El diseño de los locales se vuelve más imaginativo; ofrecen espacios de interacción y talleres, y se presta mayor atención a lo que se demanda por las redes sociales.
Al comienzo de 2018 el Café Rhea’s de San Francisco estaba pintado de amarillo arena apagado y verde grisáceo. Pero para mediados de marzo había un rosa chicle y un lila que llamaban la atención. Pronto comenzaron a formarse largas colas de clientes, haciendo cola, posaban para selfies antes de entrar y hacer sus pedidos de productos de belleza mientras «picaban» algo. La compañía responsable de la idea fue Glossier, una marca de belleza que apunta a mujeres millennials.
El año pasado inauguró un espacio en Manhattan adornado con cortinas rojas de terciopelo, para coincidir con el lanzamiento de un nuevo perfume. Se invitaba a las visitantes a ingresar a un cuarto diminuto y apretar un gran botón rojo, que abría una
abertura en la pared. De allí emergía una mano con un guante rojo de goma que lanzaba un spray de perfume a la muñeca de la visitante. Una mujer filmó su visita y la subió a YouTube.
Los responsables de la cadena se inspiran en las artes escénicas y aplican ideas de un nuevo enfoque del diseño de las tiendas que está cambiando cómo se ven los comercios y para qué son.
Otro ejemplo llamativo es Aesop, una compañía de cosméticos de Australia, que al empezar su expansión quiso ser una cadena pero no ser percibida como tal. Ahora tiene más de 100, pero cada uno sigue un diseño original y diferente, basado en la cultura de la ciudad donde funciona.
Ahora, el diseño de las tiendas está entrando en una nueva fase. «A fines de los noventa había temor de que los clics fueran a reemplazar a los ladrillos y todo el mundo estaba preocupado», dice Lara Marrero, jefa de Estrategia Minorista de Gensler, un estudio de arquitectura. Si bien las compras online sí le robaron ventas a las tiendas, a las marcas les resultó difícil atraer clientes solo por medios digitales. «No importa cuántos emails se envíen: no se puede personalizar una marca online», comenta Marrero.
Y asi resulta que cada vez más compañías está abriendo tiendas reales no tanto para vender cosas -para eso están en Internet- sino para publicitar sus valores y para ofrecer experiencias.
Supreme, una marca de culto que hace ropa de calle, recientemente abrió una nueva tienda en Brooklyn. La fachada de ladrillos es desprolija y tiene restos de antiguos grafitis. Al interior, las paredes están cubiertas con capas de pintura vieja. Hay escasos buzos con capucha y remeras a un costado. En cambio el espacio está dominado por una pista de skateboard.
El ambiente es ultracool y descontracturado. Pero también es exclusivo: el bol para skateboard sólo puede ser usado si se cuenta con una invitación. Ingresar, dice Neil Logan, el arquitecto que diseñó el concepto es que «tiene que ser todo un evento planificado». Y resulta que los fans de la marca hacen cola para visitarla, tomarse una selfie y subirla a las redes sociales. Las redes sociales han dado a las compañías nuevas maneras de medir la efectividad de sus sucursales, más allá de la cantidad de visitas o de las ventas comparadas de un año al siguiente. Pueden ver cuánta atención genera una tienda en las redes sociales y seguir el rastro en las ventas online. «El influenciador promedio -dice Marrero- puede lograr que 26 personas compren algo aunque él mismo no compre nada». Pero lograr esto significa dar a la gente una experiencia que valga la pena contarles a los amigos.
Las tiendas se están adaptando no solo a como interactúa la gente en forma online, sino también al deseo de alimentar su presencia en Instagram. Cada sucursal de Anthropologie, un minorista de ropa e interiores, contiene un taller, en el que equipos de artistas y diseñadores crean nuevos muebles y agregan toques decorativos cada pocas semanas, que van desde fragmentos de metal que evocan soplos de viento hasta una ballena azul de cuatro metros hecha de deshechos de tela de vaquero. Ocupa lo que en un tiempo hubiera sido un valioso espacio para productos, pero eso permite a cada tienda variar su aspecto rápidamente.
Los talleres les dan a la compañía nuevas maneras de atraer gente. Cada sucursal genera eventos basados en manualidades, con integrantes del departamento de arte de la tienda mostrando cómo hacer flores de papel o cómo adornar ropa. Las entradas se agotan en uno o dos días, dice la compañía, y a menudo las adquiere gente joven que no tiene dinero para comprar los productos exhibidos. Pero una vez que entran, ya conocen la marca personalmente. Y bien pueden seguir en contacto.