Vale la pena repasar los parecidos y las diferencias entre Argentina y Australia. Su territorio continental es casi tres veces más extenso y su población es bastante menor (25 millones de aussies contra 44 de nosotros). Una economía más próspera que la nuestra, con muy bajo desempleo. Pero no los envidiemos (demasiado). Como gran exportador de materias primas, también le ha resultado difícil desarrollar una base industrial avanzada. Y ahora tiene muy graves problemas ambientales, de los que los incendios que ustedes leyeron fueron solamente un agravante. Son mucho más serios que los nuestros (todavía). En este artículo, Daniel Arias hace una descripción técnica y angustiante. Pero también indica lo que podría ofrecer Argentina para ayudarlos a enfrentar su problema más agudo. Y, de paso, beneficiarnos nosotros.
AUSTRALIA SE SECA. ¿PODEMOS MOJAR?
El smog oculta la Opera de Sydney. Cuando baje la ceniza por los ríos, la ciudad se queda sin agua.
Alerta, argentos: la Secretaría de Energía dio prioridad al proyecto de central nuclear modular compacta CAREM y se abren posibilidades. Destaco un cliente dificilísimo pero no imposible: ese país al cual en 2000 le vendimos –casi contra su voluntad (ver aquí)- un reactor nuclear que hoy es la joya entre sus pares en el mundo. Con todo derecho, Australia lo bautizó OPAL (la piedra semipreciosa emblemática nacional) porque entre otras cosas le está permitiendo apropiarse del 40% del mercado mundial de radioisótopos médicos.
Nuestra nueva oferta sería bien distinta: Australia necesita fierros nucleoeléctricos como el CAREM comercial de entre 120 y 480 MW, todavía en ingeniería preliminar. Serán aparatos comerciales de potencia mayor que la del prototipo de 32 MW cuya construcción se reanudó en Lima, provincia de Buenos Aires. Lo bueno (para nosotros) es que los australianos necesitarán bastantes, y no para volverse ricos sino sencillamente para tener agua potable. Lo malo (también para nosotros) es que aún no lo saben.
Y los australianos, antinucleares viscerales como son, no va a ser fácil que lo entiendan. Tampoco es imposible que lo descubran: la naturaleza está de nuestro lado, y fija las velocidades. Si debido a las cenizas a punto de bajar por las cuencas hídricas el acceso a agua potable en Sydney bajara de los actuales 315 litros/día/persona a cifras israelíes (los 137 litros/día/persona) o menores, los tipos tendrán que repreguntarse algunas certezas.
Que Australia se seca e incendia no es noticia: lo viene haciendo de a poco desde hace 15 millones de años. Pero en los últimos 30 años el calentamiento global abatió la media pluvial del país de 460 a 277 mm/año: en Argentina sería como saltar desde Santa Rosa, La Pampa a los llanos de La Rioja en una generación. Y lo de ellos parece más tendencia que episodio.
El SE de Australia orilla en latitud los “roaring fourties”, el límite norte del Vórtice Antártico, esa fábrica de tormentas de los océanos y mares australes. El Vórtice irrumpe con tempestuosos frentes fríos, pero ya lleva tres inviernos sin suceder, informa la climatóloga Nerilie Abram en Scientific American el 31 de diciembre de 2019.
La otra fábrica confiable de lluvias de Australia son los monzones de verano que riegan el NE continental, y también acumulan tres “ausentes sin aviso”. Las lluvias anuales –sigue Abram- vienen un 20% a la baja en el Oeste del país desde los ’70, y desde los ’90, hay un 11% en descenso en la “Australia Verde”, la vivible, la de los estados sudorientales de New South Wales, Victoria, el Capital Territory y South Australia.
Entre 1996 y 2010, los australianos transitaron una seca que, acaso esperanzadamente, bautizaron “La del Milenio”. En 2017 ya se iban olvidando de ella cuando el cielo se secó de un modo más feroz, y continúa. O están –seamos optimistas- ante otra “Seca del Milenio”, o este milenio –no seamos optimistas- viene mucho más seco que los 15.000 milenios anteriores.
El calentamiento global está disparando cada vez más coincidencias de fase positiva de dos oscilaciones independientes que deciden el clima continental. Lo explica la climatóloga Ágata Imielska, del Australian Bureau of Meteorology, en este video sobre el Dipolo del Océano Índico, (IOD) y el Dipolo Anular Austral (SAM, por sus siglas en inglés). Sí, su sospecha es correcta: el IOD es casi una copia local de nuestra némesis sudaca, los ciclos “Niño-Niña”, otro dipolo.
Con ambos dipolos asiáticos trabados en fase positiva, la temporada de incendios se volvió algo jamás visto. En diciembre, trabajar en las calles de Sydney ya equivalía a fumarse un paquete diario, por el humo.
Citado por Science Times, enero de 2020, dice Ross Bradstock, director del Centro para el Manejo de Riesgo Ambiental de la Universidad de Wollongong, en New South Wales: “Lo que estamos viendo en Australia… son fuegos que empatan o superan la magnitud de cosas que sólo vimos en los bosques más remotos del mundo”. Bradstock alude a los incendios masivos de la taiga siberiana, el bosque costero californiano y la selva amazónica durante 2019. Añade que hace tiempo que en su país se predicen temporadas de fuego peores y más largas, pero en esas proyecciones la devastación actual debería suceder dentro de 40 o 50 años, no ahora.
“La severidad de la seca actual causó la muerte de amplias fajas de vegetación, lo que desató estos incendios locos en lugares que normalmente no deberían arder”, concuerda Abrams, en referencia a las selvas y manglares regados por monzones de verano que faltaron a la cita, los de de Queensland y North Australia. Jamás se habían incendiado antes.
El área boscosa australiana que ardió este verano supera la suma de las superficies quemadas en la taiga rusa, las masas forestales ardidas en California, y además las del Amazonas brasileño en 2019. En Australia ya suman 8 millones de hectáreas destruidas, y el baile sigue.
Esto amenaza de contaminación persistente por ceniza los “catchments”, las laboriosas cadenas de embalses que los australianos vienen entretejiendo desde hace un siglo en las alturas de la Cordillera Transversal. Lo hicieron para recoger la escorrentía de sus cuencas hidrográficas. Esa gastada cadena de sierras y mesetas, cuyo pico máximo rasca apenas los 2200 metros, es el único activo geológico australiano capaz de generar lluvias orográficas por enfriamiento, y hasta algo de nieve.
Warragamba, el embalse que da agua a Sydney, con los fondos al aire, seco a grado caminable.
En ese continente chato como un billar, los “catchments” montañeses son las únicas fuentes fijas de agua pluvial para Brisbane, Newcastle, Gold Coast, Bourke, Sydney, Wollongong, Canberra, Traralgon, Melbourne, Goetong, Mount Gambler, Port Augusta y Adelaide y siguen las firmas. Son las ciudades donde se amucha casi el 70% de la población del continente.
Por dar como ejemplo a Sydney, la mayor ciudad del país, Stuart Khan, ingeniero en procesamiento de agua de la University of New South Wales, explicó a Nat Geo que ya ardió del 80 al 90% del bosque que rodeaba el embalse de Warragamba. Éste, en los últimos 3 años, perdió además el 60% de su agua. Atención: es la fuente de 4 de los 5 millones de “Sydneysiders”. Hoy parte de ese profundo lago es caminable por los fondos. Por ende, y debido al ingreso de cenizas al agua, la materia prima que ahora le queda para potabilizar a la ciudad no sólo es poca. También es mala.
¿Tan mala? La ceniza está llena de nitratos y fosfatos fertilizantes. Si llueve (y algo llovió), va a bajar por arroyos hace 3 años secos. En los lagos, hará explotar la zona iluminada con cianobacterias, organismos fotosintéticos unicelulares muy primitivos, entre cuyas muchas especies hay 20 reputadamente toxicas. Para muestra, unos peces en la cuenca del Murray-Darling.
Tribulaciones de las percas en cuencas incendiadas: el agua se intoxica de cianobacterias, que consumen el oxígeno del agua. Mueren asfixiadas.
Por otra parte, el hollín de los incendios forestales está lleno de HAPs, (Hidrocarburos Aromáticos Policíclicos): son cancerígenos y liposolubles: se acumulan en las grasas del consumidor. Y como remate, el suelo, desnudado por “tormentas de fuego” (superan los 1000º C de temperatura a nivel de las raíces), ya no tiene flora superficial alguna, ni siquiera bacteriana.
Así las cosas, la lluvia lixiviará fácilmente de las rocas y la tierra de dos de sus metales pesados más solubles: el hierro y el manganeso: ennegrecen el agua y le dan un regusto terroso. Pero como las cianobacterias de yapa habrán acidificado los embalses, los fondos lacustres lixiviarán también también mercurio, que entra lentamente a las cadenas tróficas como metilmercurio, mucho más tóxico.
Las cianobacterias Ud. las precipita con floculantes, pero le confieren al agua un insondable olor a podrido. Las sales de hierro, las de manganeso, el metilmercurio, las cianotoxinas y los HAPs son una sopa del demonio, muy difícilmente manejable en un proceso de potabilización común como el de las plantas entre “catchments” y las ciudades. Fueron construídas mayormente el siglo pasado, cuando nadie preveía estas quemazones bíblicas.
Los australianos anticipan malos tragos (en todo sentido). Ya lidiaron décadas con otras cenizas geográficamente acotadas a 18 lugares del país, pero tóxicas a rabiar: las dunas de escorias generadas durante un siglo y medio por las centrales termoeléctricas de carbón. De ese combustible los australianos quieren prescindir, o eso dicen. Creemos que podríamos darles una ayudita, pero deben seguir leyendo.
La ceniza de sus difuntos bosques hoy deja a las ciudades del SE entre la espada y la pared. Si sigue sin llover, faltará agua, y si llueve, especialmente si llueve mucho, la que tendrán será intomable. ¿Por cuánto tiempo? Ross Thompson, ecólogo de la University of Australia en Canberra especializado en aguas dulces interiores, cree que los “catchments” volverán a la normalidad… en una década. Eso suponiendo que no sucedan nuevas secas ni incendios, lo que –vistas las tendencias climáticas- es difícil.
Ante lo cual o bien los Aussies intercalan instalaciones de ósmosis inversa (OI) entre las plantas de tratamiento convencional y las redes de distribución urbana, o construyen otras aún más grandotas y potentes para desalinizar agua de mar en la costa. Tal vez deban hacer ambas cosas.
La ósmosis inversa (OI) pasa por comprimir agua a cifras muy altas (de 30 a 70 atmósferas) forzándola a fluir a través de membranas de tres capas enrolladas dentro de grandes baterías de tubos de acero. La que atrapa hasta los mínimos iones sodio y cloruro pero deja pasar moléculas de agua es la membrana interna, de poliamida de 25 micrones de espesor: a simple vista parece tan permeable como el vidrio. Y a bajas presiones, lo es.
Pero las presiones en las plantas de OI son de altas a muy altas, según la materia prima y según el producto deseado. Como las bombas presurizadoras devoran electricidad, máxime si el objetivo es agua potable, el país enfrenta un futuro energética y políticamente complicado: de aquí a dos décadas literalmente tendrá que beber electricidad, agua de mar y bastante pis (sic).
El concepto queda bien ilustrado con el siguiente video sobre la unidad de reciclado de aguas servidas de Sydney, llamada St. Mary’s. Ésta se alimenta de 58 millones de litros de aguas negras y da 50 millones de litros/día de producto final aceptable: es fisiológica y infectológicamente inocuo, aunque nadie dijo barato.
Debido al llamado “yuck factor” (“efecto asquito” en el público), St. Mary’s se abstiene de darle unos “saques” adicionales de OI que lleven el producto a potable, para luego distribuirlo a las canillas. Lejos de ello, St. Mary’s lo descarga al río Hawkesbury-Nepean, del cual Sydney Water extrae… sí, agua para volver a potabilizar (¿¿??). Bueno, es una decisión política, no técnica, pero muestra que en Sydney todavía hay agua y plata. Resulta contraintuitivo, pero en general sacar un producto bebible partiendo de aguas negras puede ser menos costoso que potabilizar agua marina. La tolerancia fisiológica humana ante la ingesta de agua salada es bajísima: es lo que suele matar de deshidratación a los náufragos.
El agua salada, por su parte, es físicamente más compleja de lo que pinta: la disociación de sal en aniones cloruro y cationes sodio, así como cloruro de hidrógeno e hidróxido de sodio, y la disociación del agua misma en radicales hidroxilo y protones, todo eso vuelve al agua salada un entrevero caótico pero estable de partículas eléctricamente cargadas que colisionan entre sí, o se disocian y asocian, y se rechazan y atraen. Es dificilísimo retrotraer ese caos al orden de sus componentes iniciales.
Hacerlo supone un trabajo energético feroz y sin final a la vista, si quiere llegar a un platito de sal seca por un lado y una jarra de agua purísima por otro. El objetivo límite de una planta como Kurnell, la desalinizadora que Sydney Water está reactivando de apuro, lo vota una mesa de sanitaristas, ingenieros y contadores: agua lo suficientemente bebible por un lado, salmueras hipertónicas a descartar por otro. Y a otra cosa. Y a qué precio. Esa planta de 45 hectáreas a lo sumo podrá proveer al 16% de los Sydneysiders (aclaración, no son un club de fútbol: simplemente los 5 millones de pobladores de la ciudad).
(Continuará mañana)
Daniel E. Arias