Noland Arbaugh tenía 22 años cuando un accidente en 2016 lo dejó paralizado del cuello para abajo. A raíz de eso volvió a casa de sus padres, depende de ellos para casi todo y, por falta de recursos para adaptar el baño, se ducha en el patio. Pero hace un año su vida cambió.
Noland fue el primer paciente implantado con un dispositivo de Neuralink, la empresa de neurotecnología de Elon Musk que promete conectar nuestros cerebros a las computadoras. Tras una operación de cuatro horas, mayormente robótica, un aplauso atronador en el quirófano celebró que el implante transmitía las señales de su cerebro de forma inalámbrica.
Durante un tiempo Noland pudo jugar al ajedrez, postear en redes sociales e incluso ganarle a sus amigos en juegos en línea moviendo un cursor solo con pensarlo. Aunque al principio el implante detectaba el intento de mover un dedo, eventualmente pudo entrenarse para guiarlo únicamente con movimientos “imaginados”. Pero las cosas cambiaron muy rápido: un mes luego de la operación el dispositivo comenzó a fallar.
Resulta difícil evaluar los avances reales en interfaces cerebro-computadora (BCI) con un saludable escepticismo sin caer en el cinismo. No se trata únicamente de meras fantasías lucrativas de multimillonarios con aires mesiánicos, como suele suceder, sino también de la posibilidad concreta para muchas personas de recuperar su independencia. Este desafío no se vuelve más fácil cuando algunas de las empresas que trabajan en este tipo de tecnología, en vez de presentar lo que hacen como incrementales aportes a la investigación científica, lo hacen como visiones grandiosas de un futuro carente de garantías y contradictorio con gran parte del conocimiento sobre la materia.
El caso de Neuralink es un ejemplo claro: sus presentaciones suelen ser una suerte de “teatro de neurociencia” antes que genuinos reportes científicos, como lo describió alguna vez Antonio Regalado.
Viejas ideas, revisitadas
Para empezar, la idea no es revolucionaria. Las BCI existen desde los años 60 y el concepto básico — detectar señales eléctricas neuronales para traducirlas en comandos — ya permitió a un hombre tetrapléjico mover un cursor en 2004 usando un implante llamado Utah Array, desarrollado en 1992. Los aportes de Neuralink son, en esencia, proezas de ingeniería: un sistema más pequeño y fácil de insertar, con electrodos ultrafinos, un robot cirujano de alta precisión y un dispositivo craneal inalámbrico del tamaño de una moneda. O, como lo describió el propio Musk, un “Fitbit en tu cráneo”.
Pero incluso estos avances tienen sus contratiempos. Este implante ya fue colocado a siete personas, algunas dadas de alta al día siguiente. Los beneficios se ponderan frente al riesgo de dañar el cerebro y causar hemorragias: todo implante cerebral conlleva riesgos de infección.
En el caso de Noland el implante empezó a fallar al poco tiempo porque los hilos de los electrodos se retrajeron por el movimiento natural de su cerebro en cada pulsación, lo que obligó al equipo a hacer malabares de software para que el sistema siguiera funcionando tras perder el 85% de los sensores. Además, como la batería duraba tan solo unas horas — especialmente incómodo si la idea era su uso continuo — le inventaron una especie de gorra con un cable fijo que mantiene su carga.
En sus presentaciones, Musk y su equipo hablan de curar la ceguera, la parálisis, la depresión, la ansiedad — ¡y el autismo! — hasta alcanzar una simbiosis con la inteligencia artificial. Pero aunque el abismo que separa esta retórica de la realidad no sea obstáculo alguno para la lluvia de inversiones en implantes neuronales, esta visión a larguísimo plazo poco o nada tiene que ver con el estado actual de la ciencia.
Sería negligente afirmar sin más que Neuralink, o cualquiera de sus competidores, no podrán algún día lograr sus ambiciones. Pero es en virtud de lo que hasta ahora han presentado y el modo en que lo han hecho que existen tantos recaudos ante promesas que por ahora no fueron cumplidas. Lo mismo se dijo cuando a fines de 2020 presentaron una serie de cerdos con implantes para demostrar que efectivamente podían leerse esas señales, o cuando unos meses más tarde presentaron a un macaco con un implante que podía jugar a un videojuego: aunque estas sean proezas técnicas, no demuestran nada verdaderamente novedoso en el campo de la salud.
En el caso del macaco gamer, se hicieron demostraciones comparables en 2002, pero se dijo que era una buena prueba de la tecnología porque la novedad estaba en la ausencia de cables que atravesaran la piel: todas las señales cerebrales se enviaban de forma inalámbrica. Esto también, sin embargo, ya había sido demostrado independientemente en 2014.
Éxito no garantizado
Incluso sus críticos adoptan las promesas desmesuradas de Musk en vanos intentos por usarlas en su contra. Cuando se habla de “neuroderechos” muchas veces se comete el atropello de dar por hecho — o inminente — la capacidad técnica de “leer pensamientos” o “grabar información” en la mente, cuando ninguna de las dos cosas tiene ni la certeza ni la madurez técnica que se alude. Lo que estos implantes logran es decodificar ciertas señales y mapearlas a otras funciones, pero esto no es análogo o siquiera cercano a poder decodificar pensamientos complejos.
No sabemos a ciencia cierta si algún día algo de esto será posible, y ninguna de esas ambiciones “exponenciales” atiende una necesidad médica real. Preocuparse por eso hoy es como discutir las leyes de tránsito para autos voladores.
La neurología — y la filosofía — está muy lejos de comprender las bases de la conciencia o de condiciones complejas de salud mental, como para pretender “solucionarlas” con un chip. No se puede simplemente aplicar más ingeniería para resolver misterios científicos fundamentales.
Ciencia a puertas cerradas
Esta manera de hacer las cosas choca de frente con cualquier concepto de buenas prácticas científicas. Neuralink, como muchas otras startups de Silicon Valley, se ampara en el “secreto industrial” y toma atajos inspirados tácitamente en la velocidad antes que en la precaución. Neuralink opera más como una empresa de tecnología que una de medicina.
A diferencia de la investigación clínica académica, sus métodos y resultados no se publican en revistas especializadas con revisión de pares, lo que impide el escrutinio independiente y la colaboración que hace avanzar el conocimiento. La empresa no ha registrado sus ensayos clínicos en bases de datos públicas, una práctica que expertos en ética médica critican por su falta de transparencia. Esto puede darles una ventaja competitiva, pero no es un aporte al bien común.
Una inminente objeción se escribe sola: una empresa privada no tiene por qué preocuparse por el bien común sino por sus ganancias. Y es cierto. Pero es allí donde reside la contradicción del discurso grandilocuente al que Musk nos acostumbró, aunque con decreciente credibilidad. Si el objetivo verdaderamente es el de maximizar nuestras chances contra el riesgo existencial que supone la inteligencia artificial — vaya a saber uno lo que eso significa — entonces hacer de cuenta de este modo que se hace ciencia no es un buen camino.
Sin ir más lejos, a finales de abril de 2025, antes de que Musk dejara el gobierno de Trump, Neuralink solicitó ser clasificada como una “pequeña empresa desfavorecida”, una designación cuyo objetivo es facilitar el desarrollo de sus negocios a quienes han enfrentado barreras históricas de acceso al capital. Si su dueño mayoritario, el hombre más rico del planeta, efectivamente cae bajo esa categoría literalmente nadie podría estar en mayor desventaja que él.
Esta designación podría darle a Neuralink una ventaja en la licitación de contratos federales. Apenas dos semanas más tarde la compañía cerró una ronda de financiación de 650 millones de dólares y quedó valuada en 9 mil millones. Clásico Musk: hacia afuera la intervención gubernamental es mala, malísima, y hacia adentro no puede dejar de echar mano a los beneficios estatales.
Y luego está el tema de los monos. Antes de Noland, Neuralink experimentó con cientos de animales. Una investigación de Wired publicada en 2023 detalló registros veterinarios que describían un sufrimiento atroz en los primates sujetos a sus pruebas, con complicaciones que iban desde infecciones crónicas hasta la parálisis. Aunque una investigación gubernamental posterior no encontró violaciones a las normas, la denuncia fue reabierta, pero los cambios en las agencias gubernamentales durante el gobierno de Trump dejan su destino incierto.
Hay competencia
Neuralink no es la única empresa en este baile. La empresa Synchron, por ejemplo, desarrolla un dispositivo llamado Stentrode que se introduce a través de la vena yugular y se despliega en un vaso sanguíneo del cerebro, una técnica mucho menos invasiva. Ya tienen diez pacientes implantados y colaboraciones con Apple. Otros, como Precision Neuroscience, cofundada por un ex-Neuralink, trabajan con láminas de electrodos que se apoyan sobre la superficie del cerebro sin penetrarlo.
Estas alternativas demuestran que el futuro de las BCI no es un monopolio y que probablemente existan distintas soluciones para distintas necesidades. Estas son lo suficientemente valiosas como para ameritar la atención y la inversión. La espectacularización de la ciencia y la tecnología aunque puede dar grandes beneficios en el corto plazo, a la larga solo genera decepción y desinversión cuando las expectativas no se cumplen. Especialmente cuando se trata de biotecnología conviene portarse bien.
No hay motivo alguno por el cual la competencia entre acercamientos y dispositivos no sea beneficioso y es por eso que las prácticas anticientíficas son tan reprochables. Para ciertas aplicaciones que pueden cambiarle la vida a una persona, como controlar un cursor o un smartphone, no se necesita ninguna de las promesas exageradas de Neuralink.
Aunque el foco mediático se concentre en las promesas audaces de Musk, su competencia sigue trabajando. El dispositivo Percept de Medtronic, una especie de marcapasos para el cerebro que “escucha” la actividad cerebral y solo dispara impulsos eléctricos cuando detecta las ondas que anuncian un temblor, le permite a pacientes con Parkinson moverse con más fluidez.
En otro estudio piloto, un equipo colocó electrodos sobre la médula espinal de pacientes con atrofia muscular, logrando “despertar” neuronas motoras latentes. Todos los participantes caminaron más lejos y se cansaron menos. En cuanto a los problemas de habla, nuevos sistemas están decodificando señales neuronales para convertirlas en texto o en una voz sintética a velocidades cada vez más cercanas al habla natural.
Todos estos avances, en muchos casos desarrollados por startups, requieren de mucho dinero, y eso ya no tiene tanto que ver con la ciencia o la ingeniería misma: los proyectos deben convertirse en buenos negocios para sobrevivir. Pero asumir que las promesas exageradas son la única manera de financiar el futuro es como mínimo un rasgo definitivo de nuestra falta de imaginación. Tiene que existir otra manera mejor de hacer las cosas.
Después de la falla de su implante, Noland Arbaugh dijo que lloró. Volvía a perder la independencia que había conseguido. Eso es lo que verdaderamente está en juego, la vida de personas reales. Meter en la ensalada preocupaciones acerca del riesgo existencial de la humanidad por el advenimiento de superinteligencias no parece ser particularmente brillante.
Valentin Muro