En estos días mediáticamente dominados por la plaga del Covid-19, un titular de páginas internas es africano, y una nota el pie, Argentina. El titular es común: volvió la langosta. Pero aquí hay con qué echarla.
Aférrese a ese dato, aquí hay con qué, antes de seguir leyendo. Por ahora, lo de los africanos es peor: el fin de año un par de huracanes en el Golfo Pérsico creó condiciones extraordinarias para el nacimiento de langostas Schistocerca gregaria, y continúan: arena mojada que evita que los huevos enterrados a 3 o 4 cm. mueran cocinados por el sol, vegetación intempestiva en el desierto arábigo para que las ninfas crezcan.
Conclusión, hoy pululan por África Oriental apabullantes mangas de langostas adultas migratorias, ya se comieron las cosechas de subsistencia de 20 millones de habitantes del continente negro, las de 15 millones de yemeníes en la margen asiática del Golfo Pérsico, y van por más. En países de cierta coherencia interna, como Kenia, hay organismos estatales que tratan de contener el problema con pesticidas y aeroaplicación, pero poca plata para atajar dada la escala del fenómeno. Y es que enfrentan enjambres de hasta 40.000 millones (sic) de individuos, que liman al ras los bosques, pastizales y granjas donde se posan.
1 km2 de manga aterrizada al atardecer tiene 80.000 individuos, cada uno capaz de comer su peso corporal en 24 horas. Antes del amanecer, habrán devorado la comida de 35.000 personas, incluida la de su ganado. Todo lo verde perece.
En otros países más destripados por guerras, como Yemen, Eritrea, Somalia y Sudán del Sur no hay estado, plata, tecnología o recursos humanos para combatir esta peste bíblica. Llovido sobre mojado, en todos ellos el Covid-19 acaba de congelar todo esfuerzo social o ayuda internacional de la FAO y otras agencias, que por ahora lograron fumigar apenas 240.000 hectáreas en los 10 estados más afectados, a un costo de U$ 153,2 millones para las Naciones Unidas.
Los fríos números: el paso de una primera manga deja huevos en el suelo como para que la siga un segundo rebrote. Si la temperatura y humedad ayudan, éste puede ser 20 veces más masivo, y cuando las lluvias dan para un tercer brote anual, será 20 veces peor que el segundo y 4000 veces peor que el primero. Con la langosta es como con el Covid-19: si no aplastás la curva de entrada se dispara exponencial y perdés el control. Sobre África se viene otra catástrofe humanitaria feroz. Pero no se olvide: aquí, ahora, hay con qué.
África tuvo su anteúltima y alucinante invasión de langostas en los 15 años entre 1947 y 1963, cuando los nacientes estados independientes postcoloniales y no poco DDT –aquella novedad química, entonces eficaz- atinaron a erradicarla. Entre 1986 y 1989 la langosta volvió a África y hubo que arrancarla esta vez de 40 países. La FAO (Food and Agriculture Organization, la agencia de ayuda agropecuaria de las Naciones Unidas) puso plata y algunos pesticidas mejores. Pero haciéndola corta, no fue fácil.
No obstante que hoy llueva en el desierto arábigo, uno de los más secos de la Tierra, que sus estériles caravanas de dunas ahora sean un criadero de nuevos enjambres, ésa es otra sorpresa salida de la caja de Pandora del recalentamiento global. Que nos acaba de incluir, y con el mismo problema, a los argentinos.
¿Cómo andamos por casa?
No se deje engañar por el tamaño: la impresionante tucura del quebracho, a la derecha, es mala pero casi amiga, en comparación. La especie realmente jodida aquí es el acridio de la izquierda, de la mitad de tamaño pero de dispersión sudamericana: se llama Schistocerca cancellata. Según registros coloniales porteños, nos viene afligiendo desde 1538, cuando liquidó los plantíos de mandioca de la barrosa aldea de Santa María del Buen Ayre.
Obviamente la cancellata tenía antecedentes, pero los querandíes –de quienes los españoles habían aprendido a cultivar mandioca- no dejaron quejas por escrito. Mismo género que la especie africana, tamaño similar, las mismas manchas negras pero sobre fondo verde ceniza, nada de ese amarillo Kodak de la del desierto arábigo, aunque las mismas costumbres devastadoras.
A diferencia de las tucuras, que tienen miles de especies y saltan pero no vuelan gran cosa, las langostas verdaderas son apenas 25 especies en el mundo. Todas comparten una capacidad inverosímil de transformación física para evitar la competencia intraespecífica, es decir contra su propia especie.
Si las ninfas nacen a baja densidad, todo bien: los adultos serán grillos voraces pero chicos, no muy distintos de las tucuras, sin vuelo o con muy poco, de vida solitaria y relativamente sedentaria. Pero no dejan de ser un problema local.
En cambio si “las saltonas” (como llamamos aquí a las ninfas) nacen amuchadas, el adulto encara lo que el acridiólogo soviético Boris Petrovich Uvarov llamó una transformación “de fase”, y que supone cambios estructurales y metabólicos propios del Increíble Hulk. Apretujadas a alta densidad, las adultas intercambian feromonas que aumentan su tamaño, potencian su musculatura, refuerzan sus alas, agravan su hambre, cambian su coloración y enloquecen su conducta.
La fase “on steroids” parece directamente otra especie. Y enjambra de a millones y puede volar a una máxima de 4 km/hora, pero desplazándose hasta 150 km por día, si el viento ayuda, en mangas a veces astronómicas. En la llanura chacopampeana se han visto nubarrones de langosta de hasta 100 km. de largo y 10 de frente. Como sea, ya no son un problema local.
La cancellata en Argentina era un recuerdo de tatarabuelos. Nuestro programa científico más viejo fue la Comisión Nacional de Extinción de la Langosta (CNEL), data de 1891, y hoy tras muchos cambios de nombres y de métodos está incorporada al SENASA (Servicio Nacional de Sanidad Animal).
En sus primeras décadas, la CNEL no daba pie con bola: trataba de salvar objetivos reducidos (árboles frutales) envolviéndolos en telas, pero andá a hacer eso con una pastura, un verdeo, un trigal. No es que no se haya tratado, pero la langosta se lastraba la tela, como aperitivo, y luego le entraba a los platos fuertes, los cultivos.
Entre 1931 y 1932, como para perfeccionar las desdichas de la crisis del ´29 y la suspensión de compras de trigo y carne por Inglaterra, tuvimos 152 millones de hectáreas cubiertas de langosta, que es más de la mitad del país (278 millones). Y ojo, tenemos el 8vo país de la Tierra, por superficie. Más de la mitad bajo langostas, da frío pensarlo.
Las avionetas IA-46 Ranquel con las que se encaró la lucha contra la langosta en los ’50.
Pero hubo con qué. A partir de los ’50, años de industrialización, tuvimos la originalidad regional de poder atacar la langosta con avionetas IA 46 Ranquel diseñadas y construidas en cantidad por la Fábrica Militar de Aviones. También teníamos DDT, un órganoclorado hoy de mala fama por su altísimo poder residual y su ineficacia (actual, los bichos mutaron y lo toleran), pero entonces un arma de triunfo. Lo hacía Atanor, en aquellos años una empresa química argentina.
Hasta 1954 la estrategia era reactiva: recibir informes telefónicos o telegráficos sobre dónde se habían posado las mangas al atardecer, y salir a rociarlas. Volar bajo y despacio sobre monte es peligroso de suyo, pero con luz rasante, mucho peor: más de un aeroaplicador se puso el avión de gorra. Sin embargo, se lograban mortandades de hasta el 90%. Y aún así el problema era demasiado grande y diseminado como para ser controlable.
Con el mayor conocimiento de la biología de los acridios llegó mayor éxito, de la mano de estrategias “de ajedrez”, jugando en profundidad: rociar, por ejemplo, preferentemente las zonas de nacimiento de saltonas para ralear la población e impedir el enjambramiento. Y así, tras 73 años de lucha durísima por parte del estado nacional, la langosta fue retrocediendo hasta desaparecer de Argentina en 1964. Y en 2015 ya la habíamos olvidado.
Pero aquel año, a caballo del recalentamiento global y estos nuevos inviernos cortos y sin grandes heladas que empezaron en los ‘70, se inició un retorno desde Paraguay y Bolivia. Con el cambio de gobierno nacional, esto coindició con recortes de presupuesto, tercerizaciones y despidos en el SENASA, en el INTA y en el Ministerio de Agroindustria en 2018, así como la desaparición del Ministerio de Ciencia. Con tanto a su favor, la langosta volvió a asentar sus reales (y sus huevos) en 8 provincias.
¿Y el estado nacional, qué? Agroindustria impartió guías para que (sic) cada afectado estuviera obligado a controlar su propia infestación. Es uno de los hitos por los que será recordado el ex ministro Luis Miguel Echevehere.
En 2017, ante la pérdida de control sobre la langosta, el SENASA habilitó una cantidad de órganofosforados para esta lucha. Son muy neurotóxicos, se deben usar con precauciones y se llevan puestas a las abejas y otros polinizadores. Pero tienen menor poder residual que los órganoclorados: se degradan antes y se acumulan menos en las cadenas alimenticias. Podés alarmarte con la lista, pero la visión (infernal) de una manga en acción te cura enseguida de pruritos ecologistas.
Ahora que en Argentina vuelve a tener Ministerio la Ciencia, el CONICET y el INTA podrán quizás forjar herramientas nuevas, muy experimentales, de control biológico: hay hongos del suelo, como los microsporidios, que atacan naturalmente las puestas de huevos. ¿Son cultivables, sirve rociarlos, qué “efectos colaterales” pueden tener sobre el agrosistema y la gente?
Hay otros hongos, como el Metarhizium nosema, que podrían colonizar y comerse vivas a las saltonas, y ralearlas al punto de que no lleguen a esa transformación de fase que las hace enjambrar. ¿Se puede sacar esta idea del limbo y volverla tecnología real, y de paso, patentarla? Todo esto merece programas que unan las reparticiones científicas del estado entre sí, y todas con la industria privada; los productores agropecuarios y las firmas argentinas de biociencias. Como me dijo hace dos años el veterinario Carlos van Gelderen, de la Sociedad Rural Argentina, integrante entonces del directorio del CONICET: “Esta institución es una caja de herramientas donde hay de todo y para casi todo”. Pero ahora, habemus Ministerium.
“En plan habemus”, habemus hasta un satélite: el SAOCOM 1A (el 1B está en plataforma de lanzamiento). El radar en banda L de este aparato “lee” el agua bajo la tierra desde su órbita de 600 km. de altura, y puede detectar los cambios de humedad del suelo que crean “zona liberada” para la fructificación de huevos de acridio, sean tucura o langosta. Esto permitiría generar mapas de riesgo y actuar en forma preventiva.
La especialización de los SAOCOM, aparatos de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE) es justamente la prevención y control de desastres. Los radares espaciales en banda L son aparatos tan infernalmente complejos y caros que únicamente Japón tiene un fierro similar, el Alos Daichii 2, y es uno solo. Nosotros, en cuanto se termine la cuarentena en la base Vandenberg de California y la empresa Space X lance nuestro SAOCOM 1B, tendremos dos. ¿Ve esa antena del tamaño de un frontón de squash? Pesa 1,5 toneladas, la mitad del satélite. Y no quiera ver lo que costó ponerla en órbita. O revisar su consumo eléctrico.
La antena de radar de apertura sintética en banda L del SAOCOM 1A.
Curiosamente, la humedad que permite nacimientos multitudinarios de saltonas en el desierto arábigo, en nuestra Patagonia funciona al revés: cuando la tierra se seca, mueren los hongos y bacterias que infectan las puestas de la tucura sapo o Bufonacris claraziana, el gran villano regional, bicho sin vuelo pero tan voraz que cuando logró liquidar la avara materia verde de la estepa, se vuelve caníbal. Estos satélites pueden darnos alertas tempranas, a nosotros y al mundo. Eso se cobra, aunque a los africanos jamás seríamos tan turros como para cobrarles. Ni tan estúpidos. El prestigio paga de otros modos, pero paga siempre.
Con mucha menos tecnología pero no menos ingenio, el Pastoreo Racional Voisin (PRV), una idea francesa que se está implementando en diversos campos de cría extensiva de la llanura chacopampeana, tiene su propio escudo antilangosta. En Campos Lagazu, Huanguelén, Sudoeste de la provincia de Buenos Aires, María Paz Manrique y Alejandro Raia, un matrimonio de veterinarios de la UBA con cabeza científica, implementaron “el Ekobondi”.
Gallinas desinsectando y fertilizando una pastura ya comida por las vacas. Al fondo, el Ekobondi, gallinero motorizado que va de cuadro en cuadro. Olvidate de la tucura.
Es un viejo colectivo transformado en gallinero móvil, con unas 400 gallinas ponedoras. Está en “La Celia”, un campo de 1200 hectáreas de explotación mixta agropecuaria perteneciente a la empresa. Cuando los alrededor de 800 vacunos terminan de pastorear un cuadro y se los mueve al siguiente, el Ekobondi se desplaza hasta el cuadro que quedó vacante, y éste se cierra enteramente con red para que no se escapen las gallinas y para que no entren zorros o comadrejas. En el pasto cortado al ras por las vacas, la vista aguda de las gallinas no perdona ni a un insecto: tucuras y otros bichos se transforman en alimento balanceado, y luego, dado que las gallinas defecan, pasan de trabajar de insecticidas autoalimentados, a fertilizadores con patas.
“Autoalimentados” significa que con la proteína vegetal de las pasturas consociadas de gramíneas y leguminosas, amén de la animal de los insectos, las gallinas no necesitan alimento balanceado industrial alguno. Se les suministra un plus de proteína (núcleo proteicos) y conchilla molida como materiales para una buena producción de huevos.
¿Antiparasitarios? Olvídate, cariño. Los coccidios, parásitos intestinales que son la gran peste de los gallineros, tienen ciclo de 7 días, pero a los 2 o 3 días de “engallinado” un cuadro, el Ekobondi se muda al siguiente, y al coccidio se le dice lo mismo que al vendedor de agroquímicos: “Seguí participando”. ¿Hay que reunir las aves para subirlas al Ekobondi? No. Lo hacen solas disciplinadamente al caer el sol, y se acomodan sin alharaca para pasar la noche. Está en su genética y su etología. Son gallinas.
Desde que se usa el Ekobondi (dentro de una estrategia de manejo mucho más compleja), el consumo de insecticidas y de fertilizantes químicos de “Campos Lagazu” está desapareciendo. Los Raia Manrique no sólo ahorran insumos dolarizados, sino que ahora, además de cosechas industriales y ganado en pie, también venden huevos.
Pero cantidades de huevos, y próximamente parripollos criados a campo y libres de antibióticos, mucho mejores que los de granja. Y la oferta recién empieza: como ya no usan insecticidas, en “La Celia” tienen panales bastante prósperos, y dentro de poco podría haber miel de calidad orgánica, si se logra que los vecinos adopten el PRV. No va a ser fácil.
Los Raia Manrique son gente científica y empresarial, no hippies ni predicadores, pero en la transformación tecnológica de su ecorregión (el ecotono entre la Pampa Húmeda y la Pampa Seca), tienen el tiempo y los números a su favor. Su trabajo devuelve nitrógeno y fósforo al suelo, protege de tucuras sus campos y también los de los vecinos, que no se enteran mucho de este beneficio y se obstinan en técnicas de manejo más ortodoxas. Les salen caras. Por apegarse al viejo manual, pierden capa fértil, dependen linealmente del mercado chino, desaprovechan el interno, tienen menos productos y gastan mucho más.
Con un manejo científico de sus agroecosistemas, la Argentina puede volver a derrotar a las langostas. Se necesitan cerebros… pero hay huevos.
Daniel E. Arias