Todo aquel que haya crecido en el sur del país conoce las sospechas de que algo en la hora argentina nunca estuvo del todo bien, de que la hora oficial no se corresponde con la hora solar sino con algún capricho de allá lejos donde se toman las decisiones.
Por eso, a primera vista, el proyecto de ley que busca modificar el huso horario y que ya obtuvo media sanción en la Cámara de Diputados parece una buena noticia. Reconoce un problema real y largamente discutido: Argentina vive en el huso horario equivocado.
Desde el punto de vista geográfico, la mayor parte del territorio argentino debería regirse por el meridiano de 60 grados oeste, correspondiente al huso UTC-4, donde el sol alcanza su punto más alto cerca del mediodía. En cambio, nos aferramos al UTC-3, un capricho histórico que nos mantiene en un eterno horario de verano desde que en 1970 se abandonó la alternancia estacional y se mantuvo por error el huso adelantado. Ninguna porción del territorio nacional se encuentra dentro del huso UTC-3.
El diagnóstico, entonces, es correcto pero el problema es que el proyecto además propone alternar entre un horario de invierno y uno de verano, una solución anticuada y un experimento fallido que el resto del mundo está abandonando y que ignora décadas de evidencia científica sobre los costos que esta práctica tiene para la salud pública, tal como advierte el cronobiólogo Diego Golombek.
El origen de la idea
La idea de adelantar los relojes, el llamado horario de verano (conocido en inglés como Daylight Saving Time o DST), es un zombi conceptual que se niega a morir. Fue sugerido por primera vez en forma de sátira en 1784 por el enviado estadounidense en Francia, Benjamin Franklin, que publicó anónimamente una carta en la que proponía que los parisinos economizaran el uso de velas levantándose más temprano, además de gravar las persianas, racionar las velas y despertar al público tocando las campanas de las iglesias y disparando cañones al amanecer. Pero pareciera ser que a varios se les escapó la obvia ironía de Franklin —y el hecho de que en la Europa del siglo XVII no se mantenían horarios sincronizados— y al día de hoy le siguen atribuyendo equivocadamente este concepto. Típico.
Aunque en algunas partes de Canadá se lo implementó en los primeros años del siglo XX, Alemania fue la primera nación en incorporarlo en 1916, en un intento desesperado por reducir el consumo de carbón para el esfuerzo bélico, y otras potencias la siguieron. Desde entonces, el argumento del ahorro energético se ha repetido como un mantra, una justificación tan conveniente como infundada.
La evidencia habla
La evidencia al respecto es aplastante, pero ni siquiera hace falta remitirse a lo que sucede en otros países: la propia experiencia argentina lo demuestra. Durante los veranos de 2007 a 2009, cuando se intentó aplicar un horario estival aún más adelantado (UTC-2), el resultado fue un aumento del consumo energético de entre un 0,4% y un 0,6%. Como explica un informe publicado en Le Monde Diplomatique por los autores Esteban Rodofili, Diego Golombek y Marina Rieznik, el consumo energético en Argentina no desciende tanto tras la puesta del sol porque muchas actividades, como la cena, se realizan igualmente a esa hora. Además, aumenta el consumo por la mañana para iluminación y por la tarde para refrigeración, especialmente en latitudes templadas.
Entonces, si el argumento del ahorro es falso, podemos preguntarnos por qué persiste la idea. La respuesta, como casi siempre, tiene que ver con intereses comerciales. El mito popular dice que el cambio de hora se creó para beneficiar a los agricultores, pero la realidad es que el lobby del campo históricamente lo detestó. Para ellos, el reloj de la naturaleza —el sol— es el que manda, no el del gobierno. Menos luz por la mañana significaba menos tiempo para cosechar y llevar sus productos al mercado.
¿A quién beneficia?
Los verdaderos impulsores del horario de verano fueron siempre los comerciantes. Como explica el autor Michael Downing en su libro Spring Forward (2005), la Cámara de Comercio estadounidense fue la primera y más persistente defensora de la medida: con una hora extra de luz solar al final de la jornada laboral, la gente tiende a permanecer en la calle y se ve más tentada por los comercios iluminados.
A lo largo del siglo XX, la industria del golf, los fabricantes de parrillas y hasta el lobby de las golosinas se sumaron a la causa, calculando ganancias millonarias por esa hora extra de luz vespertina para el consumo. La extensión del DST en Estados Unidos fue un triunfo de estos grupos, que llegaron a dejar calabazas con caramelos en los escaños de los senadores para asegurarse de que Halloween cayera dentro del horario con tardes más largas.
¿Cómo se paga?
Pero esa hora extra la pagamos con el cuerpo, que se rige por un reloj interno moldeado evolutivamente a lo largo de la historia de nuestra especie para corresponderse con el ciclo natural de luz y oscuridad. Este reloj maestro, ubicado en el núcleo supraquiasmático del cerebro, regula desde nuestros patrones de sueño y hambre hasta la producción de hormonas y la temperatura corporal. Su principal sincronizador, o zeitgeber, es la luz solar. Como señala Andrea Pattini, investigadora del CONICET, no iniciar las actividades diurnas con luz natural genera lo que los especialistas llaman un «jet lag social» autoinducido. Es como obligar a toda la población a tomar un vuelo hacia el este sin moverse de su casa.
Las consecuencias no son triviales. El desajuste agudo de los días posteriores al cambio se asocia con un aumento en el riesgo de infartos y accidentes cerebrovasculares, así como un incremento en los accidentes de tránsito y laborales. Pero el problema es más profundo y silencioso. Vivir durante casi ocho meses en un incorrecto y permanente horario de verano nos somete a una desalineación circadiana crónica, un estado de tensión constante entre nuestra biología y nuestro entorno. Esto parece ser especialmente perjudicial para los adolescentes, cuyo reloj biológico ya está naturalmente retrasado por la pubertad —su tendencia a dormirse y despertarse más tarde no es pereza, es fisiología—, y a quienes obligamos a ir al colegio en plena oscuridad, afectando su capacidad de aprendizaje y su salud mental.
Como se destaca en el informe para Le Monde Diplomatique, varios estudios locales encontraron una relación directa entre el cronotipo de los adolescentes y su rendimiento escolar, e incluso un estudio en Chile —que tuvo un horario doblemente adelantado en 2015— registró un aumento del ausentismo escolar del 2,4%.
Hay rechazos
El mundo está empezando a tomar nota de este cúmulo de evidencia. Lejos de ser una idea de vanguardia, la propuesta argentina va a contramano de la tendencia global. En la Unión Europea una consulta pública masiva realizada en 2018 expuso que un 84% está en contra del cambio de horario bianual, y en 2022, México abolió el horario de verano y adoptó un horario estándar permanente, citando precisamente los beneficios para la salud y la productividad. La Asociación Médica Estadounidense y la Academia Estadounidense de Medicina del Sueño pidieron formalmente la adopción del horario estándar durante todo el año, que es el que mejor se alinea con la fisiología humana. Insisten en que, aunque la gente prefiera la luz extra por la tarde, los beneficios para la salud de la luz matutina son abrumadoramente más importantes.
La discusión sobre el huso horario en Argentina es una oportunidad para tomar una decisión informada, basada en evidencia científica y no en justificaciones obsoletas o intereses comerciales. Aunque el diagnóstico del proyecto de ley es acertado, y nuestro reloj oficial está desfasado, la solución, sin embargo, no es someternos a un caos bianual que potencialmente dañe nuestra salud.
Una posible solución
Lo mejor sería adoptar de manera permanente el huso horario que nos corresponde, el UTC-4. Para algunas regiones del oeste del país donde la diferencia es aún mayor y el sol sale exasperantemente tarde, incluso podría considerarse un segundo huso horario, como sugiere el especialista en medicina del sueño Facundo Nogueira. Lejos de ser una complicación logística, es una práctica común en países de similar extensión territorial como Estados Unidos, Canadá o Australia, que entienden que la geografía no debería ser ignorada.
La discusión sobre el huso horario es, en el fondo, un caso testigo sobre el lugar que le damos a la ciencia en las políticas públicas. Ojalá esta discusión ya inaugurada pueda encaminarse en torno a la abundante evidencia y no al capricho o la negligente imitación. Nuestro cuerpo y nuestra mente funcionan mejor cuando nuestro reloj social se alinea con el sol, no cuando lo forzamos a vivir en un verano perpetuo y artificial.
Si vamos a ajustar los relojes, hagámoslo bien. Ya es hora.
Valentin Muro