
El Fondo ha aprobado sucesivos préstamos a Argentina con fundamentos más políticos que técnicos, más allá del “ropaje” con el que se presentan. Con sus desembolsos ayudará al Gobierno a sostener un dólar barato, pero el déficit externo y el crecimiento de la deuda plantean riesgos crecientes.
En junio de 2018 el FMI aprobó un programa de financiamiento al gobierno argentino por 35.379 millones de DEG, equivalentes en ese momento a US$50.000 millones, y poco más tarde lo aumentó a 40.710 millones de DEG (algo más de US$56.000 millones). Fue un préstamo decidido políticamente para respaldar a un gobierno que enfrentaba problemas fiscales y externos.
El documento que justificaba el préstamo tenía proyecciones poco creíbles, que estuvieron muy lejos de verificarse. El programa se suspendió en 2019, luego de desembolsarse el 78% de los fondos acordados y en 2022 el FMI tuvo que conceder una refinanciación, dado que Argentina no tenía las divisas para hacer frente a los pagos programados.
Desde el comienzo se sabía que lo más probable era que no se pudiera pagar en tiempo y forma la deuda. La apuesta era que, gracias al programa, Mauricio Macri fuera reelegido, en cuyo caso se negociaría en forma amistosa un nuevo programa que implicaría cambios más de fondo. Y, si Macri no era reelegido, la necesidad de un nuevo préstamo para refinanciar la deuda constituiría un condicionante para el siguiente gobierno que, a cambio de evitar un incumplimiento, iba a tener que adecuar sus políticas a lo que el FMI entendiera como más conveniente. El nuevo programa fue acordado en 2022, pero en un marco de tensión en el que el FMI no pudo establecer condicionantes estructurales con los que el gobierno de Alberto Fernández no estaba de acuerdo.
Ahora, con otro gobierno en Argentina más del agrado del pensamiento predominante en el FMI, se aprobó otro programa, con un nuevo préstamo por 15.267 millones de DEG (más de US$20.000 millones). El 60% ya se ha desembolsado; el 10% se planea desembolsar en junio, y el 5% en diciembre. Para mediados de 2026, la deuda de nuestro país con el FMI ascendería a casi 43.100 millones de DEG; al cambio actual, más de US$58.000 millones.
Este ha sido, nuevamente, un programa aprobado por razones políticas y, al igual que en 2018, requirió de proyecciones forzadas para darle un marco técnico.

El problema macroeconómico principal que afrontaba el país en el momento de aprobación del programa era el déficit externo, que hizo que las reservas internacionales del Banco Central disminuyeran en más de US$8.000 millones en poco más de tres meses. El desembolso inicial del FMI, seguido por otro del Banco Mundial, alivió temporalmente la situación, pero no garantiza una corrección del flujo. Sirve para que el Gobierno pueda afirmar que tiene con qué sostener un precio del dólar que no supere el techo de la franja de flotación que estableció: $1.400, más 1% mensual.
Con tasas de interés que ofrece pagar el Gobierno de casi 4% mensual en las LECAP, la idea es que sea mayor negocio permanecer en pesos que en dólares, promoviendo una nueva “bicicleta financiera” bajo la forma de “carry trade”: obtener ganancias por tasas de interés en pesos sustancialmente mayores que la suba que tendría el dólar, medido en pesos. Pero el carry trade es transitorio: si lo que importan son las ganancias en dólares, en algún momento los inversores querrán volver a los dólares. Y, en el proceso, intentarán llevarse los dólares que ingresaron al sistema. Ese momento, para el período de carry trade previo a la oficialización del nuevo acuerdo, fue entre mediados de marzo y principios de abril y constituyó uno de los motivos por los que el Banco Central tuvo que vender casi US$2.500 millones para mantener “pisado” el tipo de cambio.
Para que la oferta de dólares supere a su demanda en forma genuina (sin pérdida de reservas, préstamos políticos ni carry trade) las exportaciones deberían superar a las importaciones, en un monto suficiente para pagar los intereses de deudas y las utilidades de las empresas extranjeras: es decir, debería haber superávit de Cuenta Corriente del Balance de Pagos. Con ese superávit, más eventuales ingresos de capitales o reinversión de utilidades, se podrían afrontar las amortizaciones de deuda y las compras de divisas que se hagan por razones de ahorro.
En las proyecciones oficiales, el déficit de cuenta corriente de balance de pagos será de sólo US$2.700 millones en 2025, se reducirá a US$2.000 millones en 2026, y pasará a ser superávit desde 2027. Se basa en suponer que las exportaciones de bienes y servicios superarán a las importaciones en US$8.600 millones en 2025 y US$10.400 millones en 2026, con superávit creciente en los años siguientes. Que se basa, a su vez, en una trayectoria de importaciones que no es congruente con las variables principales que las determinan: nivel de actividad, tipo de cambio y grado de apertura importadora.
Las proyecciones del FMI tienen implícito un dólar a fines de 2025 de $1.259 y de $1.420 a fines de 2026, y estiman una inflación de 18 a 23% en 2025, y de 10 a 15% en 2026. Es decir: prevén que se mantendría un tipo de cambio real similar al de fines de 2024, 17% inferior al promedio del año 2022 (considerando el dólar oficial), que lleva a que los bienes y servicios tiendan a ser más caros en Argentina que en el exterior, evidenciado en el fuerte aumento tanto en las importaciones como en el turismo al exterior, y una disminución de los turistas que ingresan al país.
En las últimas décadas tenemos tres experiencias de apertura importadora con atraso cambiario. En la “tablita cambiaria” y en la Convertibilidad, el aumento de las importaciones fue explosivo. En el inicio de la presidencia de Macri la apertura fue más moderada, y también su efecto: las importaciones de bienes de 2017 fueron 11% mayores que las de 2015 (ambos años tuvieron un nivel de actividad similar).

Pero, en la proyección que suscribe ahora el FMI, las importaciones de bienes en 2026 serían 11% inferiores a las de 2022, a pesar de un PBI real casi 7% superior, un dólar más barato y apertura importadora. No parece razonable.
Por otra parte, en cuanto a la deuda del gobierno nacional (excluida la que se debe a sí mismo), las proyecciones dicen que, luego del fuerte aumento en 2024, caerá en 2025 y 2026. Para ello, estiman que la deuda en pesos (medida en dólares) se reducirá en US$22.000 millones en 2025 y en casi US$20.000 millones adicionales en 2026.
Los informes oficiales informan que la deuda nacional en pesos subió en el equivalente a US$9.000 millones en el primer trimestre de 2025, totalmente explicado por la “capitalización de intereses”: es decir, intereses de LECAP, BONCAP y LEFI, que en la ejecución presupuestaria no se reconocen como tales porque, de hacerlo, se caería el cuento de que hay superávit fiscal. El FMI, en su documento, advierte que las cifras oficiales no incluyen estos intereses y estima que los mismos, sumados al ajuste por inflación de los bonos indexados, fueron equivalentes en 2024 a 2,5% del PBI. Una forma diplomática de decir que ese año, en lugar de un superávit equivalente al 0,3% del PBI, hubo un déficit de 2,2% del PBI.
Para 2025 el documento del FMI proyecta que habrá un superávit primario por un monto similar al de los intereses reconocidos como tales; con lo cual, el verdadero déficit fiscal será equivalente, aproximadamente, al monto de los intereses capitalizados, que vienen creciendo y sumándose a la deuda. Por esto, no hay motivos para pensar que la deuda en pesos interrumpirá su crecimiento, aun medida en dólares. Sobre todo, a partir de que las tasas de interés de las LECAP han ido subiendo, desde 2,4% mensual en enero (para los títulos de menor plazo) hasta 3,75% en abril. Con una suba proyectada del dólar de menos de 2% mensual, no resulta creíble la fuerte disminución prevista de la deuda.
No es que los técnicos del FMI no sepan que, cuando aumenta el PBI, las importaciones tienden a subir más que proporcionalmente. O que, si el Gobierno tiene un déficit (más allá de que no lo sincere) y lo financia con deuda, la deuda aumenta. Tampoco es que no sabían que el préstamo acordado en 2018 no podría devolverse sino con un nuevo préstamo que lo refinancie. Es que reciben órdenes, y tienen que adaptar las proyecciones para cumplirlas, dándoles un ropaje técnico.
Pero dos departamentos del FMI tuvieron que evaluar la exposición financiera del Fondo. Su conclusión fue que “la capacidad de Argentina para repagar sus obligaciones con el Fondo queda sujeta a riesgos crediticios excepcionalmente altos”, y que se espera que los riesgos aumenten en los años venideros, cuando crezcan los servicios de la deuda en moneda extranjera, al superponerse el repago de la deuda con el Fondo con importantes servicios de la deuda con bonistas privados.
Ante esto, el FMI admite que no se puede considerar que haya una alta probabilidad de que la deuda de Argentina sea sustentable; pero afirma que, en caso de shocks adversos, habría potencialmente suficiente deuda reestructurable en moneda extranjera con el sector privado para que se pueda proteger a los recursos del Fondo. Es decir, se da por sentado que bastará con no pagar la deuda a los bonistas para que el repago al FMI esté asegurado. El supuesto es bastante endeble. En primer lugar, porque, si el país tiene déficit externo, no tendrá divisas para pagar ninguna deuda. Y, en segundo lugar, porque, si ya ocurrió que un préstamo del Fondo otorgado (en 2018-19) por razones políticas debió ser refinanciado (en 2022), ¿cómo estar seguro de que un futuro gobierno priorizará el repago en tiempo y forma de este préstamo, por sobre las obligaciones con los bonistas, correspondientes a una deuda que ya fue reestructurada?

El gobierno de Milei ha bajado el gasto público primario (sueldos, jubilaciones, transferencias, obras públicas, etc.) y ha propuesto importantes privatizaciones y desregulaciones de la economía, avanzando en varias de ellas. Esto es lo que debe hacerse para mejorar la economía, en la visión del FMI y de otros organismos multilaterales y oficiales, incluyendo al Departamento del Tesoro de los Estados Unidos. Pero el Gobierno, para seguir avanzando, necesita apoyo electoral, que tiene, como condición necesaria, que la inflación esté controlada.
Hasta principios de este año la inflación venía bajando, en gran parte gracias a que el dólar subía poco, haciendo de “ancla” para ralentizar la inflación. El problema es que el dólar barato lleva a déficit externo, que, si no se financia, desemboca en una crisis cambiaria. El programa del FMI, con el respaldo de Banco Mundial y el BID, provee financiamiento, procurando que no haya turbulencias, al menos antes de las elecciones de medio término. Para eso, pusieron una montaña de plata, que transmite la idea de que el dólar va a estar tranquilo por ahora. Si sube, no será mucho, de modo que será más negocio cobrar tasa de interés en pesos. Eso alienta la entrada de dólares financieros, que son los que “mandan” en el corto plazo. Pero, mientras siga el dólar barato, el déficit externo se irá agravando, saliendo dólares comerciales. Y esta situación no durará para siempre.
Francisco Eggers