Brindis por Celia Mohadeb, biotecnóloga e industrial

Tiene que nevar en el Sahara para que yo le haga un epitafio a algún colega querido. De los buenos, me van quedando pocos y ahora viene la muerte a llevarse a mi amiga Celia Mohadeb.

La llamo colega pese a que yo no inventé ni el agujero del mate. Colegas, pero de trinchera y desde hace rato. Soy periodista científico, un jueves de 1990 me vino a ver a Clarín recomendada por un célebre del CONICET, Mariano Levin, y esta señora, doctora, yo no sabía cómo llamarla, me fascinó en tres minutos con unas muestras preliminares de su producto; y de sus aplicaciones quirúrgicas, estéticas y traumatológicas. Yo ignoraba que con buen colágeno estéril y nada más se abriera semejante panorama terapéutico.

Al toque coordinamos tratarnos de vos. Colegas de colágeno, Celia.

Escribí la nota, produje las fotografías y la mandé a la parrilla de notas a publicar de la sección Información General, muy cotidiana y mucho más leída que el suplemento semanal de Ciencia. Suponía que saldría en una o dos semanas.

Se alinearon los planetas. El jefe de tapa de guardia el domingo se quedó sin noticias de estrépito para el día siguiente, y alguno de mis jefes en Información General sugirió: “Mirá, Bobby, tenemos ésta de Arias, un parche dérmico medio revolucionario, todo muy made in Argentina por una tal Mohadeb, una señora, o doctora. Ésta es la foto”. 

Y el Bobby, que no me tragaba mucho pero profesional hábil, masculló: “Ja, Arias y su capacidad para el bardo Nac & Pop. Los dermatólogos van a trinar de odio porque son un gremio jodido, y de este parche, supongo no tienen ni idea”.

Silencio general, alguno que se encoge de hombros. 

Y mis jefes en Información General, que me llamaban “Pinchatítulos porque no compraba basura pseudocientífica, “y también “Opinator” porque le ponía Nac & Pop hasta los cables de 30 líneas, me defendieron así: “No hay ningún laboratorio detrás, Arias no hace chivos, y nos dio esta carpeta (los tipos la ponen en el escritorio del Bobby), y ahí están todos los estudios de doble ciego que trajo la doctora, una carpeta de medio kilo…”.

Yo ni me enteré. No me tocaba la guardia del domingo.

Membracel y Celia fueron LA nota de tapa del lunes subsiguiente a aquel domingo. Me llegó por Radio Mitre mientras manejaba hacia Clarín. «Apa, ésta no la esperaba», pensé. Entré al Gran Diario Argentino sacando pecho.

Fue nota de tapa con justicia y por casualidad, porque se publicó por ausencia de los temas cholulos o escandalosos habituales en el diario. También porque su dueño operativo real, el contador Magnetto, estaba tratando de que el presidente Menem le regalara Canal 13 y Radio Mitre al Grupo Clarín a cambio de apoyo inicial al vaciamiento industrial, técnico y científico del país. 

Clarín no hace nada gratis. Pero sabe disimular bien que nunca fue un diario sino una empresa, y que su negocio es vender caro el silencio, más que la información. Mi rol imposible en ese diario era darle credibilidad en ese contexto, y como yo me tomé la orden en serio, frenaba la publicación de pseudociencia basura. Digamos que me toleraban, pero sin amor. 

La nota de tapa de aquel lunes fue un acto de amor de mí hacia la seriedad de investigadora de Celia, hacia la urgencia de que llegara su producto a hospitales públicos. También de la percepción de ambos de que con Menem al timón, estos ya se iban desmantelando, y de que en el conurbano porteño las salitas de atención primaria iban desapareciendo. Allí no conocían la membrana de Celia. No la conocían ni los dertamólogos.

Terrible, porque en caso de quemaduras graves extensas, ya aquel 1990 tenía centenares de casos certificados de hospitales públicos nacionales (¿se acuerdan de ellos?) de que la membrana acortaba la cicatrización en un 50%, y reducía la incidencia de infecciones en aproximadamente la misma cifra.

Terrible, porque eso sigue sucediendo, y se importan productos similares de materiales más caros. Se muere gente, debido a ello.

En fin, Celia (esto suena altisonante, y es la verdad) fue un producto de la educación pública argentina, una mujer del pueblo, hija de inmigrantes populares, y que hacía investigación aplicada para el pueblo. 

Vi muchas investigadoras de su valiente laya, antes y después, pero Celia fue la mejor. Celia fue la Maradona que se corre toda la cancha de investigación, aplicación y licenciamiento en un sprint para la historia y emboca el balón en el arco contrario, el de la Parca. Muerte, ¿adónde está tu triunfo? 

Celia llegó no sólo a desarrollar varios productos para la salud pública. Llegó a fabricarlos, y lo hizo por la propia porque eran demasiado necesarios y baratos. En aquella Argentina en demolición, y continúa, ningún capitalista privado lo iba a hacer en su lugar. 

Pero con esa tapa de Clarín, y su paciencia de tornillo para las autorizaciones, los trámites y las habilitaciones, a los dos años y monedas Celia me sorprendió invitándome a visitar su fábrica, modesta y modélica, hecha con todas las especificaciones GMP de una multinacional, ya puesta. Membracel, señoras y señores. Industria Argentina. Un regalito para mi alma.

El mejor de mi carrera, quizás.

Ella hizo todo, pero nunca tuvo un mango para publicidad. No obstante, he visto Membracel en varias farmacias. Si yo siguiera escribiendo en algún medio grande, me haría una fiesta con esa marca. Supongo que habría quemados mejor tratados, y menos gente con escaras de decúbito, esas llagas intratables que nuestra medicina sólo cura, si lo hace, con productos importados y sofisticados. 

Si Celia siguiera en este mundo, y yo militara en alguna publicación de peso, cambiaríamos un poco las cosas. Algunas, bah. Aramos, dijo el mosquito.

Yo no llego a entender todavía el talento de Celia, pero sí su militancia científica. Eso entre nosotros dos jamás se mentó siquiera. Se daba por hecho. En la misma trinchera, el francotirador y la doctora saben para quién y contra quién pelean. Los une una patria. 

Acabo de proferir una metáfora muy milica. A Celia le resultaría infumable, pero a mí me sale inevitable. Ella nació, creció, vivió y murió en una guerra inacabable. La ofensiva principal se desencadenó contra la industria argentina el año en que nos conocimos, y la causó el capital financiero. Y ella venía en otra lucha pararalela contra el genocidio social a manos del gran poder farmacológico de nuestros compatriotas pobres, heridos, quemados, viejos, enfermos y descartados.

Los «meados» de Milei, pero hubo otros. Son descartables. Celia no, y hoy más que nunca.

Compañeros, se nos fue una grande. 

Altas las copas.

Daniel E. Arias