El ex presidente peruano, Alan García, ha sido como político un hombre complejo (como lo son los seres humanos). Como gobernante, en nuestra opinión, fracasó (como la mayoría de los nuestros, también). Pero con su muerte, está haciendo una declaración poderosa.
Como dijo un amigo de este portal, «Un bel morire tutta una vita onora. Y los suicidios políticos en América Latina han tenido siempre un efecto histórico imponente. Leandro Alem en su carruaje, Eduardo Chibás, que se suicida ante las cámaras de TV, Getulio Vargas y su carta inevitable…».
A propósito de eso, reproducimos su carta leída por su hija, Luciana García Nores, en el funeral:
«Cumplí la misión de conducir el aprismo al poder en dos ocasiones e impulsamos otra vez su fuerza social. Creo que esa fue la misión de mi existencia, teniendo raíces en la sangre de ese movimiento.
Por eso y por los contratiempos del poder, nuestros adversarios optaron por la estrategia de criminalizarme durante más de treinta años. Pero jamás encontraron nada y los derroté nuevamente, porque nunca encontrarán más que sus especulaciones y frustraciones.
En estos tiempos de rumores y odios repetidos que las mayorías creen verdad, he visto cómo se utilizan los procedimientos para humillar, vejar y no para encontrar verdades.
Por muchos años me situé por sobre los insultos, me defendí y el homenaje mis enemigos era argumentar que Alan García era suficientemente inteligente como para que ellos no pudieran probar sus calumnias.
No hubo ni habrá cuentas, ni sobornos, ni riqueza. La historia tiene más valor que cualquier riqueza material. Nunca podrá haber precio suficiente para quebrar mi orgullo de aprista y de peruano. Por eso repetí: otros se venden, yo no.
Cumplido mi deber en mi política y en las obras hechas en favor de pueblo, alcanzadas las metas que otros países o gobiernos no han logrado, no tengo por qué aceptar vejámenes.
He visto a otros desfilar esposados guardando su miserable existencia, pero Alan García no tiene por qué sufrir esas injusticias y circos.
Por eso, le dejo a mis hijos la dignidad de mis decisiones; a mis compañeros, una señal de orgullo. Y mi cadáver como una muestra de mi desprecio hacia mis adversarios porque ya cumplí la misión que me impuse.
Que Dios, al que voy con dignidad, proteja a los de buen corazón y a los más humildes«.
Todo lo que podemos decir, frente a lo que vemos en Perú, en Brasil y en nuestro país, es que debe haber límites para la corrupción y la arbitrariedad, o el Estado se transforma en un sistema de recaudación. Pero la solución no pasa por judicializar la política. Los jueces son seres humanos, tan corruptibles como los funcionarios o los dirigentes.