El gobierno provincial de Santa Fe acaba de anunciar que producirá la droga misoprostol. Esta es la droga más usada del mundo en el llamado “aborto medicinal”, y ha sido indicada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) para practicar abortos seguros. En combinación con el mifepristone alcanza una eficacia del 97%, y como monodroga, del 80%. Para llegar a ese último porcentaje, se necesitan 12 pastillas de al menos 200 mg. de misoprostol por unidad. El efecto es el desencadenamiento de contracciones uterinas expulsivas.
No es una droga fácil de controlar, porque también se usa para reducir el riesgo de úlceras estomacales y esofágicas en grupos poblacionales obligados a consumir AINES, o antiinflamatorios no esteroideos. También es la droga más barata y efectiva de provocar el “trabajo de parto” cuando éste se retrasa, con riesgo de vida para el feto y la madre. Pero además, los que tienen órganos trasplantados lo necesitan para mejorar la irrigación de los mismos, ya que neutraliza la vasoconstricción desatada por los inmunosupresores, como la ciclosporina, que aplacan la reacción de rechazo.
Por ende, el modo “elegante” de conseguir misoprostol, incluso en megafarmacias porteñas, es tener una abuela con artritis, una receta médica a su nombre, y su DNI. En países donde es aceptado como abortivo su uso es muy directo: el supositorio intravaginal.
En otros sitios del mundo donde el misoprostol está o estuvo totalmente prohibido –por ejemplo, por los talibanes en Afganistán o, mientras duró, por el ISIS, o Estado Islámico- se consigue por mercado negro, a precios de fantasía y con riesgos de adulteración. Es también el caso de Ecuador, Colombia o Perú. Donde está jurídicamente en “zona gris” como en Argentina, algunas organizaciones feministas la facilitan a través de sus propias redes médicas, que suministran recetas. En sus páginas web, aconsejan ir a farmacias chicas en lugar de cadenas, donde la venta puede ser objetada, y añaden que siempre es mejor que el comprador sea un hombre.
Las dificultades culturales y/o legales para un acceso fácil causan sobreprecios que los laboratorios aprovechan: arman páginas web aparentemente no comerciales con números de teléfono o direcciones de e-mail para generar pedidos. Allí describen en detalle la forma, color y presentación de sus pastillas para dar seguridad de que no se trata de adulteraciones. Compradas “online”, 20 píldoras de 200 mg. de una marca aceptable (una caja de 10 probablemente no sea efectiva) pueden costar 3000 pesos a fecha de hoy. Pero las hay más caras.
Éste es el marco institucional que las organizaciones feministas describen como clasista, porque da acceso a un aborto seguro únicamente a mujeres con cierto nivel cultural y fundamentalmente, económico. La fórmula de mayor demanda (Cytotec, de Pfizer) no tiene fama de barata, y menos cuando hay tantos obstáculos entre oferta y demanda.
El estado como fabricante entusiasma poco y nada a los laboratorios, pero en la Argentina está apareciendo en algunas provincias y ante algunos medicamentos de muy alta demanda popular. Es el caso de algunos “sartanes”, la familia más habitual de anti-hipertensivos, cuyos precios se dispararon en forma desaforada en medio de una baja generalizada del nivel adquisitivo. Esto dibuja grupos de vulnerabilidad dentro de la sociedad.
Como la hipertensión es más frecuente en la edad avanzada, la rampa de precios de los sartanes, por ejemplo, perjudica especialmente a los jubilados. Otro caso dentro de este caso (la vejez) son las estatinas, otra familia de drogas sumamente efectivas para deprimir las cifras demasiado altas de colesterol LDL en sangre. Las estatinas marcaron un antes y después en el riesgo cardíaco de la población de edad avanzada, pero muy especialmente en la femenina: la postmenopausia está bastante ligada a aumentos de colesterol incluso en mujeres que durante su vida fértil tuvieron niveles óptimos. Su encarecimiento perjudica a la población madura, pero es peor con la femenina.
En la polémica de “público vs. privado”, el misoprostol tiene particularidades exclusivas: su acceso es tortuoso debido a un entorno cultural, religioso y legal tremendamente polémico, y actualmente en discusión pública. Sin que se zanje este asunto, es muy difícil tomar medidas meramente técnicas para legalizar su uso, abaratar su precio y garantizar su calidad. Podrán parecer técnicas, pero son políticas. Incluyen una toma de posición ante el aborto. Sin embargo, ponerle trabas a su venta por cuestiones «éticas» le complica la vida a dos grupos que gastan en medicamentos una parte sustantiva de su canasta familiar: los ancianos y a la población trasplantada.
Hecha esta salvedad, lo que está haciendo Santa Fe con el misoprostol es un intento de bajar precios parecido al de Río Negro, que el año pasado encargó a su empresa de tecnología (INVAP) una planta farmoquímica. Se la construyó en Viedma para fabricar medicamentos enteramente distintos. Otras provincias tomarán ese rumbo: la necesidad tiene cara de hereje.
Muchos creen que la intervención del estado como fabricante de medicamentos, en la Argentina, es una necesidad indiscutible para ponerle techo a su costo. La salud pública francesa o la inglesa, por dar casos de excelencia, gastan un 7 u 8% de sus fondos en medicamentos. En la Argentina, desde los años ’90 no bajan del 30%.
Daniel E. Arias