El engaño burocrático de los «OVNIS»

La expectativa era enorme. Luego de varios reportes publicados desde 2021, en marzo de 2024 el Pentágono publicaría un informe exhaustivo sobre Fenómenos Anómalos No Identificados (UAP, por sus siglas en inglés), esos que siempre conocimos bajo el nombre de ovnis. Pero como nunca podemos tener cosas lindas, sus conclusiones fueron, en un sentido, menos apasionantes de lo esperado. 

Tras revisar archivos clasificados y desclasificados desde 1945, la Oficina de Resolución de Anomalías en Todos los Dominios (AARO) concluyó que no había encontrado “ninguna evidencia empírica” de naves extraterrestres ni “la existencia de un programa clasificado que no haya sido informado adecuadamente al Congreso”. Hasta ahí lo de siempre, pero donde sí se pone interesante la cosa es en que hubo encubrimiento.

Si bien el Pentágono no ocultó la existencia de vida extraterrestre, el propio informe sí fue parte de una especie de ocultamiento, aunque quizá uno menos sorprendente. Siguiendo la propia pista de este informe, una investigación del Wall Street Journal encontró que el gobierno estadounidense no solo permitió que los mitos sobre ovnis proliferaran, sino que “a veces, deliberadamente, alimentó las llamas”.

Para nuestra profunda decepción, el misterio ovni tiene muy poco que ver con visitantes de otros planetas, y mucho más con una compleja trama de desinformación con doble propósito: por un lado, crear una cortina de humo para ocultar el desarrollo de programas militares avanzados y altamente secretos y, por otro, evitar la revelación de vulnerabilidades en la seguridad nacional. Esta promoción deliberada de relatos en torno a los extraterrestres, apalancada en la dinámica de propagación de creencias en círculos cerrados, explica en gran parte la persistencia de las teorías conspirativas sobre los ovnis.

Dónde están los aliens

Según el informe de la AARO, bajo la dirección del científico Sean Kirkpatrick, la gran mayoría de los avistamientos reportados tienen explicaciones mundanas: identificaciones erróneas de objetos y tecnologías convencionales, como drones comerciales, globos meteorológicos, lanzamientos de cohetes o fenómenos atmosféricos y naturales. Aunque esto es exactamente lo que diría alguien que quiere ocultar la existencia de marcianitos, estas conclusiones son consistentes con investigaciones anteriores, incluyendo el documento preliminar de 2021 sobre 144 incidentes reportados por personal militar y el histórico Proyecto Blue Book, que operó entre 1952 y 1969 y culminó con la publicación del Informe Condon, el cual concluyó que difícilmente el estudio de los ovnis devolviera algo interesante.

Por su parte, las agencias gubernamentales argumentan que la principal barrera para resolver el pequeño porcentaje de casos que permanecen como no identificados es la falta de datos de alta calidad: incluso videos que parecían inexplicables, como el de aquel famoso objeto esférico en 2015, fueron atribuidos a distorsiones de cámara. Pocos aliens, muchos datos pobres y malas interpretaciones.

Lo que omitió el informe de 2024 es que el Pentágono cumplió un rol fundamental en el desarrollo de la mitología que ahora intenta desacreditar. Durante décadas, la Fuerza Aérea y otras agencias usaron el folclore de los platos voladores de manera organizada y premeditada para manipular el discurso público en torno a las ambiciones bélicas y estratégicas de los Estados Unidos.

Desinformación como política de Estado

El caso perfecto es el Área 51. Hasta bien entrados los años 80, prácticamente nadie había escuchado esa designación antes. No es un nombre oficial, ni uno que el gobierno de Estados Unidos use en su propia documentación, sino el resultado de una invención mediática y conspiranoica.

Pero fue allí, en Groom Lake —como verdaderamente se llama— que en aquella gloriosa década un coronel de la Fuerza Aérea estadounidense le entregó al dueño de un bar cercano fotos manipuladas de supuestos platos voladores. La realidad era que ahí nomás se desarrollaba el caza furtivo Lockheed F-117 Nighthawk, ese avión de diseño tan peculiar de bordes y planos rectos para evitar la detección por radar y, al menos por un tiempo, al gobierno de Estados Unidos le interesaba que la gente pensara que venía de Andrómeda.

Otro de los incidentes que reporta el Wall Street Journal, uno de los favoritos en los círculos ufológicos, es el que ocurrió en Montana en 1967. Varios oficiales reportaron que luego de que objetos luminosos sobrevolaran sus instalaciones, se desactivaron diez misiles nucleares. En realidad se trató de una prueba secreta de la propia Fuerza Aérea, que produjo pulsos electromagnéticos (EMP) para simular los efectos de una detonación nuclear y evaluar la vulnerabilidad de su arsenal. El dispositivo emitía un resplandor naranja y liberaba una descarga que inutilizaba los sistemas, pero contarle esto al personal era imposible: hubiera sido como revelarle directamente a la Unión Soviética una falla crítica en su defensa.

La cultura de secretismo del Pentágono, con sus “programas secretos dentro de programas secretos”, también dio lugar a prácticas internas que alimentaban el mito, como un bizarro y abusivo ritual de iniciación conocido como Yankee Blue, donde a nuevos comandantes se les informaba falsamente sobre un proyecto de ingeniería inversa de tecnología alienígena. El objetivo era una prueba de lealtad, pero la consecuencia fue la aparición de generaciones de oficiales de alto rango convencidos de que el gobierno ocultaba información sobre extraterrestres.

Un montón de nada

Aunque el Estado ha sido un motor de desinformación, el fenómeno es sostenido y amplificado por individuos y grupos privados. La organización To the Stars, cofundada por Tom DeLonge, guitarrista de blink-182, jugó un papel central en reavivar el interés moderno por el tema. En 2017, en colaboración con el New York Times, filtró una serie de videos de la Marina que mostraban encuentros de pilotos con objetos aéreos anómalos. Esta acción catalizó un renovado interés mediático y político, llevando al Congreso a exigir informes oficiales y, finalmente, a la creación de la AARO.

Otras figuras como los exoficiales de inteligencia Luis Elizondo, asociado a To the Stars, y David Grusch, ganaron notoriedad promoviendo la narrativa de un encubrimiento masivo, aunque sus afirmaciones no han sido respaldadas por evidencia verificable. Cuando el equipo de Kirkpatrick siguió una pista proporcionada por Elizondo sobre una caja fuerte que supuestamente contenía pruebas irrefutables, la encontraron abierta y completamente vacía.

Este suele ser el patrón de las afirmaciones extraordinarias: nunca cuentan con respaldo fáctico. Un caso ejemplar es el de una supuesta pieza de metal de Roswell, popularizada por el locutor Art Bell en los 90. Décadas después, cuando la organización To the Stars compró los fragmentos por 35.000 dólares, logró que el propio Ejército de EE. UU. los analizara en busca de propiedades antigravitacionales. Las pruebas definitivas, sin embargo, concluyeron que se trataba de simple chatarra industrial de la Segunda Guerra Mundial.

Creíble por repetición

Para Kirkpatrick el mecanismo central que perpetúa estas narrativas es la “información circular”: la mayoría de las acusaciones pueden rastrearse hasta un pequeño y cerrado grupo de personas interconectadas que se citan mutuamente, creando la falsa impresión de múltiples fuentes independientes que corroboran una misma historia. Con el tiempo, la veracidad de la afirmación parece aumentar debido a la frecuencia de su repetición pero no a la existencia de evidencia que la respalde. El propio informe del Pentágono hace eco de esta conclusión, atribuyendo la persistencia de las teorías a “informes circulares de un grupo de individuos que creen que este es el caso, a pesar de la falta de cualquier evidencia”. La mentira se vuelve creíble por repetición.

En este contexto, no es extraño que algunos académicos vean el fenómeno ovni como una forma de religiosidad contemporánea, donde las experiencias se interpretan a través de lentes espirituales. Para el astrónomo Andrew Fraknoi, la creencia en visitantes alienígenas refleja una fe casi infantil en protectores espirituales, “padrinos extraterrestres que podríamos consultar sobre nuestros problemas”.

Esta idea es explorada en profundidad por la académica Diana Walsh Pasulka, quien argumenta que los fenómenos UAP se han convertido en una nueva forma de religión, una descentralizada y adaptada a la era de internet. Pasulka traza paralelismos entre los encuentros modernos con ovnis y los relatos históricos de visiones de ángeles, demonios o seres feéricos. Para ella, la narrativa cambia —el plato volador reemplaza al carro de fuego—, pero la estructura de la experiencia anómala y transformadora persiste. La tecnología y la ciencia ficción ofrecen un nuevo lenguaje para interpretar un impulso humano perenne: la búsqueda de contacto con algo que trasciende nuestra realidad cotidiana. El famoso “elijo creer”.

Incluso, y a pesar de la prevalencia de la desinformación y la falta de evidencia, expertos como Mick West y Mark Rodeghier subrayan que la presencia de fenómenos anómalos no identificados sigue siendo un ‘problema real’ de seguridad —e interés científico— que exige investigación seria y transparente, datos de alta calidad y el despliegue de tecnología avanzada.

Hasta ahora, no contamos con buenos motivos para creer que haya alguien ahí afuera, quizá exceptuando la ecuación de Drake. Lo que sí sabemos es que el gobierno más poderoso del mundo contribuyó a crear una mitología moderna para ocultar operaciones y en el proceso erosionó la confianza pública de una manera casi irreparable, porque la creencia en conspiraciones es contagiosa y cambia fácilmente de dominio.

A todo esto, si los extraterrestres están allá afuera, se nos están muriendo de la risa.

Valentin Muro

VIACenital