En términos pesqueros, el Mar Argentino está sólo parcialmente bajo administración argentina: las aguas de la provincia de Buenos Aires y las de Río Negro, es decir el Golfo de San Matías. Allí juegan las empresas argentinas basadas en Mar del Plata y San Antonio Oeste, con embarcaciones más costeras que altureras. Pero de ahí hacia el Sur, empieza el Mar Español, que hoy empieza a disputar China, ilegalmente desde la milla 201, y legalmente y desde la costa porque se está comprando las pesqueras españolas.
Sobrepescar, sobrepescan todos, bajo autorización del Consejo Federal Pesquero, órgano político que año a año viola sistemáticamente en un 50% las cuotas máximas recomendadas por los científicos del INIDEP (Instituto Nacional de Investigaciones y Desarrollos Pesqueros). Pero las empresas españolas lo hacen a lo grande: desde mediados de los ’80 tienen más barcos y de mayor tamaño, más lobby en el gobierno nacional y los provinciales, y más protección de los jueces federales. Fueron los españoles los que, tras el “boom” de sobreextracción de 1997, causaron el colapso total del caladero argentino sur en 2003: hubo que cerrar el mar casi tres años y dejar 30.000 trabajadores pesqueros argentinos en la calle.
El mar desde entonces se recuperó… un poco. En términos biológicos, la merluza hubbsi, su número fuerte, sigue debajo de sus stocks mínimos históricos porque los españoles, adentro de las redes de malla reglamentaria ancha, siguen usando redes ilegales de malla fina (“el calcetín”) para capturar juveniles. Una merluza hubbsi adulta en los ’80 era un animal de un metro de largo, mínimo. Hoy araña los 30/40 cm.
Para pescar langostino, incurren en tasas de «by catch» o «pesca incidental» asombrosas, con un descarte tal que por cada tonelada de crustáceos exportados a España se pueden contar de diez a veinte toneladas de peces de aleta que estaban en bodega, pero fueron arrojados congelados al mar para hacer lugar cuando el sonar mostró langostinos, mucho más valiosos (hasta 12 veces más por tonelada, históricamente desde los ’80). La práctica crea “zonas muertas” por anoxia: en el frío de los fondos de la Plataforma Continental, la descomposición bacteriana de la pesca incidental es muy lenta, y la acumulación de materia orgánica hace que los microorganismos aeróbicos secuestren el oxígeno disuelto en el agua. El ecosistema complejo del fondo desaparece, y prosperan especies carroñeras, entre ellas, algunas medusas.
Las cargas de la «flota roja», o de altura, española, pasan frecuentemente en altamar a los grandes buques congeladores que la filetean y empaquetan, sin que la Aduana se notifique. Tampoco es infrecuente que con una misma licencia opere no un congelador, sino dos. Ésas son unidades de gran eslora, con faenamiento, empaquetamiento y congelamiento a bordo, verdaderas aspiradoras de peces. Algún caso hubo también de congeladores trillizos.
Entre contrabando y sobrepesca, el desmedro anual para nuestro país se estima en unos U$ 2.000 millones/año, pero según el Dr. César Lerena, analista crítico de la industria en el Atlántico Sur, si se toma como lucro cesante el valor agregado a nuestra materia prima en España, son U$ 14.000 millones/año.
Los españoles no están solos en este deporte. Viendo que hay fiesta y que dura, los acompañan cada vez más coreanos, taiwaneses y chinos, pero los ibéricos les ganan de mano a todos porque tienen bandera argentina, combustible y revituallamientos baratos en la costa, y vista gorda garantizada. Como no deja infracción o delito por cometer e incluso inventar, es mucho más dañina la flota española legal asentada con permisos, oficinas y plantas en los puertos patagónicos, que la pirata por cuenta propia en la milla 201, o con licencia kelper y en el límite de la zona de exclusión malvinera. Las empresas que operan desde Argentina tienen más barcos, más protectores y menos restricciones que las que lo hacen desde Puerto Argentino, es decir Stanley.
Los pesqueros chinos complicarán aún más el juego, porque empezarán a partir de la próxima década –advierte Lerena- a operar desde Uruguay con puertos propios, para bajar costos de combustible, revituallamiento, mantenimiento mecánico y logística. Esto pondrá bastante en jaque esa suerte de soberanía residual de las empresas bonaerenses y rionegrinas en el caladero argentino Norte. Puesto a elegir entre exportar soja o parar la depredación china, es fácil imaginar qué postura tomará el estado argentino: la menos conflictiva.
España, que para el caso no es un comprador fuerte de productos argentinos, se apropió del Mar Argentino desde la posguerra de Malvinas. Las empresas vinieron habilitadas por la cancillería argentina con el argumento de que sobrepescar al Norte de las islas sería el mejor modo de contrarrestar la sobrepesca ejercida las islas con licencias vendidas en Port Stanley.
Si los peninsulares se vienen aquí no es porque los recursos argentinos sean vírgenes ni mucho menos, sino porque no las quieren en otras aguas: fueron echadas de todos lados. En general tienen base en los viejos puertos de Galicia. Las fletaron de la UE, por empezar, porque transformaron el Mediterráneo en un desierto biológico donde ya no se ven ni gaviotas en los acantilados. Pero también les dieron tarjeta roja en Namibia, porque vaciaron el mar aprovechando la guerra de este país con Sudáfrica en los ‘80.
Durante la guerra civil en Etiopía (que no ha cesado realmente), los españoles saquearon sus aguas costeras y empujaron al hambre a los pescadores artesanales. En un retorno a usos y costumbres marinos del siglo XIX, ahora esta gente se dedica a la piratería. A falta de peces capturan petroleros o containeras y exigen rescates millonarios. La suya es una vida azarosa, corta y sin jubilación, porque los destructores estadounidenses y europeos los persiguen como a los lobos.
Donde colapsa algún estado costero, allá van las pesqueras gallegas, con sus viejos barcos decrépitos, pero subsidiados por la UE, y a bordo tripulación frecuentemente asiática. Y donde el estado local no colapsa del todo pero las invitan a la mesa como aquí, reparten sobres, dominan rápidamente los sistemas estatales de vigilancia y control y terminan desbaratando biológicamente los caladeros.
Aquí eran una molestia frecuente, pero no se habían hecho intocables- hasta que en uno de sus actos más desquiciados, la Cancillería Argentina se las trajo como invitadas, en el momento mismo en que nuestro país perdía totalmente y por primera vez su precario control policial y militar sobre sus aguas territoriales: tras la derrota de Malvinas, cuando Port Stanley empezó a vender licencias sobre la llamada Falklands Outer Conservation Zone, que antes de la guerra estaba bajo cierto control de la Prefectura Naval y de la Armada Argentina. Y desde que se vinieron los hispánicos, no se fueron jamás. Con Carlos Menem empezaron a pavimentar campañas electorales provinciales y nacionales. ¿Quién les va siquiera a hacer frente hoy? Por carpetazo y desde Buenos Aires para el Sur, tienen la guerra ganada.
Esas empresas son socialmente disruptivas desde Madryn hasta Ushuaia. No es infrecuente que acumulen deudas con los proveedores locales de comida y servicios técnicos de los barcos, y luego ante intimaciones judiciales (muy lentas, si hay alguna), los deudores amenacen mudarse de puerto si los acreedores intentan ejecutarles algún haber. Y cuando se mudan de puerto, quiebran y lo hacen también de razón social. Literalmente, nacen de nuevo y sin deber nada a nadie. Los jueces, como pintados.
Hacia los trabajadores, el trato es directamente de perros. En 2007 hubo puebladas del personal embarcado y el de las plantas fileteadoras en Puerto Deseado y Puerto Santa Cruz, y ardieron oficinas y plantas fileteadoras de Arbumasa, Argenova, Empesur, Pescargen, Santa Cruz y Viera. El detonante fue que la AFIP le empezó a descontar impuesto a las ganancias a los salarios del personal pesquero, pero los trabajadores argentinos no se las tomaron con las autoridades tributarias.
(Continuará)
Daniel E. Arias