos en épocas de Arturo Frondizi y de Arturo Illia, radical pero médico. Y qué médico.
Es casi obvio que Ramón Carrillo, el Ministro de Salud de Perón, estuvo en ese lote, cuando yo no había nacido. Es probable que esté siendo injusto con otros presidentes y sanitaristas que, mal o bien, creían o al menos sabían que tenían que gobernar, y mal o bien, lo hacían. Las campañas de salud y la obra pública son caras de la misma moneda. Pero además, son caras.
Sin embargo, como demostró el gobierno de Milei por el absurdo durante el Primer Gran Dengue Nacional del verano pasado, las opciones son peores. Cuántas maldades hizo después Milei, que aquella tan «de movida» y tan letal, ya se olvidó. Aunque se preanuncia la segunda temporada. No se la pierda.
En aquellas épocas de mi infancia se fumigaba a lo bestia con DDT, y todavía era sumamente eficaz. A lo bestia significa que se fumigaba hasta en los floreros de las tumbas de, fijate vos, La Chacarita.
Desde 1962, estos mosquitos Aedes dejaron de verse, tanto adultos como huevos y larvas. No era que no hubiera otras especies reemplazantes, y a patadas, como el Culex pipiens. Pero ninguna especie es vectora de tantos virus y tan letales. Los inviernos eran más largos y fríos, y los huevos de Aedes no habían desarrollado resistencia a las heladas, que las había.
Incluso con los flojos inviernos de esta década, el virus se estableció y parte de los Aedes porteños de hoy ya nacen portadores de dengue, y sus huevos se han hecho resistentes al poco frío de la Reina del Plata. Resultan tan domésticos, tan entrañables, tan de volar bajito y picarte los dedos de los pies cuando te estás haciendo un mate en patas, que casi son de la familia. Volvieron de los ochenta de la mano del cambio climático, y en 1995 sacaron ciudadanía en el AMBA y no los paró nadie. Por suerte, el actual gobierno decretó que el cambio climático no existe: estamos salvados.
Según la reproducción incontrolada de los Aedes en el AMBA, lo que no ha existido desde hace décadas es gobierno. Al menos, en esta materia. Llamar a descacharrar es de lo más correcto, pero si la pobreza y el trabajo en negro multiplican la vivienda precaria, o los basurales, es hablar al cuete.
Lo que descubre uno, leyendo el nuevo mapa de la costa de Benavídez y de Tigre, es que los muchos barrios cerrados al estilo de Nordelta, con sus grandes lagunas interiores, van a ser criaderos gigantes de Aedes.
Las técnicas de liberación masiva de mosquitos machos existen desde los años ’50. Han erradicado la mosquita mediterránea de la fruta en Mendoza, y no ha sido fácil. Se necesita mantenimiento continuo de campaña, o el bicho vuelve.
Con mosquitos urbanos, parásitos especializados en el ser humano, y de yapa intradomiciliaros, el desafío sería, cuando lo haya, mucho más bravo. Pero (ver Queensland) el éxito es posible, aunque no sea total, y va a costar guita y a las campañas habrá que hacerles bambolla. Si alguien viene a liberar mosquitos machos a mi barrio, o peor aún, a timbrear, pero sin ser anunciado por el adecuado estrépito de medios y de redes, lo más probable es que mis vecinos lo saquen a patadas.
Las técnicas son seguras: los mosquitos irradiados con gamma no irradian, y el género bacteriano Wolbachia ha estado en contacto con los humanos, vía insectos, desde que existimos. No parece afectarnos. La única ventaja de estos métodos tan activos y caros sobre los meramente químicos es indiscutible: en pocos años los insectos evolucionan para escaparse de cualquier molécula tóxica que les tires, pero no tienen tiempo de hacerse inmunes a la esterilidad artificial inducida, y mantenida continuamente. Darwin no los ayuda.
Ahora hay un test rápido, el de la Dra. Gamarnik y el Instituto Campomar, que depende del CONICET. El test sirve para detectar la infección con dengue con precisión, rapidez y bajo costo. También hay, por primera vez, un gobierno públicamente opuesto a la acción o noción misma de gobierno, y sumamente interesado en que no nos enteremos de cuánta gente se agarró el dengue.
Es un alivio saber que ahora el Ministerio de Salud ya no está en manos de un mero inepto sino de un ajustador puro y duro. Tal vez sea hora de inaugurar otro gran cementerio.
Alivia también mi alma saber que ya hay vacunas esenciales en peligro por las restricciones de presupuesto en salud , un bajón que enunciamos de un 35%, número ilusoriamente bajo, sabemos que es más. Por caso, la vacuna triple viral infantil contra la rubéola, las paperas y el sarampión. Esta última enfermedad fue la eruptiva respiratoria más contagiosa y más letal antes de que conociéramos el Covid.
El sarampión epidémico deja cantidad de chicos con secuelas neurológicas de ceguera y/o sordera, y también cognitivas y motrices. A los adultos, cosa que tiende a olvidarse, los puede matar rápido y bien. Por las dudas, cuando los colimbas entraban al servicio militar, se ligaban otra triple: en una cuadra donde duermen doscientos o trescientos soldados, el sarampión se puede propagar como fuego por bosque seco.
Aquí había desaparecido. Pero volvió al país con los ajustes en vacunación infantil de Mauricio Macri, ese precursor.
Daniel E. Arias