Las turberas de Tierra del Fuego, un patrimonio argentino clave frente al cambio climático global

La península Mitre en Tierra del Fuego almacena el equivalente a más de tres años de emisiones de dióxido de carbono de Argentina en sus turberas. Mantenerlas es un asunto clave en la lucha contra el calentamiento global.

Hace años que las organizaciones conservacionistas que Península Mitre, esta joya del archipiélago fueguino, sea declarada Parque Provincial. El Programa Marino «Sin Azul no hay Verde» de la organización Conservation Land Trust dio a conocer un informe de National Geographic Society y el Centro Mundial de Vigilancia de la Conservación de Naciones Unidas: revela que la Península Mitre, la punta Sureste de la Isla Grande de Tierra del Fuego, es el punto de mayor captura de carbono en Argentina. Con 315 millones de toneladas de carbono almacenadas en sus turberas, la zona es un mitigador pasivo de la crisis climática mundial.

¿Qué son las turberas? Clasificadas como humedales, son un paisaje pantanoso originado tras el retiro de los glaciares comenzado hace 18.000 años. Lo compone la turba, material vegetal fibroso sin descomponer y normalmente empapado que a veces se extrae, se seca y se utiliza como combustible. Se emplea también como abono y en usos industriales, domésticos y científicos. Situadas en los fondos de valle fluvial, hidrológicamente las turberas actúan como esponjas y regulan el flujo de aguas superficiales. Es una comunidad vegetal dominada por musgos del género Sphagnum, acompañados también de líquenes, hongos, hierbas y arbustos característicos de la zona más austral de nuestro país, de Chile y de las islas Malvinas.

El 95% de las turberas de Argentina se encuentra en la provincia de Tierra del Fuego, concentradas en la Península Mitre (el resto está en el Sudoeste de Santa Cruz). «En América del Sur, la concentración más importante de turberas extra tropicales están en la Patagonia. En Península Mitre hay 2400 km2 de turba” explica Rodolfo Iturraspe, secretario de Ciencia y Tecnología de la Universidad Nacional de Tierra del Fuego. Todo lo que en este mapa de Península Mitre aparece en rosado, es turbera, y además casi virgen porque la zona está mayormente despoblada.

Las turberas inmovilizan durante miles de años el 30% del carbono. En el Hemisferio Norte, donde su superficie es mucho mayor que en el Sur, cumplen una función importante en la regulación planetaria del ciclo de carbono. En casi todo ecosistema terrestre el dióxido de carbono atmosférico es captado por fotosíntesis por las plantas y almacenado en tallos, hojas y raíces que duran lo que el vegetal. Así, en el bosque fueguino, formado mayormente por especies arbóreas del género Nothofagus, el carbono capturado puede vivir hasta 300 años -lo que dura el árbol- pero aún antes de su muerte va siendo liberado por el ataque de más de 500 especies de hongos, proceso que se acelera -en términos relativos, todo proceso biológico es muy lento en este clima frío- cuando la planta cae y termina de descomponerse más rapidamente en el suelo. En cambio en las turberas el ciclo del carbono es muy distinto.

Incorporado el carbono por fotosíntesis a las plantas del Sphagnum, éstas no se pudren sino que más bien fermentan. Al hacerlo, crean condiciones ácidas en el suelo (lo saturan de ácido húmico). Con esta acidez, tallos, hojas y raíces resisten largamente la descomposición por bacterias u hongos. De modo que el carbono fijado en una turbera tiene una estabilidad milenaria y que todavía no se ha terminado de medir. Es más, en suelos planos, anegados y fríos, el sphagnum crece y muere sin parar, de modo que de mantenerse las condiciones húmedas y las temperaturas bajas en la Península Mitre, las turberas continúan creciendo en espesor e incluso extensión, sin que otras ecosistemas vegetales de ciclo más rápido (los pastizales y los bosques subantárticos) las puedan reemplazar o hacerles competencia.

Hasta ahora vienen acumulando materia orgánica imputrescible desde la última deglaciación, y no son un ecosistema directamente alterable por la presencia humana, o del ganado traído por humanos. Ésa es una diferencia notable con bosque sub-antártico andinopatagónico, que a principios del siglo XX cubría 5 millones de hectáreas, de las cuales, entre incendios intencionales, talas rasas e introducción de ganado, quedan 2 en pie, mayormente defendidas por la Administración de Parques Nacionales. La turbera, en cambio, es un depósito de carbono a largo plazo: su explotación es marginal, no tiene maderas valiosa y es inhóspita para personas, ovejas y vacas.

La meteorología fueguina es fría pero cambiante (las 4 estaciones en un día, suelen gruñir sus habitantes). Pero la de Península Mitre está particularmente dominada por el mar, ya que es el único sector de la Isla Grande que no está cubierto por el Sur por las islas chilenas montañosas, como Navarino. Esto somete directamente a la Península al soplo directo de los feroces vientos antárticos, lo que junto con el relieve accidentado genera un paisaje no muy distinto del de la Isla de los Estados: humedad y frío casi garantizados.

Esto no significa que la Península quede a salvo de otros efectos antrópicos indirectos: el aumento mundial y local de las temperaturas medias y la aparición y mayor frecuencia de veranos secos, muy dañinos para el bosque subantártico, la pueden volver incendiable. Por ahora, su biomasa total parece mantenerse constante, que ya es mucho, e incluso creciendo muy despacio. Franco contraste con las turberas boreales siberianas, que vienen de un verano de incendios como no se recuerda otro.

La Península Mitre hoy está más despoblada que en el siglo XX, por el cierre de las pocas estancias aisladas sobre la costa Atlántica desde que en los ’80 empezó la caída del precio de la lana. Entre la cerrazón del bosque de Nothofagus, las fuertes pendientes, los arroyos impasables y las turberas intransitables, la zona se defiende sola de la presencia humana. Fuera de los destacamentos temporarios de la Armada y Prefectura, ahí solo hay algunos «trekkers» en verano que tratan de llegar a Bahía Policarpo, amén de algunos pocos efectivos navales en Bahía Thetis y los guardafaunas del Museo del Fin del Mundo en alguna misión de rescate de cóndores o de relevamiento de zorros colorados. La fauna nativa no es peligrosa, pero sí lo son los toros cimarrones, descendientes lejanos de los que se fugaron de las estancias abandonadas, ya totalmente asilvestrados.

Península Mitre, sin caminos, sin otra explotación que el turismo de aventuras, no es siquiera un sitio sometido a manejo. Pero salvo que quede bajo algún régimen fuerte de protección legal de la Provincia o la Nación, no faltarán emprendedores que intenten drenar las turberas para construir. Y es que éstas ocupan el escaso suelo horizontal de la zona. En el mundo actual la soledad es un artículo para ricos que se cobra caro. Y aquí hay cantidades.

Los incendios masivos de las turberas siberianas, además de un «tipping point» capaz de disparar en espirales el recalentamiento global, son un recordatorio de que Península Mitre vale más preservada sin cambios.

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